La derrota feliz: la independencia entre identidades conservadoras y desaciertos críticos I

Juan Carlos Estenssoro

Un enigma histórico a cuenta de un ilustre malentendido

Las reflexiones más acuciosas, procedentes de la reciente transformación del gobierno de Juan Velasco Alvarado en objeto histórico, atribuyen un carácter enigmático a la alianza entre un régimen autoproclamado revolucionario y la historiografía conservadora.1 Digo de arranque alianza y no coincidencia para ir desenmarañando la madeja, pues el enigma reposaría en la inconsistencia entre el discurso del mandatario, crítico de la independencia histórica, y una escuela conservadora, aparentemente miope o voluntariamente ciega, incensando con fervor nacionalista una larga participación de los peruanos como precursores de la ruptura colonial. En esta primera entrega veremos los vínculos del ejército con la noción de independencia concedida y en la siguiente resolveremos el enigma explicando como aceptaron la idea de una independencia conseguida.2

El primer obstáculo a la comprensión de este fenómeno se encuentra en haber heredado, y seguir aceptando, la etiqueta fácil de concedida, consagrada por el celebérrimo artículo de Karen Spalding y Heraclio Bonilla, “La Independencia en el Perú: las palabras y los hechos”, publicado en enero de 1972 con el propósito fundamental de ofrecer una buena purga a la opinión pública, para curarla a tiempo de una previsible resaca cuando apenas despertaba tras la “borrachera nacionalista”3 o la intoxicación por “contaminación ambiental”4 (según los gustos) del año del sesquicentenario. La fuerza de ese texto reposa en su manejo eficaz del oxímoron que le sirve para desenmascarar el conservadurismo de quien se dice revolucionario y, de modo más general, para denunciar “las palabras” oficiales como falsa conciencia ideológica, palabras que, al ser antónimos de “los hechos”,5 impiden el acceso a la realidad histórica. Enfatizo el carácter retórico de esa binarización crítica pues un somero análisis de la historiografía peruana, e incluso una mirada superficial al sentido común nacional, hubiese debido bastar para comprobar que la narrativa peruana sobre la independencia no es nacionalista en el sentido tradicional del término, sino todo lo contrario. Spalding y Bonilla, apremiados por su objetivo persuasivo, no se percataron de que, al menos desde la década de 1850, la versión oficial de la independencia, la más “conservadora” (en términos académicos), como también la más difundida y popular, es la que le atribuye el carácter de independencia concedida. La prueba más flagrante: celebramos arbitrariamente el 28 de julio de 1821 como acto fundador y a José de San Martín como su Deus ex machina en el sentido más literal y absoluto de la expresión. La versión “conservadora” y oficial de nuestra independencia como concedida, no era, al contrario de la que se promueve a partir de 1968, tradicionalmente nacionalista porque no era endógena: no la habían realizado los peruanos. 

Una segunda clave para esclarecer el enigma pasa por saber que esa era la versión oficial del ejército peruano, lo que obliga a sopesar, como me propongo aquí, el papel de la institución castrense en la producción del discurso histórico, sus inercias, sus personalidades individuales, sus redes y alianzas específicas, tanto políticas como académicas. Al no tener en cuenta esa tradición, Bonilla y Spalding construyeron artificialmente una unidad ideológica para situarla a su derecha y definirse así, políticamente, en el campo adverso. Sin embargo, aunque asumiesen una escala de mira global que escapaba a la sola esfera ibérica transatlántica y sus herramientas fuesen de muy diferente calibre, coincidían plenamente y ratificaban en su ensayo, haciéndolo valer como verdad histórica, el núcleo principal de la versión militar de una independencia venida de fuera y dependiente de ejércitos foráneos.

