La fundación estéril: de la voluntad general de los pueblos a la república colonial

Juan Carlos Estenssoro

Porque cayó la noche y los bárbaros no llegaron, / y algunos, que vienen de las fronteras, / cuentan que no hay bárbaros. / ¿Qué será ahora de nosotros sin bárbaros? C. P. Cavafis

En 2022 celebrarán los peruanos, si alcanzamos a que la coyuntura de entonces sea digna de algún festejo, el bicentenario de haber optado por la república como forma de gobierno. El primero de los principios fundamentales “más adecuados para establecer las relaciones entre los ciudadanos y funcionarios del poder nacional”, base para la primera constitución de 1823 (todavía no redactada) y recogido en ella después de haber sido solemnemente “jurado por los pueblos” a iniciativa del congreso,1 fue que “Todas las provincias del Perú reunidas en un solo cuerpo forman la Nación Peruana”.2 Esa definición, geopolíticamente igualitaria y de una homogeneidad no centralizada —jamás se menciona Lima como capital—, se desvanecerá demasiado presto de nuestros principios legales para confiar, como invitaba a hacerlo Jorge Basadre, en una “promesa de la vida peruana” sembrada por los fundadores de la república y gracias a la cual este país tendría, siempre, un futuro digno de esperanza. Ese desplazamiento constante de nuestra atención hacia un futuro imperfecto aísla doblemente la independencia, tanto de la república realmente existente como del régimen colonial con el que convivió, convirtiéndola en una fundación suspendida, sin raíces ni consecuencias. Al pasar por alto ese doble anclaje, perdemos hasta qué punto esa definición de la “Nación Peruana” está preñada de su circunstancia y de su pasado anterior. Restituir su profundidad histórica nos permite comprender un discurso construido en el diálogo local y no sólo por principios liberales insuflados desde Europa. Complacerse en la pasiva espera a futuro posterga, en cambio, la evaluación crítica de doscientos años de república; tarea urgente, pues la brecha que separa “la promesa” del presente obliga a declararla más que postergada, incumplida. Rescatar su función primera, mirar a los ojos al pasado tras estos agitados días, nos fuerza a reemplazar (sc. restituir) promesa por responsabilidad y las utopías republicanas por los deberes de la vida peruana

Las primeras bases constitucionales de 1822 insinúan esas dos perspectivas temporales. Por una parte, persiguen efectivamente adelantarse al futuro, apresurándose a construir, sobre una libertad y una independencia enclenques, un nuevo Perú. Éste no parecía viable con otras reglas, pues su existencia dependía todavía del consentimiento de todos para ser independiente, manteniéndose asociados en unidad (lo que se tradujo en reiteradas juras hasta 1825, de las cuales la del 28 de julio es sólo la más famosa). Por otra parte, esa fusión de todas las provincias “en un solo cuerpo” define explícitamente la nación en tanto comunidad de ciudadanos, no el territorio (inasible entonces, incluso para la tinta y el papel), otorgándole un sesgo y una carga social insoslayables. Esta propuesta de pacto político no convoca a la comunidad de la nación por una ficticia homogeneidad localizada en un pasado común. Exige, por el contrario, imaginar la nación transformando el presente inmediato de construcción de la libertad en ese pretérito compartido, es decir, encontrarse a futuro en una memoria con la capacidad cívica de “mantener la unión de los ciudadanos”.3 Esa obligación conmemorativa constituye el complemento narrativo solidario que debe transformar en recuerdo el origen de ese pacto de nación fusionada que la ley fundamental garantiza como un presente permanente. No se buscaba, por tanto, una unión orientada a la expectativa de ninguna promesa a futuro sino, por el contrario, que los principios vigentes de justicia e igualdad fuesen reconocidos como el logro histórico conjunto que justificaba encontrarse para celebrar con regocijo las “fiestas nacionales”. Resulta, pues, paradójico que se siga insistiendo, doscientos años después, en convocarnos a festejar los principios de la vida en común reducidos a una promesa cada vez más magra y lejana, cuando la propia razón del júbilo se disuelve si no es logro.

