La instrumentalización de la independencia peruana

Víctor Peralta Ruiz

¿Cómo se evaluarán las recientes conmemoraciones del bicentenario de la independencia del Perú? ¿Qué puede revelarnos la comparación con otras conmemoraciones oficiales de la independencia? Para responder a estas preguntas nos proponemos tomar en consideración las pautas tanto discursivas como materiales que han caracterizado las celebraciones estatales. Se trata de analizar este hecho histórico como un ritual que, desde las altas esferas gubernamentales, apunta al reforzamiento de los lazos de una identidad histórica común como nación de la población peruana. Es indudable que comparar los tres momentos de conmemoración oficial de la independencia más significativos  es un ejercicio complicado, sobre todo, porque el bicentenario está en plena marcha y lo que pueda ocurrir en 2024 resulta difícil de prever debido a las crónicas crisis en que el país se halla sumido. No obstante, una serie de constantes son evidentes en lo ocurrido en el centenario, el sesquicentenario y el bicentenario peruanos. Una primera constante es que la conmemoración estatal de la independencia se aborda como un proceso que se inicia con la proclamación de la independencia en Lima el 28 de julio de 1821 y culmina con la celebración de la victoria en la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824. La segunda constante se relaciona con la creación, por parte del gobierno, de comisiones oficiales a las cuales este encarga la formulación de  una agenda oficial protocolaria de acuerdo a los fines políticos, nacionales e internacionales, que se desea alcanzar. Por último, una tercera constante es que el objetivo político del acto conmemorativo, visto como una selección calculada de los protagonistas históricos a homenajear, ha estado sujeto a una serie de circunstancias coyunturales cambiantes y en varias ocasiones imprevisibles.

El centenario como conflicto internacional

Lo primero que se debe tener en cuenta de la conmemoración de 1921-1924 es que su realización se produjo en un contexto de crisis moral de la nación condicionada por la derrota de la Guerra del Pacífico, una herida no cauterizada al dilatar Chile la celebración del plebiscito donde se debía decidir el destino de las provincias cautivas de Tacna y Arica. El gobernante a quien correspondió celebrarlo, Augusto B. Leguía, llegó al poder el 4 julio de 1919 a través de un golpe de Estado apoyado por la gendarmería y justificado en que el presidente José Pardo pretendía desconocer su triunfo electoral. De inmediato, Leguía convocó una asamblea constituyente. Se estableció en septiembre y  fue copada por su agrupación, el Partido Democrático Reformista, el cual lo ratificó como vencedor de las elecciones de 1919 y, luego, promulgó la constitución de 1920. Tras legitimarse como mandatario, Leguía se impuso afrontar el conflicto en torno a Tacna y Arica, siendo el centenario de la independencia una ocasión propicia para internacionalizar el incumplimiento por parte de Chile del plebiscito acordado en el tratado de paz de 1883. Leguía usó las fechas de 1921 y 1924 como una plataforma política para gestar una confraternidad con España y las que fueron sus posesiones territoriales en América del Sur como el mejor modo de ganar amigos en el contencioso territorial con el vecino del sur. Ya en 1920, el gobernante peruano quiso aprovechar la celebración del centenario de la llegada de la Expedición Libertadora de San Martín para, infructuosamente, obtener el apoyo argentino en su deseo de que el conflicto por Tacna y Arica fuera contemplado en la Sociedad de las Naciones.1 Al fracasar este objetivo, el gobierno se centró en el uso del centenario de 1921 como plataforma internacional para proseguir su propaganda. Para lograrlo, encomendó al Ministerio de Relaciones Exteriores la responsabilidad de seleccionar a las delegaciones extranjeras invitadas a las fiestas del Centenario. El canciller Alberto Salomón se limitó a invitar a treinta y seis países de Europa, América y Asia, excluyendo, como era de esperarse a Chile,  presidido entonces,  por Arturo Alessandri Palma, en las postrimerías del llamado régimen parlamentario. El extracto de la invitación oficial enviada a los “gobiernos amigos” señalaba que la proclamación de la independencia en Lima fue el “acto que inició la cesación del régimen colonial y nuestro ingreso en el concierto de las Naciones soberanas y libres”.2