La polarización entre las corrientes historiográficas se puede resumir en la oposición voluntad/logro. Las que acentúan el carácter endógeno (como los nacionalistas clásicos) ven en la independencia una expresión de la voluntad o, ad minima, una consciencia de sí; todos confían en la preexistencia de la nación o de una fuerza identitaria. Los que defienden una causa venida de fuera la definen como un logro, lo que les permite aislarla, estrecharla precisando su contorno, eventualmente neutralizarla o reducirla a la impotencia. Efectivamente, ninguna de sus tres variantes políticas otorga un peso a la nación en el proceso. Quienes creen en la fuerza de la espada extranjera como bisturí moderno y no identitario proponen al Estado como el modelador de una Nación por definir. De los que creen que la identidad fundamental es anterior y trascendente, la versión ultramontana, aunque admita que la república es una realidad histórica que modifica las reglas políticas de modo eventualmente irreversible, niegan a la independencia su capacidad de alterar una nación definitivamente colonial. Las versiones radicales, ya sean marxistas, indigenistas ultra identitarias o decoloniales, le niegan, por extranjera, su propio carácter de independencia.

La Independencia como logro e historias militares: del centenario a Odría

Si respetamos los enfoques preponderantes hace un siglo, la independencia era un “acontecimiento”, en el sentido de acto cuya excepcionalidad reposa en su eficacia irreversible. El ser logro le otorga un peso definitivo, de verdad transcendente que lo distingue de la banalidad de cualquier otro hecho repetible o recurrente en el flujo continuo de la historia. Gracias a esa pretensión, separa el tiempo y lo parte, pasando a ser el corte mismo que instituye una nueva era. En manos militares y extranjeras, la independencia peruana, para poder perfeccionarse, se descomponía en dos logros solidariamente complementarios, debidos ambos al protagonismo militar individualizado en sus dirigencias: el 28 de julio como nacimiento político y Ayacucho como expiración de la autoridad colonial. El 28 de julio fue preferido tanto por la ausencia de sangre derramada6 como por la necesidad de una anterioridad cronológica, pero también por su capacidad de simbolizar el origen del nuevo Estado, afirmando de paso el poder geopolítico centralizador de la capital.

Un resultado de impecable limpieza que desterraba toda sombra: la Independencia no era una revolución (en el sentido de un movimiento social violento de composición popular);7 la independencia tampoco era expresión de la Nación, menos aún de su voluntad. Así la quisieron y modelaron los liberales del XIX peruano gracias a Mariano Felipe Paz Soldán a partir de 1868,8 una narrativa que el ejército mantuvo complacido, instituyéndose, en tanto brazo armado imparcial (sin identidad étnica discernible ni alegable, gracias a aquellos héroes foráneos), en el custodio y garante de la independencia. 

A partir de 1918, el ejército se fue dotando de personal, recursos y, finalmente, instituciones a fin de asumir esa defensa y proyectarla en la memoria de la sociedad civil. Conforme lo lograba, en el medio siglo siguiente se esforzó por redibujar el campo historiográfico nacional, buscando recentrarlo en torno al espacio de una ‘historia pública’ de temática independentista, al tiempo que redefinía y ampliaba, aprovechando al máximo cada una de sus incursiones en el poder ejecutivo, sus propias funciones por esas nuevas armas de acción.  Ese proyecto se sintetizó con la adopción y resignificación del lema heráldico del Inca Garcilaso, “con la pluma y con la espada”, como mote de su Centro de Estudios Histórico-Militares, fundado en 1944.

 Para calibrar la completa absorción de la tradición de la independencia concedida en el discurso de la historia militar escrita por militares, basta hojear las monografías que abren el voluminoso número extraordinario del Memorial del Ejército de 1921. Destacan dos ingredientes nacionalistas. El primero, perfectamente en la línea de la historia militar fijada por Paz-Soldán, evacúa la comunidad nacional y neutraliza el contrato social peruano, para privilegiar el espacio geográfico y su aura subcontinental. El Perú se presenta como el escenario trascendente que, a semejanza de una sala de ópera, era tanto más grandioso y cosmopolita cuanto que había atraído a los más egregios divos a que actuasen en él. Así, “sólo el Perú tiene esa gloria. Sólo él recibió el hálito vivificador de los dos superhombres, cada uno de los cuales juzgó complemento obligado de su obra la liberación de esta tierra legendaria”.9 La independencia era un acontecimiento aún más trascendente, “efemérides máxima del Perú es la fecha clásica de Hispano América”.10 Se trata de un nacionalismo inusual y excentrado, que se complace en una definición de sí dada por otros.