Era indispensable, en ese momento, borrar toda jerarquía para que el Perú mantuviese un mínimo de unidad respecto de un perfil territorial anterior4 e incluso lo era para Lima si quería mantener alguna esperanza de preservarse como capital. En el Perú, definir la nación por la diversidad territorial arrastra (incluso hoy) una dimensión social compleja y cargada de historia que, en aquel entonces, estaba inextricablemente enlazada con la rebelión de Tupac Amaru. Proclamar de entrada que todas las provincias del Perú, “reunidas”, “forman”, “en un solo cuerpo”, “la Nación Peruana” era proponer explícitamente un cimento republicano capaz de aflojar aquel nudo suicida en que una lucha anticolonial de amplio consenso había terminado transformándose, primero en una guerra social (1780) y, luego, al no resolverse el fin de la violencia en verdadera reconciliación, desde 1809, en una ininterrumpida, y en 1822 todavía no resuelta, guerra civil en torno al orden social y las jerarquías geopolíticas. En esa carnicería liderada por el propio Estado, los habitantes del Perú no habían dejado de autodestruirse, matándose entre sí y a sus vecinos.

La referencia, que las bases constitucionales de 1822 buscaban liquidar por medio de la aserción para fundar una república, es la famosísima pregunta dirigida a los redactores del Mercurio Peruano en 1794: “si conviene que subsista la separación que hoy reyna entre los Indios y las demás clases de habitantes de la América, o si seria más útil a unos y a otros, formar un solo é indistinto cuerpo de Nación”, siendo los fundamentos jurídicos que sustentaban hasta entonces aquellos distingos leyes “de conquista”.5 Los mercuristas, supuestos precursores ideológicos de la emancipación, habían contestado entonces defendiendo el papel de las leyes coloniales como una suerte de loable y necesaria discriminación positiva que protege al más débil. Hay que precisar, para evitar todo anacronismo, que al proseguir en la línea de concebir al “indio” como un ser de condición “miserable”, es decir, como incapaz de gobernar (incluso plenamente a sí mismo),6 se le despojaba en la práctica de capacidad jurídica y de soberanía. Sobre todo, se desterritorializaba las pocas jurisdicciones que se le reconocían, reduciéndolas a un ámbito privativo. En ese sentido, mantener las diferencias por medio de una etiqueta (“indio”), fuertemente solidificada gracias a su valor de categoría jurídica, fiscal y laboral efectiva, era uno de los ejercicios por excelencia de la colonialidad. La exclamación flagrante de la herida abierta por el conflicto armado de hacía quince años se expresa, en la respuesta del Mercurio, no tanto por el rechazo a la invisibilización de la diferencia sociocultural que estaba proponiendo entonces el gobierno colonial,7 como por la defensa criolla, casi fóbica, de pertenecer a una alteridad irreductible puesto que definida en términos naturales y espirituales. La identidad común, principalmente histórico-política, compartida a lo largo de casi un siglo por indios, mestizos y criollos, se había transformado, socialmente, en rechazo visceral: “tenemos por imposible la unión y común sociedad del Indio con el Español por oponerse a ella una grande diferencia en los caracteres y una distancia tan notable en la energía de las almas”.8 No está de más aclarar que no cabe una profética lectura patriota a esta frase pues aquí español, incluye tanto a “españoles americanos” como a peninsulares. En 1822, esa referencia no constituía ningún viejo texto apolillado pues cuatro de los diez redactores de los materiales preconstitucionales tenían un vínculo directo con el Mercurio Peruano.9 Entretanto, la pregunta había mantenido su vigor, aunque renovada y reformulada al tiempo que la experiencia de la violencia rebelde modificaba la percepción de la cultura indígena y se iba dejando atrás su imagen impasible.10

