Mayo del 68: las dos caras de la política peruana

Gabriela Ramos

En los primeros días de mayo de 1968, Héctor Martínez, antropólogo y profesor de la Universidad de San Marcos, regresó al Perú luego de asistir como invitado al sexto Congreso Indigenista Interamericano realizado en México. Los vistas de aduana requisaron los libros que encontraron en su equipaje y retuvieron al académico durante unas tres horas en el aeropuerto internacional Jorge Chávez, en un ambiente al parecer destinado a la investigación de viajeros sospechosos. Formado en San Marcos, Martínez (m. 1991) escribiría numerosos trabajos sobre etnografía, indigenismo, comunidades indígenas y migraciones.1

Mayo del 68: en varias ciudades del mundo multitudes de estudiantes asistían a manifestaciones, algunas pacíficas, otras violentas, y expresaban su rebelión ante las maneras opresivas que dominaban las universidades y sofocaban la vida cotidiana. Una ola de agitación que remeció de forma especial y duradera especialmente Francia y los Estados Unidos alcanzó también a partes de América Latina. En el Perú, los conflictos políticos tenían lugar en distintos frentes: los campesinos se movilizaban para realizar tomas de tierras en distintas regiones del país, en tanto que agrupaciones políticas escindidas de partidos como el APRA habían intentado sin éxito crear focos guerrilleros en el centro y sur del Perú. En Lima, los crecientes enfrentamientos políticos entre el Ejecutivo y el Congreso eran parte del día a día. Las disputas en torno a la cultura formaron también parte del ambiente caldeado pero, en general, las circunstancias eran distintas de aquellas que movilizaban a muchos jóvenes en otros países.

Martínez no se resignó a aceptar la confiscación de sus libros y las horas de detención en el aeropuerto como un asunto cotidiano e incuestionable. En una carta publicada en el diario El Comercio, denunció el hecho como un “atentado contra la cultura y los derechos humanos”. Antes de que terminara el mes, los dispositivos legales que las autoridades invocaron para justificar la requisa de libros fueron derogados por el gobierno de Fernando Belaúnde. La policía anunció que había notificado a Martínez para que pasara a recuperar sus libros pero que éste, inexplicablemente, se había negado a hacerlo. Puede pensarse que algunos de los clamores de libertad que circulaban por diversas partes del mundo se habían filtrado en el Perú, aunque parece más probable que la protesta del académico sanmarquino tuviera impacto porque se sumó a otras, más sostenidas, que libreros peruanos, encabezados por el editor Juan Mejía Baca, venían haciendo desde hacía meses.

Desde inicios de 1967 Mejía Baca dio a conocer a través de la prensa que los dueños de librerías no recibían completos los pedidos de libros que compraban a editoriales con sede en Buenos Aires, Barcelona, Madrid y México. Los reclamos que presentaban no recibían respuesta, por lo que los libreros sospechaban que el problema no se reducía a pérdidas ocurridas en el trayecto al Perú. La real situación se reveló cuando los responsables del Correo de Lima respondieron al reclamo de la editorial mexicana Grijalbo afirmando que varios de los libros enviados al Perú habían sido incinerados por “contener literatura comunista”.

Mejía Baca era simpatizante de Fernando Belaúnde Terry; pensaba que el arquitecto y su partido representaban un gobierno democrático, comprometido con las libertades ciudadanas fundamentales. En reconocimiento a su trayectoria y a sus servicios prestados en el ámbito de la cultura, el gobierno de Belaúnde  le había otorgado en 1965 al destacado editor y librero dos de las más altas distinciones: la Orden del Sol del Perú y las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta. Ante el silencio de Belaúnde y las dificultades para averiguar las razones detrás de la desaparición de los libros en la aduana, Mejía Baca decidió devolver las condecoraciones. Lo que el editor  encontró al cabo de numerosas cartas publicadas en diarios limeños, de repetidas notas dirigidas a Belaúnde y a su entorno— jamás respondidas—, y de las investigaciones hechas por una comisión formada en el parlamento, fue el ambiguo rostro de la frágil democracia peruana y, en general, la faz gris y contradictoria de la política.

En la historia del siglo XX, Belaúnde y el partido que fundó han llegado a representar al político y a su organización como demócratas por excelencia, pero el que su gobierno se iniciara con la afirmación confiada de que tendría un sello cívico militar, además de eventos como la quema y censura de libros puestas al descubierto durante su primer gobierno y, especialmente la violencia totalmente desproporcionada con que su régimen  agredió a quienes se movilizaron en defensa de sus recursos en la Amazonía, ponen en tela de juicio la imagen impoluta del estadista y de su organización política.