En un lugar liminar, mucho más visible y preeminente aún, otro ingrediente identitario se aparta en cambio radicalmente de su modelo liberal, que anatemizaba la colonia como una edad oscura y deleznable. Estos militares no dudaban en insuflar a sus narrativas otro matiz nacionalista. El tinte político vira de liberal a conservador e incluso a reaccionario cuando ese espacio visto de fuera crece aún más en orgullo y se precisa en el tiempo, en otro tiempo, y en beneficio de otra unidad política, aquella que la independencia clausura y debería volver caduca. Tanto el decano del grupo, el coronel Manuel C. Bonilla (1873-1954), voz cantante de la versión oficial castrense, autor de una voluminosa y hoy olvidada Epopeya de la libertad11 y dos décadas más tarde fundador del Centro de Estudios Histórico-Militares, como sus discípulos, entre ellos el entonces mayor Felipe de la Barra (1888-1978), futuro director del Centro y de la Colección documental del sesquicentenario, siguen el mismo esquema. Su materia empieza solo en 1820, con la llegada de San Martín y todos consideran indispensable complacerse del carácter tardío de la independencia. La lección principal que quieren transmitir es que esa independencia tardía es prueba del poderío militar y de la grandeza del Perú, y de su relación privilegiada y afectiva con una España imperial y guerrera: “el florón más preciado de la corona de Carlos V y Felipe II, convertido en virreynato (sic) predilecto, era el baluarte de la dominación colonial de la Madre Patria en Sud América” siendo “preciso arrebatar a España este depósito de insuperables energías” que constituía el Perú.12

Sería irresponsable seguir de largo ante los mecanismos de una herramienta de tan terrible eficacia. Un gesto paradójico y oblicuo, un verdadero boomerang que retorna con efecto retroactivo y disyuntivo, negando al tiempo histórico la capacidad proteica que las comunidades le otorgan en su memoria: la de transformarlos y redefinirlos. Retroactivo: la independencia no define el carácter del Perú independiente sino el de un tiempo anterior. Disyuntivo: la representación del Perú moderno se construye por las figuras y convenciones de lenguaje de otro paradigma –el colonial– y no el suyo propio y contemporáneo –es decir los valores republicanos–. Como resultado, la Independencia no es fundante de un carácter nacional ni de reglas como la igualdad ante la ley, sino todo lo contrario: es el corolario, la confirmación y la perpetuación de un orgullo colonial ofrecido como principio identitario nacionalista. La identidad libre o republicana no se define en una modernidad, un futuro, una promesa o una utopía, ni siquiera en una nostalgia, sino en un pasado previo (no libre, premoderno).

Así, la independencia no refuerza una imagen colonial sino un orgullo virreinal. Ello es posible gracias a la permanencia del nombre Perú y a su manipulación abusiva que vuelve imposible distinguir tres entidades políticas perfectamente distintas y que es indispensable distinguir: el Perú colonial (que fenece en 1824), el Perú Independiente (que nace en 1820) y la República del Perú (que emerge recién en diciembre de 1822). El amalgama constituye una verdadera trampa en la que caen incluso respetabilísimos historiadores, perpetuando así esta trampa ideológica y la eficacia instrumental de ese tejido de paradojas. Desde 1868 hasta hoy, prácticamente nadie quiere hacer el esfuerzo, ni imponerse el rigor de discriminarlos; Jorge Basadre fue la más honrosa y rara excepción. 

Las raíces de esta fórmula –en la que algunos pueden no reparar por parecerles banal– se encuentran en la definición que Bartolomé Herrera proponía del Perú como nacido y marcado irrenunciablemente en su carácter por la Conquista que sólo podía ser una derrota feliz. Esa idea se incorpora como una constante a la historia que producirán los militares. En primer lugar, dentro de la propia institución. El historiador más influyente en la formación de los cuadros del ejército desde hace casi un siglo, Carlos Dellepiane (1893-1946), director de la sección de historia del Estado Mayor desde 1926, en un texto reeditado sin interrupción e incluido desde 1931 hasta hoy de manera continua como lectura indispensable, hace debutar la Historia militar del Perú13 con el desembarco de San Martín tras caracterizar el proceso colonial como “el mejoramiento moral y material de la especie”, como “la mayor gloria que haya cabido a pueblo alguno” (aunque admita los abusos del sistema).14