En el transcurso de las reuniones sostenidas con las delegaciones diplomáticas en Lima, el gobierno puso especial cuidado en obtener el respaldo de España, Argentina y Bolivia, acudiendo al recurso de un pasado común plenamente reconciliado, representado en una la hispanidad entendida como vínculo racial e histórico. En el discurso dirigido al representante español, el conde de la Viñaza, Leguía le expresó la importancia de su asistencia en nombre del rey: “fiesta deslucida hubiera sido, ésta que se avecina ya, sin vuestra presencia; fiesta que, si es peruana, es española también; ya que la gloria de los hijos, refluyen [sic] sobre la madre”.3 Ante el embajador de Argentina, monseñor Luis Duprat, Leguía expresó que “la fiesta que celebramos no es exclusivamente peruana, es también fiesta argentina. Tomad en ella el sitio selecto que os toca de derecho, como actores primordiales del gran día […] en abrazo estrecho con la noble madre a quien entonces combatimos por la emancipación que nos negara”.4 Por último, en su respuesta al saludo del representante de Bolivia, Abel Iturralde, el presidente resaltó el común vínculo de “hermanos por el origen, por la raza, por la historia”, es decir, por el pasado común inca y español. Pero Leguía no omitió añadir también el común sentimiento de pesar colectivo que supuso para los dos países la guerra con Chile: “las sombras, por vos evocadas, de Grau y Bolognesi, palpitarán en este instante, gozosas con la fecundidad de su holocausto, viendo, sobre sus tumbas, recordado el sacro juramento que un día harán realidad patente la fuerza del derecho y el imperio de la justicia”.5 Así, bajo la promesa de la celebración de una nueva confraternidad entre la antigua madre patria y sus hijos emancipados, el presidente peruano logró su propósito de atraer el respaldo de tres aliados importantes en caso de que el conflicto con Chile se internacionalizara.

La instrumentalización diplomática del centenario por parte de Leguía se benefició igualmente de una coyuntura económica favorable, producto de la diversificación de la actividad exportadora. La bonanza financiera permitió ejecutar una serie de obras de modernización arquitectónica y de ensanche urbano que fue concentrada casi exclusivamente en Lima. De este modo, la capital peruana se convirtió en la mayor beneficiaria de las inversiones emprendidas por el gobierno para “embellecer” el ambiente protocolario que se debía exhibir a las delegaciones extranjeras y que, por su espectacularidad, el incendio del palacio de gobierno no llegó a opacar. El acto simbólico más importante de este nuevo rostro urbano de la capital fue la inauguración el 28 de julio del monumento al general José de San Martín en la plaza que lleva su nombre. Para la ocasión se decretó que el general argentino Carlos I. Martínez comandara las tropas que desfilarían al pie del monumento. Progresivamente, la colocación de los obsequios monumentales que en homenaje a la independencia oficial de la patria realizaron las delegaciones extranjeras  completó el significativo cambio de imagen arquitectónica que experimentó Lima.

