Lima, 28 de julio de 1821: proclamación de la Independencia del Perú. La imbricación de una fecha específica con los complejos procesos históricos que envolvieron a las independencias americanas ha moldeado una cierta memoria del Perú en el paisaje hispanoamericano que los peruanos han absorbido. El imaginario peruano se mantiene impregnado, zarandeado incluso, por las narrativas épicas de nacimiento de las otras repúblicas, dominadas, cada una, por sus propias voluntades de construcción nacional. En una visión simplista, el Perú, o bien es identificado, dada la necesidad inevitable de antagonismo que debe dar nacimiento a una nación, como el enemigo bastión del poder colonial que hubo que vencer para ganar la libertad, o bien, si se privilegia una mirada más empática, como un sujeto tan indolente como impotente que los nacientes países hermanos lograron sacudir hasta permitirle alcanzar su libertad. La alternativa más amable —que los peruanos han aceptado y se difunde desde el Estado— es problemática, pues los despoja de voluntad propia. Sin expresión de esa voluntad, sin la ficción siquiera de una voz unánime, es imposible constituir una soberanía legítima en el sentido moderno.
Amputada de la narración la voluntad de sus habitantes, aunque se le reconozca una posición estratégica decisiva, el Perú queda reducido a una dimensión puramente espacial donde se ubican dos hitos: en Lima se declaró la independencia del Perú (indispensable para otros); en Ayacucho se selló la independencia definitiva de toda la América del Sur. Como los demás mitos fundadores del Perú (el de la conquista es otro de los principales1), la memoria de la independencia está cargada de paradojas espaciales de descentramiento. Se superponen así dos efectos contrarios. El primero: en un ámbito interno, de escala local, la fuerza de la impronta exógena instaura una fuerza centrífuga que expulsa de la narración lo que ocurría en el espacio peruano y, principalmente, las acciones de sus pobladores. El segundo: en una escala mayor, una fuerza centrípeta crea la falsa ilusión de que todo el espacio subcontinental estaba estructurado por un verdadero centro magnético (una Lima que todos querían alcanzar para ser libres). Si acercamos la mirada , empero, esa fuerza se disuelve en la evidencia de un vacío: San Martín logra su entrada a una capital desierta de poder, sin virrey, donde no se encontraba ningún ejército. El poder que había que vencer se había desplazado. La fecha del 28 de julio combina fatalmente los resultados de ambas fuerzas: carácter exógeno y centralismo vacuo.
A la imbricación mencionada al inicio de este ensayo hay que agregarle ahora una característica más de nuestros mitos de fundación: las superposiciones y los desplazamientos cronológicos y simbólicos; muchas de sus grandes fechas ni abren ni cancelan los procesos. El 28 de julio es tan extemporáneo como prematuro. Extemporáneo o tardío pues, antes de esa fecha, principalmente en el norte, otros ya se habían declarado independientes: Trujillo, Lambayeque, Piura y Cajamarca, por ejemplo. Prematuro, pues la independencia del 28 de julio ni culminó la independencia ni trajo la paz. La propia Lima volverá a ser ocupada por tropas realistas.
Esa precariedad agravó cada uno de los niveles de tensión (continentales y regionales, internos y externos) que hemos diferenciado. Al declarar San Martín la independencia el 15 de julio de 1821, el virreinato del Perú —convertido efectivamente en el epicentro contrarrevolucionario desde donde se combatía a sus vecinos, así como en una jurisdicción que los había amputado de territorios que aspiraban a controlar— no dejó de existir. El naciente nuevo Estado convivió y se superpuso, en una concomitancia inesperada, con esa otra entidad. Forzó y mantuvo la engañosa asimilación el que el Perú constituyese la única república hispanoamericana que conservase el nombre de un antiguo virreinato (la Nueva España pasó a ser “México”; Nueva Granada, “Colombia”; y el núcleo principal del Río de la Plata terminó llamándose “Argentina”). El Perú no se planteó un cambio radical de nombre como medio para regenerarse y refundarse porque el objetivo (del que la conservación del nombre formaba parte) era la plena sustitución del virreinato por el nuevo Estado libre (monarquía en la perspectiva de San Martín y de Bolívar2) por escisión del vínculo colonial y el trasvase del uno al otro. La existencia jurídica de facto y en el papel era necesaria pero el gesto fue impotente y el país se encontró bruscamente entrampado en esa doble existencia. José de San Martín se apresuró a crear, con inusual rapidez, los símbolos (escudo, sello, himno). Más aún, se había adelantado a los hechos, como con la bandera, para constituir, por el símbolo, una realidad política apenas balbuciente; era la forma de concretizarla y de adherir voluntades a ella,3 en particular, las de las élites limeñas indecisas y tibias ante el prospecto de romper con el orden colonial. Pero la convivencia de los dos Perúes llevó sobre todo a que fuesen asimilados por los vecinos que combatían en su espacio como dos tendencias de una única entidad, llevándolos a poner al fin sobre la cuenta de la república la fuerte represión de los virreyes y de Fernando VII.