La proyección social masiva de la fórmula alcanzó, por su parte, un impacto inusitado por intervención militar. Desde 1948, Manuel Odría hará suyo el plan de difusión de una narración histórica escolar única y obligatoria. Su proyecto educativo ponía énfasis en una sola disciplina. Respecto de los “textos de enseñanza y material pedagógico” su decreto de plan educativo establecía como objetivo “editar el texto oficial de Historia del Perú, con el fin de: a) dar una versión verídica y hacer una fiel narración de los hechos de nuestra historia; b) ser fuente de inspiración cívica y patriótica y de valor formativo nacionalista de la personalidad del educando; c) mantener encendida la fe de los destinos superiores del Perú”.15 Ese texto oficial se había definido ya en 1948 por un concurso que había ganado quien estaba perfectamente embebido de los requerimientos de la institución castrense y que, de simple profesor (1944), había pasado a ser “jefe de cursos de Historia del Perú” en el Colegio Militar Leoncio Prado: Gustavo Pons Muzzo (1916-2008).16  De las prensas de ese centro educativo saldrá el manual que mantendrá cautiva, con monopolio absoluto, durante diecisiete años (es decir, hasta la celebración misma del sesquicentenario), la definición de independencia en la educación secundaria. Basta destacar de él algunos puntos. El título del curso de tercer año enmarca claramente el tiempo conceptual en que los peruanos deben pensar su independencia como parte del “Período de influencia hispánica”.17 Esa misma carátula, en todas las ediciones hasta 1969, resume gráficamente el contenido interior: sobre el mapa de Sudamérica San Martín y Bolívar confluyen con sus ejércitos en Lima y Ayacucho. Ese Perú es definido desde el prólogo como “la colonia más poderosa de España en América” convertida en “campo final de batalla”.18 El libro trata de la Independencia, pero el título llama a su objeto Emancipación.

Si nos mantenemos en este nivel general de análisis, el contraste entre este discurso oficial y el de Bonilla y Spalding no se encuentra en la percepción de las “realidades” históricas, sino en su valoración moral. Pero que nadie se engañe distinguiendo entre una narrativa apologética y otra crítica; sería prueba de haber mordido el eficaz anzuelo conservador. Ambas son críticas a su modo (casi incluso a pesar de sí) del proceso de independencia, y ambas proclaman la permanencia estructural de las bases coloniales, aunque los autores oficiales más extremos puedan redundar en hacer apología de esos fundamentos.

Los textos militares del centenario, historiográficos o incluso más centralmente histórico-patriótico-literarios, dejan entrever también cómo esos discursos deseaban fijar el triángulo nación-Estado-ejército. A fuerza de sembrar paradojas necesarias a su proyecto fueron instrumentalizando el sustrato liberal de la independencia como logro militar extranjero que, al adoptar una perspectiva concedida, terminaba por limitar cualquier intento por definir la Nación confirmando una esencia unitaria previa. No en vano adoptaban sin embargo para la historia de su propia institución la estrategia liberal de un ejército nacido junto con el estado. La historia del ejército peruano de Dellepiane comenzaba pues, cuando este nacía, con el ingreso al Perú de la expedición libertadora. Eso impedía que el ejército se definiese por un rasgo étnico o cultural único que lo hundiría en la contradicción irresoluble de ser vector de una guerra civil.19 La segunda derrota feliz –la independencia– debía ser una derrota doblemente feliz para quienes habían absorbido los reveses de la primera –la conquista–. La definición de la nación peruana no podía ser étnica pero tampoco podía ser unitaria pues (nueva paradoja) cada derrota fundadora, la definía a contrario de la base ancestral o anterior. Había que replegarse sobre principios biológicos y racializados, pero que podían partir la nación en dos. 