En 1924, con ocasión de la conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, el gobierno de Leguía, lejos de centrar los actos oficiales en Huamanga o en la pampa de la Quinua, escenario de la mítica contienda que selló la independencia, prefirió mantener todo el ceremonial oficial en la capital peruana.6 Ello explica que la actividad más importante del programa del 9 de diciembre fuera la inauguración del monumento al mariscal Antonio José de Sucre, el héroe de Ayacucho, monumento temporalmente situado en el bosque de Santa Beatriz hasta su definitivo traslado a la ciudad de Huamanga. Para el 10 de diciembre se programó la inauguración del Panteón de los Próceres y de la Avenida del Progreso y al día siguiente tocó el homenaje a Bolívar ante el monumento erigido en su memoria en 1859 frente al Congreso. En los siguientes días se hizo la plantación del árbol del Centenario en la plaza Jorge Chávez. la inauguración del Museo Arqueológico de la avenida Alfonso Ugarte,  la ofrenda de una corona a la estatua de Washington, la inauguración de la Exposición Nacional de Industrias y de la Exposición de Minería. Finalmente, el 16 de diciembre concluyó el ceremonial con la visita del Museo Bolivariano y la inauguración de las salas dedicadas a San Martín y Bolívar. Las delegaciones extranjeras que aceptaron la invitación del Ministerio de Relaciones Exteriores fueron menos y de menor rango diplomático que en 1921. Por ejemplo, en esta ocasión, el gobierno de Primo de Rivera declinó la invitación de que Alfonso XIII asistiera o que lo representara una delegación oficial.7 Resaltó, en cambio, la participación de Venezuela. Ante su delegación, Leguía definió pomposamente a Bolívar como “el fundador de patrias libres sobre el planeta, como Dios creador de soles en el espacio”. En el homenaje figuró como el invitado más importante el presidente de Bolivia, Bautista Saavedra. De este mandatario dijo el político leguiísta Teodosio Cabada que, si Marco Aurelio encarnó la “filosofía en el trono”, “del Doctor Saavedra podría decirse, parodiando la frase célebre, que ha sido ‘la ciencia social en el gobierno’”.8 Ninguna alusión hizo la cancillería peruana al tema de la mediterraneidad del vecino del sur.

Iluminación de arco triunfal resaltando el nombre de Augusto B. Leguía 1924-1929 con ocasión de las celebraciones por el Centenario de la Batalla de Ayacucho.

Para concluir, el tiempo trascurrido entre los dos centenarios fue ocasión propicia para que Leguía aumentara su capital simbólico en la política, tanto dentro como fuera del país, y lograra con ello su intención de perpetuarse en el poder con sus reelecciones de 1924 y 1929. La propaganda gubernamental no dudó en asociar su figura, en el primer caso, con la regeneración nacional y, en el segundo, con la solución del diferendo con Chile tras la celebración del plebiscito y la reincorporación territorial de Tacna. Asimismo, el momento marcado por el centenario coincidió con un artificial apaciguamiento político al mantenerse proscrita a la oposición asociada con la desprestigiada época de la república aristocrática. Esta estrategia cumplió su propósito y desembocó en la extinción de los partidos Civilista, Liberal, Constitucional y Demócrata. De otro lado, el temprano indigenismo promovido desde las altas esferas gubernamentales logró reducir las protestas sociales en el área rural. Finalmente, los militares en un inusitado comportamiento institucional, sólo interrumpido en 1912, optaron por no interferir en la actividad política y subsumieron su respaldo al régimen leguiísta en la promesa del pronto retorno de las provincias cautivas al suelo patrio. Debido a la combinación de todos estos condicionantes coyunturales, las conmemoraciones de 1921 y 1924 transcurrieron en un ambiente de relativa tranquilidad social que facilitó al gobierno internacionalizar los centenarios, logrando de este modo vincular el proyecto de la Patria Nueva con la plasmación de las promesas incumplidas de la Patria Vieja que vieron nacer San Martín y Bolívar.

El sesquicentenario como mito nacionalista

Muy distinto sería el momento histórico vivido cincuenta años después, cuando correspondió conmemorar los 150 años de la Independencia. Al igual que Leguía, el general Juan Velasco Alvarado llegó al poder mediante un golpe de Estado consumado el 3 de octubre de 1968. Lejos de legitimarse a través de una nueva constitución, el llamado “gobierno revolucionario de las fuerzas armadas” impuso una dictadura, vía autoritaria mediante la cual pudo emprender una serie de cambios sociales, entre ellos, la reforma agraria de 1969 y la estatización de sectores productivos estratégicos como la refinería petrolera de Talara. Todo ello se logró exiliando a la oposición, impidiendo la elección de representantes al Congreso y recortando la libertad de opinión. El proyecto nacionalista liderado por el general Velasco gestó su popularidad en una coyuntura económica que aún era ajena a la gran crisis mundial del petróleo que se avecinaba y en un clima de relativa tranquilidad social. En ese contexto, el gobierno se implicó en liderar activamente las celebraciones del nacimiento de la nación.