Es ese frágil nacimiento en Lima del Estado peruano, pendiente todavía su configuración política, lo que celebramos todos los 28 de julio y lo hacemos por encima de todas las carencias narrativas, de la falta de protagonismo local, de ese efecto apático. Muy raros son los países en el mundo que celebran una ocasión tan formal y nosotros lo hacemos teniendo, además, una relación poco gratificante y festiva con la institución estatal. No estar atados a fórmulas nacionalistas en la memoria de la independencia tiene potencialmente, no lo dudemos, sus innegables ventajas. De lo que se trata aquí es de develar qué silencios y de auscultar qué invisibilizaciones están inscritas en la conmemoración, detectar los efectos de sus principios activos, pues la fecha ha ganado tal protagonismo que oculta demasiadas cosas, comenzando por ocultarse a sí misma.
Justamente, hay que introducir una precisión, perfectamente conocida por la historia, pero que no parece tan presente en nuestra memoria y que devela algo más consensual: la aceptación y adhesión popular a una independencia ya declarada. El 28 de julio tuvo lugar propiamente la jura, no la declaración (15 de julio).4 Era la práctica habitual para legitimar cualquier cambio de soberano y constituía el gesto político central de la fiesta correspondiente. En términos de una monarquía pactista como la española, no era una coronación ni un acto sacramental (como en la Francia del antiguo régimen que era, propiamente hablando, una monarquía de derecho divino) sino esa aceptación solemne de la colectividad de sujetos del rey y de los distintos estamentos y corporaciones que constituían el todo social lo que marcaba el cambio. La jura era el rito que instituía (que activaba) al monarca. Los peruanos celebramos, sin tener consciencia de recordarlo, no la declaración de la independencia por un extranjero sino el éste la aceptase, el que se adhiriese a ella.
¿Se resuelve simbólicamente así el obstáculo de la falta de voluntad de los peruanos? En esta concepción del 28 de julio, la frase del general José de San Martín constituye el mítico instante fundador que repiten incansablemente como una salmodia ritual todos los niños de escuela y todos los locutores de radio y televisión que narran, año tras año, los festejos del evento. La proclamación performativa que instituye el Perú «libre e independiente»5 adopta ostensiblemente una voz impersonal que se apoya, para que su palabra se constituya en acto, en una fórmula tomada o heredada de Rousseau pero declinada con un plural mucho menos frecuente —»voluntad general de los pueblos»— a la que se agrega una providencial protección de la divinidad. La expresión —base por antonomasia de los principios políticos modernos de ley y soberanía— no suponía una mayoría sino la total y absoluta unanimidad. Torre Tagle, durante la proclamación de Trujillo (siguiendo el mismo modelo ya preestablecido), había dicho mucho más clara y directamente «por la voluntad unánime del pueblo». El plural hace a ese pueblo aún más trascendente, evocando, posiblemente, la voluntad aunada de Chile, Río de la Plata y Perú (las ciudades ya independientes como expresión de una mayoría no parece tan convincente). Sin embargo, lo que esconde este acto de aparente absoluta univocidad es que la declaración de la independencia tenía otras bases, estamentales e incompatibles con Rousseau: las de una consulta corporativa de antiguo régimen de ciertos representantes escogidos (acta del cabildo del 15 de julio). Timothy Anna ha demostrado además lo endeble, inconsistente e inconstante de la disposición de los miembros de las corporaciones limeñas consultadas para establecer esa voluntad general de todo el Perú.6
Lo que elegimos recordar tiene también una historia, filtros, voluntades. Éste es un ejemplo, entre otros, de las distinciones entre memoria histórica e historia. El dato histórico puede ser conocido pero no ha sido integrado como variable explicativa que permita cambiar de orientación y recentrar el verdadero protagonismo en quien jura y no en quien hace jurar y a quiénes representa.
(Nota de los editores: este texto es parte de un estudio más extenso que explica por qué la independencia del Perú se conmemora el 28 de julio y que aparecerá en el libro Las independencias antes de la independencia: miradas alternativas desde los pueblos, editado por Juan Carlos Estenssoro y Cecilia Méndez, a publicarse por el Instituto Francés de Estudios Andinos)
Crédito de la imagen: medalla conmemorativa de la proclamación de la Independencia. Anv: LIMA LIBRE JURO SU INDEPENDENCIA EN 28 DE JULIO DE 1821. Rev.: BAJO LA PROTECCION DEL EGERCITO LIBERTADOR DEL PERÚ MANDADO POR SAN MARTIN. 10,27 gr. Ag. (29,07 ø mm).
Notas
- Estenssoro, Juan Carlos. “Autorretrato del conquistador como vencido o la invención del Perú: la aparición del inca y de sus atributos políticos en las representaciones plásticas, 1526–1548”. Colonial Latin American Review. 19.1 (2010): 151-205.
- Informado estaba desde Lima Bolívar de las acciones de San Martín en ese sentido. O’Leary, Daniel F. Junín y Ayacucho. Madrid: América, 1919.
- Majluf, Natalia. “Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana. Perú, 1820-1825”. En Ramón Mujica, ed., Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana. Lima: Banco de Crédito del Perú, 2006, 203-241.
- Gamio Palacio, Fernando. El proceso de la emancipación nacional y los actos de la declaración, proclamación y jura de la Independencia del Perú. Lima: Talleres Gráfica Industrial, 1971.
- La expresión parece provenir del artículo segundo de la Constitución de Cádiz: “La Nación española es libre é independiente.” Constitución política de la monarquía española, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812. Cádiz: Imprenta Real, 1812.
- Anna, Timothy E. La caída del gobierno español en el Perú. El dilema de la Independencia. Trad. de Gabriela Ramos. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2003.
31.10.2020