Riva-Agüero, quien se autodefinía diciendo “mucho más que conservador […] he sido y soy reaccionario”,20 tenía una solución biológico-cultural a partir del mestizaje para resolver la paradoja de la conquista. El discurso militar del centenario, en cambio, no proponía para el ejército la misma cultura común que definiría a la Nación sino una coincidencia de carácter que concilia las dos derrotas como coadyuvantes a definir la misión de la institución militar. Si no había una nación, se integraban en el ejército dos estirpes de aguerridos conquistadores derrotados, vencidos, pero que nunca se habían rendido. El teniente coronel Juan Miguel Pérez Manzanares (ca. 1878-1947) –poeta que luego ensalzó en 1938 con pompa marcial en las páginas de El Comercio a Francisco Franco21 y padre de un adolescente llamado Ricardo Pérez Godoy, futuro militar golpista– pedía reivindicar el carácter concedido de la independencia peruana. La presencia de ese ejército extranjero era prueba de “vitalidad y grandeza” nacionales puesto que el único modo que tenían los demás países sudamericanos para consolidar sus independencias era unir todas las fuerzas del continente para luchar contra un Perú constituido por dos grupos irremediablemente heterogéneos y biológicamente diferenciados, –indios e hispanocriollos–, quienes “por el atavismo dominador y guerrero de sus razas, se habían convertido en el supremo árbitro de los destinos sud americanos”.22 Esta derrota feliz no saldaba la identidad nacional sino una comunidad imaginada americana. Esa violencia se resolvía internamente de otro modo. Así como el estado se abrogaba el monopolio de la violencia, el ejército se veía entonces como una institución capaz de domar y encauzar esa energía guerrera irrenunciable. Aunque étnica y culturalmente heterogénea, como la imagen que el propio Leguía implementaba en la escena de la nación oficial, el ejército podía así, con la idea de la independencia como derrota, darle carácter a ese ejército del Estado que nacía solo con la independencia. Si los españoles y criollos veían ahí su primera derrota en siglos, los doblemente vencidos indios figuraban en un poema de corte incaista que cerraba el Memorial del ejército como los ancestros lejanos, aunque atávicos por su sangre, de un ejército nacional cuya historia cumplía su primer siglo uniendo finalmente por la propia institución castrense transformada en raza: “El Ejército es raza/ que no tiene en su seno innovadores/ es la raza del pueblo indivisible,/ tal vez vencida pero no rendible”.23

Esta dimensión, con la que se ha modelado y construido el momento fundador de nuestra modernidad política y, por tanto, de nuestras prácticas republicanas, ha sido subestimado ampliamente. Resulta en tal sentido sintomático que un análisis tan agudo como fue en su momento el de Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart24 no hubiese abordado siquiera el discurso oficial sobre la independencia como pertinente para entender la imagen de la nación que se proyectaba desde los textos escolares. La “idea crítica” de la propia independencia y su menosprecio por su carácter de concedida e infecunda la compartían probablemente tanto historiadores establecidos como Bonilla y Spalding como los niños y jóvenes encuestados en El Perú desde la escuela. Posiblemente los autores habían absorbido la lección ultramontana al punto de considerar, como lo hacen todos estos textos, que la independencia no imponía ningún carácter al Perú, que no tenía ninguna ligazón con el presente y que era una narrativa que se reducía a un puro patriotismo. Todo ello explica por qué la promesa de la vida republicana propuesta por Basadre como un mensaje fundador de unión de los peruanos nunca ha sido transformada en un verdadero discurso cívico-histórico pedagógico eficaz: porque una educación cívica no puede ser una promesa; debe ser una sólida base constitutiva del pacto social que otorga derechos que todos pueden exigir.


Crédito de la imagen: «Pampa de la Quinua: el sitio donde se libró la Batalla de Ayacucho y se selló para siempre la Independencia del Perú | FOTOS«. El Comercio. 27 de septiembre de 2021. Artículo dedicado al homenaje por la celebración del sesquicentenario de la batalla de Ayacucho. Archivo El Comercio.