El 16 de septiembre de 1969 fue creada la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú (CNSIP), presidida por el general Juan Mendoza Rodríguez. Sobre esta entidad conformada por militares, académicos y empresarios recayó la responsabilidad de celebrar oficialmente, entre 1971 y 1974, el proceso histórico de la independencia de España. En vez de privilegiarse el ceremonial oficial de este acontecimiento dentro del marco internacionalista, tal como ocurrió en el centenario, el gobierno militar optó por impregnarle un marcado carácter propagandístico y nacionalista. Lejos de enmarcarse en la pomposidad diplomática orquestada por el leguiísmo, las celebraciones del sesquicentenario en 1971 fueron más modestas. El programa oficial dispuesto por la CNSIP “estuvo dominado por ceremonias solemnes, eventos académicos y desfiles militares”.9 El propio general Velasco fue parco a la hora de referirse al significado de la independencia sanmartiniana en su mensaje al país del 28 de julio de 1971. Carlos Aguirre ha resaltado que, en dicha alocución, el presidente dijo que “la emancipación definitiva” que estaba promoviendo su gobierno era mucho más tensa y difícil que la proclamada en 1821. El discurso del velasquismo se resumía en que la independencia lograda por San Martín tuvo un carácter político, mientras que lo que había emprendido el gobierno militar desde 1968 con su “nacionalismo antiimperialista” era la anhelada y más dificultosa independencia económica, tanto del capitalismo como del comunismo.

La narrativa de “país ideológicamente no alienado” del centenario se afianzó con la instrumentalización de un nuevo indigenismo estatal promovido por los militares, el cual se centró en la figura revolucionaria del líder cuzqueño Túpac Amaru II, a quien se consideró como el olvidado y genuino precursor de la emancipación de España. Su figura fue perennizada, al lado de la de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, Toribio Rodríguez de Mendoza y Francisco Vidal, en el Monumento de los Próceres que fue inaugurado en Lima el 27 de julio de 1971. A esto cabe añadir que, desde 1969, circulaba ya el billete de 50 soles con un grabado de Túpac Amaru dibujado por Germán Suárez Vertiz a partir del óleo del pintor Mario Salazar Eyzaguirre.10 El mismo grabado fue utilizado para la emisión de las monedas de 5, 10 y 50 soles que comenzaron a circular en 1971, las mismas que incluyeron el lema de “Sesquicentenario de la Independencia del Perú”. Con estas emisiones se asentó su figura como precursor de la independencia en el imaginario popular y se le situó al mismo nivel protagónico que San Martín y Bolívar. El homenaje al líder cuzqueño continuó con la reinvención de su silueta en fondo negro diseñada por el artista gráfico Jesús Ruiz Durand, la misma que se hizo popular e icónicamente quedó asociada con el gobierno militar. Por último, en un efectivo golpe de efecto, Velasco decidió que en Palacio de Gobierno el retrato de Francisco Pizarro de Daniel Hernández fuera retirado y en su lugar se colgara el retrato de Túpac Amaru de Salazar Eyzaguirre, rebautizándose el salón con el nombre del revolucionario cuzqueño. Toda esta puesta en escena por parte del gobierno de un tupamarismo primigeniamente libertario y hasta inspirador de la reforma agraria facilitó la vinculación oficial de las revoluciones de 1780, 1821 y 1968.11

