La guerra precolombina: la invención de “lo occidental” y “lo andino”

Sergio Saez Diaz

Los ejércitos acuerdan de antemano cuándo y dónde luchar. Una vez llegada la fecha, ambos bandos realizan sacrificios a sus dioses antes de chocar ordenadamente entre sí. Finalmente, el bando ganador deja que los derrotados huyan, mientras conmemoran la victoria con una ofrenda en el campo de batalla.

La anterior es una descripción simplificada de un enfrentamiento entre hoplitas griegos, según la visión más ortodoxa. Es curioso que estas características se asemejen más a lo que algunos andinistas llaman “batalla ritual” y no tanto a una “guerra real”, una diferenciación recientemente defendida por Krzysztof Makowski.1

Esta dicotomía suele ser utilizada para señalar que la guerra en los Andes tuvo características especiales. De manera general, en una “batalla ritual” lo que prima es la tradición y la religión, a diferencia de una “guerra real”, en donde se busca el máximo daño y el sometimiento o desaparición total del enemigo. Exceptuando las conquistas incas, la “guerra real” habría estado prácticamente ausente en los Andes, pues no se desarrolló nunca una revolución tecnológica militar (en armas, tácticas o construcciones defensivas) que permitiera desarrollar la guerra a mayor escala.

Las pocas evidencias sobre supuestas fortificaciones nos hablarían más bien de formas distintas de ritualidad. Las comparaciones con otras sociedades no serían tan útiles porque operan desde una cosmovisión casi diametralmente opuesta. En su respuesta al artículo de Elizabeth Arkush y Charles Stanish sobre la guerra andina, Theresa Topic lo deja claro: “La historia militar comparativa es fascinante, pero entender la Guerra prehistórica en los Andes Centrales también debe basarse en la información etnohistórica, etnográfica y arqueológica de esa área […] Si ignoramos estas voces no podemos decir que entendemos la guerra andina”. Justamente,  casi toda evidencia de guerra andina se ha interpretado a partir de las evidencias etnográficas, es decir, como una manifestación del tinku, o “la junta de dos cosas”, según el diccionario de Diego González Holguín: una ceremonia registrada en los Andes sureños y en Ecuador en donde se pacta el lugar y las reglas de la pelea pero no se buscaba matar al rival, realizada en zonas fronterizas de los pueblos o en marcadores territoriales (los cuales representarían la idea de “punto de encuentro”).

Se asume, entonces, que el tinku es la manifestación militar andina no sólo única, sino opuesta al militarismo “occidental”. Se define este particularismo andino a partir de la diferenciación con este Otro. Sin embargo, ¿a qué se refieren los autores en esta perspectiva con “lo occidental”? ¿acaso este concepto refleja una realidad concreta? Para abordar estas preguntas, es importante que salgamos del ombliguismo tan típico de la arqueología andina y movamos nuestra mirada a otras regiones del mundo, para así entender mejor de dónde vienen nuestras ideas sobre la guerra “occidental”.

En Classical Greek Tactics, Roel Konijnendijk resume la génesis de la visión clásica del militarismo griego: los primeros investigadores alemanes plantearon que la guerra griega era un proceso ritual en donde los enfrentamientos eran solamente entre hoplitas que pactaban de antemano un lugar abierto en donde luchar. Se formaban en columnas de ocho unidades de profundidad, con el general y las mejores fuerzas a la derecha; ni la infantería ligera ni la caballería eran relevantes, la victoria era aceptada como decisiva y no se perseguía a los que huían. Esta visión se consolidó con los estudios sobre la guerra griega provenientes de historiadores ingleses y tuvo continuidad entre los investigadores estadounidenses, popularizada por el libro The Western Way of War, de Victor David Hanson. Este influyente trabajo difundió la idea de que los griegos inventaron esa “manera occidental de guerrear”, que luego sería heredada por toda la “cultura occidental”. Para Hanson, los guerreros estaban conformados por campesinos libres que se costeaban su propio armamento y que eran la base socioeconómica de las ciudades griegas. Además, según las fuentes griegas, el enfrentamiento directo era un signo de valentía, mientras que las armas a distancia y emboscadas se despreciaban por ser ejemplos de cobardía, típicos de los “orientales”. Esta forma de guerrear habría sido heredada por los romanos y luego por los Estados europeos modernos que libraron batallas en campo abierto entre ellos y contra los estados musulmanes, rechazando, nuevamente, las tácticas “orientales”. Estados Unidos sería, finalmente, el exponente más reciente de esta “manera occidental de guerrear”.