En el curso de su activismo, Mejía Baca formó un archivo con copias de las cartas, los recortes periodísticos e informes producidos alrededor del tema de la censura y la destrucción de libros. El ascenso del político acciopopulista Javier Alva Orlandini como potencial candidato del partido, su negativa a reconocer su responsabilidad en los hechos denunciados por Mejía Baca, además de las declaraciones difamatorias que hizo contra el editor, motivaron la publicación de este archivo en forma de libro bajo el título Quema de Libros. Perú ’67 (Lima: Editorial Mejía Baca, 1980; en adelante, QL), en vísperas de las elecciones que marcaron el fin del régimen militar.

Como suele ocurrir en nuestra historia contemporánea, el episodio se sitúa en el alineamiento de los gobiernos latinoamericanos con la política de los Estados Unidos en la región durante la guerra fría. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se echaron las bases para un sostenido y coordinado esfuerzo de cooperación, especialmente militar, invocando la lucha contra el comunismo en la región. Se trató de establecer un marco institucional, logístico e ideológico que concibiese toda oposición y cualquier intento de reforma como velada o abiertamente comunista. Diversos procesos sociopolíticos e intentos de reforma económica que concernían a situaciones nacionales o locales pasaron a ser vistos bajo el cristal del enfrentamiento entre democracia y comunismo.

El escenario fuertemente polarizado de la década de 1950 cambió en algo en la década siguiente, al instalarse momentáneamente la política de la ambigüedad que, a su vez, y a pesar de su fragilidad, ha dado lugar a la formación de narrativas influyentes como las que han entronizado a Belaúnde y a su partido como ejemplos de gobernante y organización democráticos.2 Con la llegada de John F. Kennedy a la presidencia de los Estados Unidos, se intentó llevar adelante una política que, a la par que combatía el comunismo, convenciera a los gobiernos latinoamericanos de la necesidad de emprender reformas, especialmente agrarias, a fin de evitar que el ejemplo de Cuba se replicara. Un colaborador muy cercano a Kennedy, Arthur J. Schlessinger, viajó por América Latina, se entrevistó con sus autoridades y criticó acremente la obstinación con que las elites latinoamericanas se negaban a efectuar reformas, redistribuir ingresos, promover la movilidad social y modernizar sus países.

Belaúnde representó en parte ese impulso hacia la modernización. Al promover un nacionalismo que llamaba al conocimiento del Perú y su cultura, entusiasmó a personajes como Mejía Baca y otros intelectuales activos en tareas académicas bastante establecidas o que abrían nuevos campos de estudio. Algunos vieron por primera vez que un presidente del Perú se interesaba por la cultura. El hispanista francés Pierre Duviols ha escrito que en 1966, cuando se publicó la traducción del quechua al castellano que hizo José María Arguedas del Manuscrito de Huarochirí, Belaúnde los invitó junto a José Matos Mar y Luis E. Valcárcel a Palacio de Gobierno para felicitarlos.3 Si estuviésemos convencidos de que la política solo puede tener una única faz, como al parecer fue el caso de Mejía Baca, costaría creer que este raro reconocimiento por parte de un gobernante hacia un grupo de historiadores, etnólogos y lingüistas ocurrió a la vez que autoridades bajo su mando procedían a la censura y quema de libros.

Belaúnde actuó como si los hechos le fueran completamente ajenos, en tanto los ministros de su gobierno lanzaron mensajes contradictorios. La comisión parlamentaria que investigó lo sucedido halló que las autoridades de inteligencia y del Ministerio de Gobierno (que hoy se conoce como Interior) se ampararon en unos decretos expedidos en 1960 que disponían el impedimento de ingreso en el país y la destrucción de todo material que fuera considerado comunista. El Primer Ministro y Ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Ferrero Rebagliatti, expresó su rechazo a la censura de libros y, al anunciar la derogación de los decretos, declaró que ese acto era “… una conquista para todos los intelectuales del país y demuestra la base democrática de este gobierno”. Añadió que “la verdadera democracia no se conquista con represiones sino elevando el nivel cultural y de vida de la población” (El Comercio, 11 de mayo de 1968, en: QL, 174). Días antes, el Ministro del Interior, vicealmirante Luis Ponce Arenas, manifestó estar de acuerdo con la resolución que disponía la derogación de los decretos de censura, siempre y cuando se agregase una cláusula que garantizara la continuidad de esa misma práctica (El Comercio, 20/4/1968, en QL, 138-139).