En 1974, con ocasión de la celebración del centenario de la batalla de Ayacucho, la coyuntura se presentaba distinta a lo ocurrido tres años antes. El país ahora estaba afectado por la crisis económica internacional y ello comenzó a pasar factura a la popularidad del régimen dictatorial y, en especial, a sus presupuestos. Ahora corría peligro la proyectada serie de obras formuladas en el llamado Plan Ayacucho de la CNSIP de fines de 1971, el mismo que había apuntado a la rehabilitación integral de este departamento y su engalanamiento para la fecha celebratoria. La oportuna intervención económica del gobierno venezolano presidido por Carlos Andrés Pérez, el cual aportó ochenta millones de soles para las obras proyectadas, salvó la segunda fecha magna del sesquicentenario. Para canalizar esta contribución, el 7 de noviembre de 1973 se instaló la Comisión Mixta Peruano-Venezolana, presidida por los generales Oscar Molina Pallochia y Edgardo Mercado Jarrín. El 3 de mayo esta comisión se amplió para incluir las “repúblicas bolivarianas” de Bolivia, Colombia, Ecuador y Panamá, así como a las “repúblicas sanmartinianas” de Argentina y Chile. Esta comisión tuvo su primer ensayo general de coordinación con ocasión del sesquicentenario de la batalla de Junín. El ceremonial comenzó el 27 de julio con la asistencia de las delegaciones militares extranjeras al Te Deum en la catedral limeña y culminó el 6 de agosto con la ceremonia ante el obelisco de Junín. Ese día la voz oficial del gobierno fue asumida por el canciller, el general Miguel Ángel de la Flor Valle. De su discurso cabe destacar su referencia a Túpac Amaru como prócer de la “noble causa de la emancipación”, ya que él “asume la conducción del proceso de cuestionamiento de la dominación colonial, [y] lo hace en nombre de las mayorías de América”.12 De este modo, se quiso refrendar la apuesta velasquista de incluir al líder cuzqueño en el primer ceremonial castrense dedicado al Libertador venezolano. Sin embargo, este pretendido vínculo entre 1780 y 1824 no prosperó en la retórica que predominó en la Comisión Mixta bolivariana. Esta evitó pronunciarse cuando fracasó el intento de colocar, en la Plaza de Armas del Cuzco, la estatua de cinco metros de alto de Túpac Amaru del escultor Joaquín Ugarte y Ugarte, auspiciada por la CNSIP. Se opuso a ello el Instituto Nacional de Cultura “por motivos de orden urbano y estético”.13. Para garantizar el inocultable protagonismo del Libertador venezolano en los múltiples homenajes oficiales que se le tributaron, la CNSIP concentró sus esfuerzos en dar un reconocimiento a colaboradores suyos como Faustino Sánchez Carrión e Hipólito Unanue y, paralelamente, dar relieve a la heroicidad de María Parado de Bellido.

Si Túpac Amaru fue una figura marginal en los fastos castrenses de 1974, el caso del fracaso de la emisión de monedas conmemorativas con la efigie de Bolívar es un hecho que merece explicarse. A diferencia de Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y Bolivia, el Perú como país bolivariano nunca había emitido una moneda alusiva al Libertador. El Sesquicentenario fue una ocasión propicia para reparar esa ausencia. Así lo comprendió el gobierno militar cuando, el 17 de mayo de 1974, el general Mercado Jarrín se dirigió al presidente de la CDIP, el general Mendoza Rodríguez, comentándole que era de la opinión de que en el anverso de las proyectadas monedas conmemorativas auspiciadas por el Banco Minero del Perú (BMP) debía aparecer la “efigie del Libertador Simón Bolívar, por constituir él la figura central de los acontecimientos de Junín, Ayacucho y convocatoria al Congreso de Panamá”.14 En su respuesta, el general Mendoza coincidió en que Bolívar debía figurar en el anverso de las monedas proyectadas, tanto de oro como de plata, y así se lo hizo saber al presidente del BMP. Finalmente, estas monedas no las produjo dicha entidad estatal. En su lugar, el Banco Central de Reserva asumió la emisión de monedas conmemorativas de oro de ½ sol y 1 sol y una moneda de plata con un valor de 400 soles, las cuales circularon en 1976 y en cuyos anversos se reprodujo la efigie del monumento erigido en el lugar donde se produjo la batalla de Ayacucho. Bolívar volvía a ser ignorado por las autoridades peruanas, manteniendo una tradición desde los inicios de la república de limitar el uso de su efigie solo para medallas conmemorativas.