Notas

  1. Destaca el agudo análisis de Carlos Aguirre, «¿La segunda liberación? El nacionalismo militar y la conmemoración del sesquicentenario de la independencia peruana» en Carlos Aguirre y Paulo Drinot, eds., La revolución peculiar. Repensando el Gobierno Militar de Velasco (Lima, IEP, 2022). Las efemérides, sin embargo, se vienen convirtiendo en el principal motor de nuestra historiografía reciente. Reconozcámosles su virtud de facilitar o incluso suscitar la apertura de un diálogo público (difícil de construir para otras problemáticas o tiempos no propicios a la celebración) pero digamos también que son oportunidades muy fáciles de desperdiciar.
  2. Carlos Contreras y Luis Miguel Glave, La independencia del Perú. ¿Concedida, conseguida, concebida? (Lima: IEP y PUCP, 2015).
  3. La expresión es del propio Bonilla. Véase de Daniel Morán, “Borrachera nacionalista y diálogo de sordos. Heraclio Bonilla y la historia de la polémica sobre la independencia peruana»
  4. La expresión es de Pablo Macera en su reseña al libro editado por Bonilla y Spalding publicada orignalmente en Textual. Revista de Artes y Letras 4 (junio 1972): 78-79. Ha sido reproducida en línea en la página Reserva Critica.
  5. En Heraclio Bonilla et. al., La Independencia en el Perú (Lima: IEP, 1972): 15-64.
  6. Ver Cecilia Méndez, “Violencia en ‘clave étnica’, o la sombra de Túpac Amaru en las narrativas historiográficas de la independencia del Perú”, en Las independencias antes de la independencia: miradas alternativas desde los pueblos (Lima: IEP-IFEA, 2022).
  7. Podía entenderse, sí, y usarse el término, en el sentido de la apertura a la esfera liberal y la adopción de un sistema representativo.
  8. Mariano Felipe Paz-Soldán, Historia del Perú independiente (Lima y Le Havre: A. Lemale ainé, 1868-74).
  9. Juan Miguel Pérez, “La expedición libertadora del Perú. Resumen de sus principales operaciones de 1820 y 1821”, Memorial del Ejército. Primer Centenario. Número extraordinario. Lima, julio 1921.p. 116 para la cita.
  10. Manuel C. Bonilla, “Proclamación y Juramento de la Independencia”, en Memorial del Ejército. Primer Centenario, número extraordinario (julio 1921): 125-130 (p. 125 para la cita).
  11. Manuel C. Bonilla, Epopeya de la libertad, 1820-1824, reminiscencias históricas de la independencia del Perú, 2 vols. (Lima: Imprenta americana, 1921).
  12. Pérez, “La expedición libertadora del Perú”, 116.
  13. Su Historia militar del Perú, con ediciones sucesivas de miles de ejemplares (hemos podido ubicar por lo menos las siguientes ediciones: 1931, 1936, 1941, 1943, 1965 y 1977) sigue apareciendo entre las Lecturas profesionales del oficial del ejército del Perú (Lima: Centro de Estudios Estratégicos del Ejército del Perú, 2021, p. 13, dentro de la sección “Biblioteca militar del oficial”, como primera lectura peruana, luego de Tucídides, Chandler y Churchill.
  14. Dellepiane, Historia militar del Perú, I: 41.
  15. Ministerio de Educación Pública, Plan de educación nacional: aprobado por decreto supremo del 13 de enero de 1950 (Lima, 1950), 113.
  16. Documenta. Revista de la Sociedad Peruana de Historia I/1 (Lima, 1948): 580.
  17. Gustavo Pons Muzzo, Historia del Perú. Período de influencia hispánica. Época de la Emancipación. Para Tercer año de Educación Secundaria. Texto Oficial (Lima, 1951).
  18. Pons Muzzo, Historia del Perú, 1951: V.
  19. Para un mecanismo análogo véase el análisis de la iconografía del escudo nacional por Natalia Majluf, “Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana. Perú, 1820-1825”, en Ramón Mujica, ed., Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana (Lima: Banco de Crédito del Perú, 2006): 238.
  20. Son palabras de José de la Riva-Agüero en una carta dirigida a Luis Alberto Sánchez. Los subrayados provienen del original, transcribimos a partir del facsímil incluido en Luis Alberto Sánchez, “Cómo conocí a Riva Agüero.» en Nueva Crónica (Lima, 1963).
  21. Publicado originalmente el 17 de julio de 1938 en El Comercio, fue reproducido y convertido en motivo de escarnio por Francisco Aguilera en un “Comentario” publicado en Repertorio Americano, XXXVI, XX/860, 53.
  22. Pérez, “La expedición libertadora del Perú”.
  23. Teniente coronel José Corvacho, “El ejército” en Memorial del ejército (1921): 402.
  24. Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart, El Perú desde la escuela (Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1989).

30.07.2022

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