Hoy privilegiamos, dada su artificial omnipresencia en nuestra memoria, la caracterización del movimiento de independencia como puramente criollo; una imagen derivada del discurso bolivariano en su etapa caribeña. Efectivamente, Bolívar en su Carta de Jamaica (1815), contrariado ante el fracaso de la independencia en su región por enfrentamientos sociales que resultaron más fuertes que sus valores de libertad, enunciaba el fundamento de sus derechos para construir una soberanía propia como una legitimidad paradójica, heredera de la expoliación colonial e incompatible con el derecho de los indígenas: “no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del País”.11 Lejos de esa incompatibilidad polarizadora, en el Perú en cambio era y siguió siendo ineludible pasar por el pasado incaico para cualquier reclamo de soberanía. Pero, si la neutralización étnica en el espacio público de los símbolos de poder indígena posterior a 1780 había facilitado una apropiación criolla de esa reserva de soberanía,12 la experiencia de compartir el gobierno en los cabildos constitucionales y las insurrecciones juntistas habían permitido rebarajar nuevamente las cartas y atenuar la historia en beneficio del vínculo social. Así, en 1816, a diferencia de lo planteado por Bolívar, en el Perú, incluso un aristócrata que nunca abandonaría del todo sus inclinaciones monárquicas como José de la Riva-Agüero veía, por el contrario, la participación indígena en los movimientos de protesta, en las juntas y en las montoneras no solo como un despertar político sino además como una alianza indisoluble que invita a repensar los matices de la “crisis de la consciencia criolla” posterior a la Gran Rebelión: “los españoles criollos […] han formado con los indios un solo cuerpo; a que los une un mismo interés, la felicidad común; a la que no hay fuerza humana que pueda resistir”.13 Reclamar la soberanía y mantener articulados en una sola unidad política los distintos espacios de los circuitos económicos sólo era viable sobre ese principio solidario de pacto político y social. Ello no le resta, en ningún caso, lastres ideológicos ni funcionalidades tácticas a la afirmación de Riva-Agüero. Su argumento permite entender la rica y variada participación peruana en las guerras de independencia, el peso gravitacional de las decisiones locales que escapaban a la voluntad de los ejércitos libertadores y la búsqueda de equilibrios sociales e interregionales que las celebraciones patrióticas olvidan. A esa cohesión en la diversidad social estaba particularmente atento el mando de las tropas que confluyeron en el Perú para garantizar la paz de sus países a partir de 1820. Ello porque, aunque pudiesen ayudar a brindar la “libertad”, entendida en términos militares de colapso o desistimiento de la autoridad colonial, les era imposible a sus oficiales conceder la independencia, pues toda independencia depende estrictamente de la autodeterminación. La libertad contribuía, eso sí, a que, sin coacción colonial directa, pudiese expresarse de modo legítimo la opinión hasta alcanzar la “voluntad general de los pueblos”.

El principio de la célebre proclama correspondía al mismo precepto liberal vigente hoy que obliga a resolver todas las diferencias en voz unánime del pueblo gracias a la mayoría que emerge tras el resultado de cada consulta. Los protocolos impuestos por San Martín eran escrupulosamente cuidadosos para que el advenimiento de la libertad culminase en independencia legítima. En Ica, por ejemplo, aunque “ya está jurada la independencia”, había que a volver a empezar, pues la consulta se “circunscribe á la corporación municipal” y la jura se había limitado a “la corta porción del pueblo, que en aquel acto se pudo congregar” porque muchos habían huido de la ciudad. Para no falsear el carácter popular de la “voluntad” que había logrado expresarse, imposible dejar sentado por escrito el nombre que resume a todos: “no se trata en el acta de pueblo”. Solo sería posible emplearlo una vez obtenida la participación de una mayoría socialmente diversa, que no se limitara a corporaciones o estamentos precisos; así “porque como V. E. ordenó que la jura se generalizase en los términos prevenidos, ha sido forzoso dar lugar a que el vecindario se reintegre”. Finalmente, la jura exigía la presencia de Arenales, como máxima autoridad militar garante, para refrendar el juramento y levantar una nueva acta.14 Todo este cuidado fue desplegado para legitimar un cambio radical pero difícil de objetivar. Aunque la tradición de la jura había servido hasta aquí para aceptar a cada nuevo rey o la Constitución de Cádiz, estos procesos no fijan ni gobernante, ni forma de gobierno, ni la configuración geopolítica, ni ninguna autoridad; consultas y juramentos culminan en la obligación de asumir la defensa y el respeto unánimes a la soberanía correspondiente a cada lugar especifico y depositada en cada “pueblo”. Ese compromiso, con sus formas y rituales, se aproxima a una conversión política y a un credo laico.