Finalmente, en la fecha estelar del 9 de diciembre de 1971, se produjo la inauguración del Monumento a los Vencedores de Ayacucho en la pampa de la Quinua, diseñado por el escultor español Aurelio Bernardino Arias. Esta obra en mármol, caracterizada por su estructura piramidal de 44 metros de altura, incluyó un conjunto escultórico de bronce con las efigies a cuerpo entero del venezolano Antonio José de Sucre, el peruano Agustín Gamarra, el colombiano José María Córdova, el ecuatoriano José de la Mar, el venezolano Jacinto Lara y el inglés Guillermo Miller, sobre el cual se colocó un medallón ovalado con la imagen de Bolívar. Lo que interesa resaltar es cómo, en el discurso del canciller Miguel Ángel de la Flor Valle, se definió la batalla de Ayacucho como “el término de la revolución de la independencia en los territorios de la América meridional, que se inició en 1780 con la rebelión de Túpac Amaru en el Cuzco, que estremece las estructuras del virreinato, enciende anhelos de libertad en vastas regiones y proyecta su influencia más allá de las fronteras del Perú”.15 Trascendente fue también en el discurso del canciller el significado otorgado a Ayacucho para los gobiernos inmersos en el lenguaje reformista de esa coyuntura: “ahora, una distinta percepción de la problemática interna e internacional, da a los pueblos de América Latina la oportunidad de vivir un Segundo Ayacucho, esta vez contra los factores de dominación y dependencia que se oponen a nuestro desarrollo integral”.16 De la Flor abogó por unas fuerzas armadas bolivarianas que, alejadas de la carrera bélica armamentista, fuesen en el futuro inmediato “armas al servicio del pueblo” y “herederas de los movimientos revolucionarios emancipadores” en la lucha contra el único enemigo, la dependencia externa y el subdesarrollo. Así, concluyó el último ceremonial del sesquicentenario peruano que se enmarcó como un elogio al militarismo nacionalista y populista.

El Bicentenario en su laberinto

La conmemoración del Bicentenario en el Perú tuvo unas pautas históricas muy distintas a las de las épocas de Leguía y Velasco. Para comenzar, se trataba por primera vez de celebrar la Independencia en un marco democrático que se había iniciado en 1980 y que, a pesar de haber experimentado una interrupción con el “golpe institucional” de Fujimori en 1992 que impuso un autoritarismo corrupto, mantiene hasta el presente a los militares al margen del poder político. Otra peculiaridad de esta tercera pauta histórica de conmemoración de la Independencia ha sido la ausencia de un líder político que se impusiera instrumentalizar 1821 y 1824 en beneficio de un proyecto político personal o partidario. En un clima de alta inestabilidad política que se instaló desde la elección general de 2016, correspondió al gobierno de Martín Vizcarra crear el Proyecto Especial Bicentenario (PEB) el 6 de junio de 2018. Por entonces, en el Congreso de la República existía una Comisión Especial Multipartidaria Conmemorativa del Bicentenario de la Independencia del Perú (CEMCBC), creada el 28 de septiembre de 2016. Sin embargo, esta última dejó de existir cuando el 30 de septiembre de 2019 el presidente Vizcarra disolvió el Congreso. Así, el PEB quedó como la única entidad gubernamental autorizada a formular la agenda oficial del Bicentenario. Ella estuvo adscrita, en un principio, al Ministerio de Cultura pero, en 2019, pasó a depender de la Presidencia del Consejo de Ministros y, en 2020, retornó nuevamente al control del Ministerio de Cultura. 