En años recientes, esta visión sobre la guerra hoplita se ha visto seriamente cuestionada. En sucesivos artículos de investigación, una nueva generación de clasicistas viene presentando evidencias que cambian la visión acerca de la guerra hoplita: no se pactaba el lugar y momento de la lucha; se buscaba engañar y emboscar a los rivales; las tropas se ordenaban dependiendo de la táctica planificada (que no era siempre la misma); había un amplio uso de infantería ligera, caballería y armas a distancia; y siempre se buscó perseguir a los derrotados. Las columnas de hoplitas estaban conformadas por propietarios con una riqueza considerable que podían costear el armamento. De esta clase social sería justamente de donde saldrían la mayor parte de escritores griegos, quienes reproducen los discursos de honorabilidad propios de su grupo social.

Estos cuestionamientos desarmaban una visión ortodoxa bastante arraigada en la academia y que reflejaba una ideología compartida entre los estudiosos y el público en general. Como señala el arqueólogo Josho Browers: “Hay una fuerte agenda ideológica trabajando aquí. Piense en algo como la Batalla de Maratón, que supuestamente previno que ‘Oriente’ se apodere de ‘Occidente’. Por ejemplo, cambie los términos ‘Oriente’ y ‘Occidente’ para convertirlos en determinantes raciales: ¿eso suena como buen academicismo, o parece algo peligrosamente sobregeneralizado?”

Si los griegos empleaban diversas tácticas en la guerra y no existe una “manera occidental de guerrear”, ¿de dónde salen estas ideas? Para Sidebottom la Western Way of War “no es tanto una realidad objetiva […] sino una ideología fuerte que, desde su creación por parte de los griegos, ha sido y aún es frecuentemente reinventada […] Aquellos que suscriben esta ideología no necesariamente pelean de una manera diferente a otros pero  a menudo piensan que realmente sí lo hacen”.

Fueron los historiadores griegos los que inventaron las ideas de un “Otro” oriental para definirse a sí mismos a partir del contraste, achacándole todas las características que la sociedad helénica despreciaba, mientras que se atribuían a sí mismos todos los valores. Los romanos terminaron haciendo lo mismo con los “griegos”, los “orientales” y los “bárbaros”. Esto es algo hasta cierto punto usual ¿Qué pueblo no se pinta a sí mismo como el ejemplo del desarrollo? ¿Acaso Garcilaso no hizo lo mismo al decir que los incas civilizaron la región andina?

El problema surge cuando se elude el  que estos discursos no necesariamente reflejan la realidad. El aceptar que existe una “manera occidental de guerrear”, en lugar de pensarla como una construcción ideológica o discursiva, implica aceptar que existían-y existen-una serie de características exclusivas de “lo occidental”. Cuando salimos de esta visión eurocéntrica y analizamos otras culturas encontramos que esta búsqueda del combate abierto está presente en diferentes sociedades, como las de los persas, los jenízaros otomanos, el Japón de la Sengoku, los polinesios o las de los mismos Andes.

Entonces, ¿por qué se sigue negando la presencia de “guerras reales” en los Andes? Si el debate hoplita nos enseña que la idea misma de “lo occidental” es un constructo y no una descripción de la realidad, ¿no podríamos afirmar lo mismo de la noción que muchas veces se tiene de “lo andino”? Si bien Topic tiene razón al pedir estudiar la era precolonial en sus distintos periodos desde las propias fuentes andinas, es necesario hacer hincapié en que no existe una uniformidad en toda la región, tal como la idea de “lo andino” sugiere.