Nada obligaba a un pueblo o ciudad a mantenerse ligado a otro, como tampoco a pronunciarse fuera de su estricta jurisdicción. El paso de la libertad a la independencia (asumir la soberanía) pone pues en riesgo cualquier unidad, más aún cuando ninguno de esos dos logros se debía a Lima, centro de poder anterior. Ello obligaba a privilegiar principios de negociación más horizontal para evitar que el Perú estallase en pedazos. El ejército libertador parece haberlo gestionado progresivamente, disimulando las posibles contradicciones, cuando fue pasando en las proclamas de la mención del lugar específico que se independizaba (Trujillo, por ejemplo) a superponerlo o incluso confundirlo con un pedido de adhesión de la voluntad popular de cada espacio al ámbito de un Perú en singular (que se intenta federar en torno a la bandera, el escudo y el himno), eludiendo abiertamente precisar la restricción del ámbito jurisdiccional de cada independencia: el caso de lo que el propio San Martín llama “Lima jura su independencia” pero que anuncia en su proclama como “el Perú es libre e independiente” es el más flagrante. Eso produce hoy un insólito efecto calidoscópico entre muchas independencias puntuales y una independencia del Perú imposible de fijar históricamente en un único día que, sin embargo, varios espacios y momentos se disputan.

La ausencia de una garantía jurídica de unidad, la indefinición de la forma de gobierno y la prosecución de la guerra por la libertad y la soberanía explican que la comisión que redactaba la primera constitución considerase que la independencia era un principio aún más fundamental que ésta, sin el cual la carta misma no podría existir. Antes de la constitución se situaba lo que, gracias a los esfuerzos desplegados, se había instituido en el “dogma de la independencia”. Inútil explicitarlo; en la constitución no sería “ya necesario hablar del dogma de la independencia” pues habían “conocido su necesidad todas las gentes” como condición de existencia del “Perú libre”. El equilibrio a que obliga ese principio lleva, en las propuestas preliminares de constitución, a enturbiar la estructura colonial y plantear el paso de una unidad por tutela de espacios diversos a una absoluta solidaridad de las partes en nombre del bien común. Efectivamente, los redactores descartan toda asimetría y niegan la capitalidad de Lima, colocando no en la ciudad sino en el mando atribuido a la persona del virrey el punto de unión colonial. Ello permite imaginar el Perú como un cuerpo, pero no en el sentido orgánico o antropomorfo (que era el modo de introducir diferencias funcionales al interior de la sociedad, de definir estamentos y jerarquías geopolíticas) sino topológico, resultado de una materia homogénea fusionada sin preeminencias. Desparecido el virrey, debían quedar las provincias cristalizadas, “formando así reunidas un solo cuerpo, y en él, una fuerza irresistible a la agresión de cualquiera que intente sojuzgarlas, dividiéndolas”. Esa espacialización de la nación, omnipresente hasta en la constitución de 1823, permite establecer un pacto de soberanía contra la lógica colonial de jurisdicciones definidas por la calidad de los individuos, así como por fueros, corporaciones, administraciones privativas y por la separación entre repúblicas y comunidades.