Una particularidad de la actuación del PEB, bajo las direcciones sucesivas de Gabriela Perona y Laura Martínez, fue su deseo de descentralizar los actos conmemorativos, creándose para ello una Comisión Bicentenario Regional (CBR) en cada departamento del país, constituyéndose un total de veintitrés comisiones que se encargarían de diseñar sus respectivas agendas regionales conmemorativas. Pero, en marzo de 2020, la declaratoria de la pandemia del COVID 19 obligó al confinamiento general de la población y a la consiguiente paralización indefinida de los actos protocolarios y populares presenciales del PEB y de las CBR. Solo se mantuvieron las actividades programadas como Cátedra Bicentenario o Nudos de la República, ya que estas se pudieron hacer bajo el recurso de las intervenciones virtuales. 

El presidente Vizcarra tuvo poco tiempo para implicarse en la conmemoración, ya que fue censurado y destituido por el nuevo congreso el 9 de noviembre de 2020. El nombramiento, por parte del legislativo, de Manuel Merino provocó una reacción popular que condujo a su renuncia tras cuatro días de mandato. Fue el nuevo encargado de la presidencia, Francisco Sagasti, quien hizo un discreto acto de presencia en las restringidas conmemoraciones de las independencias, celebradas entre fines de 2020 e inicios de 2021, es decir, las ocurridas antes de la proclamación en Lima. Finalmente, correspondió al nuevo presidente electo Pedro Castillo inaugurar su mandato en la fecha en que oficialmente se conmemora el bicentenario de la Independencia el 28 de julio de 1821. Ninguna alusión al Libertador San Martín hizo Castillo en su mensaje presidencial leído en el Congreso, mientras que calificó de justa la revuelta de Túpac Amaru y Micaela Bastidas y, seguidamente, expresó que su represión “terminó de consolidar el régimen racial impuesto por el virreinato: acabó con las élites andinas y subordinó aún más a la mayoría de los habitantes indígenas de este rico país”.17 Indudablemente estas expresiones de Castillo estuvieron muy alejadas de lo que hasta ese momento estuvo dentro de los cometidos celebratorios de la agenda oficial del PEB. En marzo de 2019, el PEB y la aún existente CEMCBC inauguraron en el congreso la exposición “El Perú en las Cortes de Cádiz”. Los ejes de la conmemoración histórica en 2020 se circunscribieron a cinco efemérides: desembarco de la Expedición Libertadora, proclamación de la Independencia de Huaura, batalla de Cerro de Pasco y proclamaciones de las independencias de Lambayeque y Trujillo. El uso de la rebelión de Túpac Amaru como hecho histórico de la Independencia estaba ausente. No obstante, el autodenominado “gobierno del pueblo” no ha asumido el giro discursivo nacionalista que coloque al líder revolucionario cuzqueño como el referente histórico del bicentenario que debe culminar en 1824.

Perú Libre, el partido liderado por Vladimir Cerrón bajo cuya cobertura llegó Castillo al poder, tenía en su programa de gobierno establecer lazos profundos con la alianza de países que conforman el bloque de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). Cabe recordar que, en abril de 2018, el Perú había suspendido su participación en dicho organismo de modo indefinido. Fue este quizás el motivo por el que Castillo eligió la figura de Bolívar como símbolo de su forma de gobernar. El 29 de julio de 2021, el flamante gobernante viajó a la pampa de la Quinua, en donde juramentó como primer ministro a Guido Bellido. La presencia en el referido evento del expresidente boliviano Evo Morales, un ferviente bolivariano y partidario, junto con Nicolás Maduro, de constituir la Patria Grande antiimperialista de UNASUR, avizoraba la inmersión del bicentenario dentro de un proyecto regional antiimperialista secundado por los gobiernos de Bolivia y Venezuela. Esta posibilidad a la larga se disolvió cuando Morales se alejó de Castillo tras el viraje ideológico de este último y a su público distanciamiento con Perú Libre al destituir al premier Guido Bellido. Desde entonces, el presidente peruano ha perdido todo protagonismo en la reformulación de la narrativa oficial de la independencia. Los constantes cambios de ministros de Cultura durante el primer año de gobierno de Castillo –cuatro hasta hoy– hacen imposible cualquier reprogramación del plan bicentenario del PEB. Bajo una profunda crisis política, institucional y económica, que le diferencia de la relativa calma social vivida con Leguía y Velasco, mientras pende sobre el presidente permanentemente una posible destitución por parte del Congreso, nada asegura que el gobernante actual, envuelto en múltiples casos de corrupción y carente de talento alguno como estadista, pueda llegar a conmemorar la batalla de Ayacucho.