¿Es válido equiparar dos culturas con economías y lenguas diferentes, alejadas en el tiempo unos ochocientos años, tal como hizo Anne Marie Hocquenghem al usar fuentes etnohistóricas sobre los incas para analizar la iconografía mochica? ¿Es válido interpretar las fortificaciones de la costa norte de fines del Periodo Formativo a partir del registro etnográfico de un ritual como el tinku? El equivalente sería interpretar el Egipto de Ramsés II a partir de los documentos de la ocupación romana.

No sostengo que debamos descartar toda comparación entre las distintas regiones andinas, sino que justamente debemos aproximarnos desde una visión que reconozca la enorme variedad cultural existente y permita desmarcarnos de esa entelequia moderna que es “lo andino”: un ideal que sólo termina uniformizando todo y que conduce peligrosamente a formular argumentos circulares (como la organización en pachacas de Caral o la idea de que el ayni existió desde el Arcaico o el Formativo).

Irónicamente, esta ideología también se construyó a partir de la necesidad de diferenciar un Otro, sólo que se reemplazó a los persas/árabes/otomanos por un Occidente representado por españoles y criollos, sin siquiera reconocer las diferencias que hay entre las culturas de los estados europeos. Al haberse definido así “lo andino”, toda comparación naturalmente iba a contrastar, puesto que en esta parte del mundo no hubo una presencia permanente de estados en conflicto y negociación, sino que la región se caracterizó por presentar sociedades estatales y no estatales salpicadas a lo largo de todo el territorio.

Al aceptar que este Otro occidental también tuvo diferencias y que muchas de sus supuestas particularidades están presentes en otras regiones, podremos también reconocer los cambios y continuidades presentes en la(s) guerra(s) andina(s). Además, incorporar análisis transculturales en nuestros estudios nos puede permitir identificar experiencias similares en regiones que no sean la cuenca del Mediterráneo, tal como hiciesen Arkush y Stanish hace casi quince años, y que nos ayudarían a entender mejor aquellos periodos para los que no contamos con fuentes escritas. No se trata de comparar por comparar, sino de conocer lo mejor posible qué debates existen al respecto y cuáles son las características de otras sociedades. Si, por ejemplo, queremos comprender las razones por las cuales las fortificaciones andinas tienen las características que tienen, tendríamos que plantearnos por qué las enormes murallas de Babilonia, Micenas o Jerusalén se construyeron de esa manera (características de su urbanismo y del tipo de sociedad), pero nuestro análisis debe también considerar aquellas civilizaciones que tomaron caminos distintos a la estatalidad, como los polinesios, las culturas norteamericanas anteriores al contacto europeo o los pueblos sudamericanos que resistieron el avance del Tawantinsuyu. Este método permite ampliar el panorama de referencias y ayuda a liberarnos de ese concepto homogeneizador que es “lo andino”, un constructo moderno que no refleja la situación de los diferentes pueblos que habitaron la región miles de años antes de la “unificación” inca.

Crédito de la imagen: Elena Izcue. Estudio de motivo moche (combate), c. 1920-1926. Acuarela sobre papel, 18.5 x 41.5 cm. Museo de Arte de Lima. Donación Elba de Izcue Jordán. 2015.15.111. Cortesía Archivo Digital de Arte Peruano.

Notas

  1. Makowski, Krzysztof. «Estudios andinos y arqueologías comparadas. La polémica acerca del papel de la guerra en la prehistoria de los Andes Centrales». En El estudio del mundo andino, editado por Marco Curatola Petrocchi, pp. 87-102. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2019. Véanse también Hocquenghem, Anne Marie. Iconografía mochica. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1987; Topic, John y Theresa Lange Topic. «Hacia una comprensión conceptual de la guerra andina«. En Arqueología, antropología e historia en los Andes. Homenaje a María Rostworowski, editado por Rafael Varón Gabai y Javier Flores Espinoza, pp. 567-590. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1997.

24.10.2020

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