A diferencia de esta necesidad interna de definir en términos territoriales una cohesión social, no debe extrañarnos que, al definir la ciudadanía, los héroes libertadores consagrados por la memoria oficial como quienes concedieron la independencia hayan razonado prioritariamente, en cambio, en términos individuales y no regionales. San Martín, que se mostró siempre sensible a respetar una representatividad de la pluralidad social antes de pronunciar la “voluntad general de los pueblos”, proyectaba la igualdad de esa diversidad disolviendo las viejas categorías que diferenciaban a la población. Éstas eran, para él, un freno de antiguo régimen al principio liberal de igualdad ante la ley que lo llevó a abolir, junto con las cargas fiscales y laborales que les eran inherentes, los nombres de “indios o naturales” y toda otra designación colonial, remplazándolas por el nombre único de “peruanos” para designar por igual a todos los ciudadanos.15 Bolívar, en cambio, contestaba a la protesta de los cabildos de zonas rurales que, en 1825, le reclamaban que el Estado asumiese efectivamente el principio de igualdad, traduciendo ese precepto a un vocabulario elocuente: reconocía que la constitución de 1823 había “hecho de todos los hombres libres de la nación una sola masa en todo igual ante la Ley”. “Los indígenas”, en retribución, por gozar de esa igualdad de derechos, “quedan obligados a todas las cargas que las leyes le[s] señale[n], […] todas las veces que el servicio exija, sea el que fuese”. Así, Bolívar, sirviéndose del nombre de todos, abría la puerta al eufemismo para encubrir cargas específicas so color de la igualdad, pues el decreto de respuesta al reclamo advierte que no cumplir con el pago de una contribución exigida por el Estado sería introducir un privilegio (discriminación positiva) por culpa del cual “subsistiría aun la distinción de castas que la Constitución ha anulado”.16 Esta respuesta, que antecede de pocos meses a la restauración del tributo indígena en 1826, constituye la versión laica de la justificación que había servido en el siglo XVI para consolidar ese tributo e instaurar la mita como una leve contraparte debida al monarca frente a la perspectiva de beneficio de salvación eterna de las almas abierta por la conversión: un don universal ofrecido por la divinidad a la humanidad se volvió deuda colonial. El Estado republicano, con esa transposición, pervirtió los principios de igualdad, haciendo pagar a los indígenas un precio más alto por los derechos universales de la modernidad política, como deuda por una redención cívica. Al absorber el principio de diferenciación fiscal, el Estado perpetuó la categoría que proclamaba abolir e impuso un giro hacia una república que, sin dejar de ser totalmente liberal, decidía asentar sus bases en una colonialidad interna. Ese vuelco se hizo posible porque, tras la victoria de Ayacucho, cerrada la independencia, disminuido el riesgo de dispersión de la soberanía, ya no era indispensable mantener neutralizadas las jerarquías, tanto más cuanto que el centralismo autoritario era el credo de Bolívar. La nueva constitución redactada por nuestro segundo libertador clausuró definitivamente el breve horizonte de una visión geopolítica de la nación que pasó a ser definida como “la reunión de todos los peruanos”. No hubo vuelta atrás sobre este punto.

Pero la redención fiscal, lejos de ponerles un término, agravó las desigualdades perpetuadas desde el Estado, pues la abolición tardía de la “contribución indígena” republicana en 1895 fue compensada por una proporcional destitución ciudadana encubierta por otro nuevo eufemismo. Al año siguiente, la nueva ley electoral despojó a los analfabetos de derecho a voto, vulnerando una vez más la igualdad ante la ley en particular perjuicio de las poblaciones rurales dada su fuerte desventaja en el acceso a la educación pública. La ruda vida peruana no podía consolarse con ninguna promesa: de las efímeras bases sembradas por los fundadores de la república sólo quedaba incumplimiento y olvido. Conocer y aceptar nuestro pasado debería contribuir a construir un presente digno.


Crédito de la imagen: Constitución Política de la República Peruana jurada en Lima el 20 de noviembre de 1823. Lima: Imprenta del Estado, 1825 (detalle). Biblioteca Digital del Instituto Riva-Agüero. Folletos Antiguos s. XIX.