Vemos, entonces, la política ambigua en acción: los decretos que disponían la censura y la destrucción de libros fueron eliminados sólo para ser reemplazados por otro que prohibía todas las publicaciones que “atentan contra la soberanía nacional, la moral y las buenas costumbres o que inciten a la subversión”. En realidad, como señaló el periodista y abogado Manuel Aguirre Roca (La Prensa, 14/5/1968, en QL, 180), con este nuevo dispositivo el abanico de prohibiciones se ampliaba: ¿Qué materiales podían calificarse como que incitaban a la subversión? ¿Con qué criterios se juzgarían aquellas publicaciones que atentaban contra “la moral y las buenas costumbres”?

Es muy posible que antes y después de que los decretos de 1960 fuesen derogados, los funcionarios encargados de censurar y destruir libros fuesen los mismos, o que se aplicasen “criterios” similares para seleccionarlos. Aparte de los casos más “evidentes” como El Capital, de K. Marx, algunos de los títulos decomisados e incinerados por ser considerados subversivos fueron Marx y el concepto del hombre, de Eric Fromm, y Trotsky, la famosa biografía del político ruso que escribió Isaac Deutscher (QL, 203-204). El libro de Louis Althusser, La revolución teórica de Marx, fue descrito como “revista pornográfica” (QL, 113). Mejía Baca denunció que entre los títulos decomisados de las compras que hizo por encargo de la Escuela Militar se encontraba Las armas de la conquista de América, libro escrito por Alberto Mario Salas (QL, 35). Zona sagrada, de Carlos Fuentes, también formaba parte de la lista de libros proscritos (QL, 189).

El libro de Mejía Baca y muchos de los comentarios, notas de protesta y artículos que suscitaron la censura e incineración de libros durante el primer gobierno de Belaúnde de inmediato han llevado a comparar la situación con el accionar de la Inquisición; en menor medida, con las requisas y destrucción de libros durante la Alemania nazi; y, más recientemente, con la distopía narrada en la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451. Es importante advertir, sin embargo, que, a diferencia de esos casos, en que los libros se quemaban en público, los funcionarios del gobierno de Acción Popular lo hacían en secreto, es decir, a sabiendas de que lo que hacían era anticonstitucional, pero poniendo mucho empeño en el disimulo, al punto de que, tanto cuando desde el parlamento se hizo la investigación como años después, figuras prominentes del partido, como Javier Alva Orlandini y el mismo Belaúnde, se permitían negar o desconocer los hechos. Finalmente, ningún funcionario fue sancionado o siquiera reprendido por lo ocurrido. La huella que estas prácticas dejan sobre la historia de nuestro mayo 68 peruano y, por extensión, sobre nuestra débil democracia, es honda y a la vez opaca.

En este contexto de ambigüedad, de libertad condicionada y de derechos falsos, puede entenderse entonces por qué, como informó la policía, pese a tener la autorización para recuperar sus libros incautados en el aeropuerto en los primeros días de mayo de 1968, el profesor Héctor Martínez se negó a hacerlo.4

Imagen: El presidente Belaúnde Terry recorre el Perú con miras a las elecciones generales de 1956.Fuente: repositorio USIL, archivo fotográfico Fernando Belaúnde Terry.

Notas

  1. Ramón Pajuelo, “Imágenes de la comunidad. Indígenas, campesinos y antropólogos en el Perú”. En Degregori, Carlos Iván (ed). No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2000, 123-179, 127, 137. En la década de 1970, Martínez formaría parte también del proyecto desarrollista Vicos, a cargo de la universidad de Cornell. En 1983 participaría con otros antropólogos peruanos en la escritura de un balance de la antropología peruana entre los años 1940 y 1980, publicado en Current Anthropology.
  2. Refiriéndose especialmente al segundo gobierno de Belaúnde, Wilfredo Ardito ha señalado también esta ambigüedad que ha favorecido la construcción de su imagen de político benevolente.
  3. Pierre Duviols cuenta esta visita en una de las misivas recopiladas por Carmen María Pinilla (ed.). Itinerarios epistolares. La amistad de José María Arguedas y Pierre Duviols en dieciséis cartas. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2011.
  4. Al término de esta nota, mientras seguía indagando sobre la trayectoria del profesor Martínez, supe que fue separado de su puesto en San Marcos ese mismo año de 1968. No he logrado conocer los detalles. Sólo se habla de “los movimientos estudiantiles de 1968”. Martínez fue reincorporado como profesor en San Marcos el año 1984. Román Robles Mendoza, “Balance del desarrollo de la antropología en la región Lima desde la Universidad Nacional de San Marcos”. En Diez Hurtado, Alejandro (coord.). La antropología ante el Perú de hoy. Balances regionales y antropologías latinoamericanas. Lima: CISEPA, 2008, p. 43

11.11.2020

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