Crédito de la imagen: Iluminación de arco triunfal resaltando el nombre de Augusto B. Leguía 1924-1929, realizada por la firma «Todo eléctrico», con ocasión de las celebraciones por el Centenario de la Batalla de Ayacucho. Pontificia Universidad Católica del Perú, Archivo Histórico Riva-Agüero, Fotografías, Centenario de la Batalla de Ayacucho, Colección Leguía, 1924.


Notas

  1. Pablo Ortemberg, “El centenario de la Expedición Libertadora al Perú: ¿un homenaje a la confraternidad? Apropiaciones entre Argentina, Chile y Perú”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 48, núm. 1, 2021, p. 371.
  2. Ministerio de Relaciones Exteriores. Discursos y documentos oficiales en el Primer Centenario de la Independencia Nacional, Lima, Imp. Torres Aguirre, 1922, p. XXV.
  3. Augusto B. Leguía, Discursos, mensajes y programas, Lima, Editorial Garcilaso, 1925, t. II, p. 180.
  4. Ministerio de Relaciones Exteriores. Discursos y documentos oficiales, p. 154.
  5. Ministerio de Relaciones Exteriores. Discursos y documentos oficiales, p. 135.
  6. Símbolo de esta desidia gubernamental fue el deterioro irreversible de la endeble Estatua de la Libertad inaugurada en la pampa de la Quinua en 1897. Al respecto ver Nanda Leonardini “Ayacucho. Escultura e independencia”, en Alex Loayza (ed.) La independencia peruana como representación. Historiografía, conmemoración y escultura pública, Lima Instituto de Estudios Peruanos, 2016, p. 272.
  7. Ascensión Martínez Riaza, “Las cicatrices de Ayacucho. España en la celebración de un centenario hispanoamericano”, Anuario IEHS, vol. 32, núm. 1, 2017, p. 179.
  8. El Perú en el centenario de Ayacucho, Lima, Editorial Garcilaso, 1925, p. XIX.
  9. Carlos Aguirre, “¿La segunda liberación? El nacionalismo militar y la conmemoración del sesquicentenario de la independencia peruana”, en Carlos Aguirre y Paulo Drinot (eds.) La revolución peculiar. Repensando el gobierno militar de Velasco, Lima, IEP, 2018, p. 47.
  10. Charles F. Walker, “El general y su héroe: Juan Velasco Alvarado y la reinvención de Túpac Amaru II”, en Carlos Aguirre y Paulo Drinot (eds.) La revolución peculiar, p. 73.
  11. Leopoldo Lituma Agüero, El verdadero rostro de Túpac Amaru (Perú, 1969-1975). Pakarina Ediciones, 2011.
  12. Boletín informativo de la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, núm. 18, Lima, 1974, p. 86.
  13. Ibid., p. 161.
  14. Ibid, p. 239.
  15. Ibid., p. 12.
  16. Ibid., p. 14.
  17. Discurso de asunción del presidente de la República, José Pedro Castillo Terrones, 28 de julio de 2021, p. 2.

27.08.2022

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