Notas

  1. La suprema Junta Gubernativa del Perú comisionada por el soberano Congreso Constituyente: Por cuanto el mismo ha decretado […]. Lima, sin pie de imprenta, 1822. Proyecto de Constitución. Lima: Masías, 1823: 3.
  2. Bases de la Constitución política de la República Peruana. Lima: Imprenta del Gobierno, 1822: [1]. Constitución política de la Republica peruana jurada en Lima el 20 de noviembre de 1823. Lima, s/i, 1823: 3-4.
  3. El punto XXIII indica a este propósito que “Para mantener la unión de los ciudadanos, avivar el amor á la Patria, y en memoria de los mas célebres sucesos de nuestra emancipación del dominio español, se establecerán fiestas nacionales en los días y modo que designe el Congreso” (Bases 1822: s/n).
  4. Ese perfil territorial, la primera constitución lo definirá como el Perú y el Alto Perú, una suerte de proyección de los territorios todavía no completamente libres de la presencia colonial.
  5. «Carta remitida a la Sociedad en la que se tocan puntos de mucha importancia, y la publica con sus respectivas notas», Mercurio Peruano X/ns. 344-346 (257-258 para la cita). Firmado D F. D. P. D. L. M. L., iniciales leídas por algunos como Francisco de Paula de la Mata Linares (hermano de Benito, juez que presidió el juicio contra Tupac Amaru y principales rebeldes, además de responsable de las sentencias respectivas).
  6. Véanse Paulino Castañeda, “La condición miserable del indio y sus privilegios”. Anuario de Estudios Americanos XXVIII, 1971, p. 245-335 o, más recientemente, Gabriela Ramos, «El rastro de la discriminación. Litigios y probanzas de caciques en el Perú colonial temprano». En Fronteras de la Historia 21.1, 2016: 66-90.
  7. Ver J. C. Estenssoro, ”Modernismo, estética, música y fiesta: élites y cambio de actitud frente a la cultura popular, Perú 1750-1850“ en H. Urbano Comp. Tradición y modernidad en los Andes. Cuzco, Bartolomé de las Casas, 1992.
  8. Idem: 262, nota 6.
  9. Toribio Rodríguez de Mendoza, Hipólito Unanue, Carlos Pedemonte y Justo Figuerola aparecen como autores, suscriptores o mencionados en las páginas de la publicación.  J. P. Clement, Índices del Mercurio peruano, 1790-1795. Lima, Biblioteca Nacional, 1979.
  10. Estenssoro, Juan Carlos, “La plebe ilustrada: el pueblo en las fronteras de la razón”. En Walker, Charles (comp.). Entre la retórica y la insurgencia: las ideas y los movimientos sociales en los Andes, siglo XVIII. Cuzco, Bartolomé de las Casas, 1996.
  11. Simón Bolívar, “Carta de Jamaica” (1815) en Doctrina del libertador. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985: p. 62.
  12. Ver Estenssoro 1992 y 1996 citado en las notas anteriores.
  13. José de la Riva-Agüero, Manifestación histórica y política de la revolución de la América. Buenos Aires, Imprenta de los Expósitos, 1818 [1816]. Revisando con ocasión de la redacción de estas páginas a Alberto Flores Galindo nos ha resultado extraño que, citando este mismo pasaje, señale que el término criollo no existía o que resulta prácticamente inubicable en la documentación de inicios del XIX y que el propio Riva-Agüero lo consideraba un insulto (Alberto Flores Galindo, “Los rostros de la plebe”, Revista Andina, vol. 2, Cuzco, 1983, pp. 337-338).
  14. Carta de Juan José de Sala a José de San Martín (Ica, 20-X-1820), en Comisión Nacional del Centenario Ed., Documentos del archivo de San Martín t. VII. Buenos Aires: Imprenta de Coni Hermanos, 1910: 241-242.
  15. Decretos del 27 y 28-VIII-1821, reproducidos en Puente Candamo, José́ Agustín de la (Ed.), Obra gubernativa Y epistolario de San Martín. Lima: Comisión nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú́, 1974, T.I, p. 350.
  16. Decreto supremo del 23-IV-1825 en respuesta a un memorial de los cabildos de Ica. Reproducido en Casa-Vilca Curaca, Alberto. Los cabildos de Ica, primeros en la emancipación peruana. Ica, Museo y archivo histórico Casa-Vilca, 1956: p. 20. Sobre la vigencia del tributo indígena a lo largo del siglo XIX véanse los trabajos de Carlos Contreras, entre otros, «Estado republicano y tributo indígena en la sierra central en la post-Independencia.» Histórica XIII/1 (1989): 9-44.

27.07.2021


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