Monopolios

Vera Tyuleneva

Hablemos de monopolios. Parece ser un tema en boga el día de hoy. 

El peligro de los monopolios en la economía es ampliamente conocido. Se sabe cómo un monopolio puede petrificar, estancar y finalmente matar un entorno económico. Pero el término es aplicable no sólo a la economía sino también a otros innumerables campos. Puede haber monopolios culturales, intelectuales y espirituales, que no matan a nadie de inmediato, pero para una sociedad pueden resultar mucho más nocivos a largo plazo que un codicioso pulpo depredador del mundo empresarial. Un monopolio de ideas y valores es capaz de dañar el sano funcionamiento de todas las demás esferas. 

Un monopolio mental invisible, sea cual fuese el agente que quiera imponerlo, apuesta por un modo de pensar y ser único, sin extravíos, asperezas ni contradicciones. Y, lo más importante, bajo control. Los monopolios de esa clase son característicos de estados totalitarios. La diversidad en ellas tiene su modesto lugar decorativo, pero se admite sólo en cantidades bien dosificadas y está obligada a seguir ciertos patrones preestablecidos, como en los ordenados desfiles de minorías étnicas en la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Un monopolio cultural, con un pensamiento lineal y un horizonte infranqueable, es una herramienta ideal para manipular a las masas, generalmente bajo el signo de alguna grandilocuente ficción, metafísica y nebulosa, que demanda veneración y sacrificios, no admite cuestionamientos y es demasiado sagrada para ser vista de cerca.

El camino hacia tan brillante panorama comienza por la monopolización de las instituciones que rigen y regulan el corpus de valores simbólicos. Las instituciones monopólicas se encargan de producir un único credo y discurso, una filosofía sosa y estandarizada y unos referentes estéticos uniformes, igualmente sosos y estériles (sin lugar a rock-n-roll). Para evitar caer en esa ciénaga, una sociedad debería garantizar una institucionalidad plural y abierta. 

En el ámbito cultural, el concepto “institución” puede ser entendido en su acepción más amplia. No sólo se trataría de un ministerio, una universidad o una fundación. Las instituciones en el nivel más básico y orgánico de la sociedad civil pueden ser comunidades nativas, colectivos artísticos, círculos intelectuales, grupos de minorías sociales. Pueden estar o no estar inscritos en algún tipo de registro formal con un número de partida. La solidez de su institucionalidad consiste, más que en la formalidad burocrática, en el grado de su cohesión interna, la intensidad y la consecuencia de sus acciones y su impacto sobre el entorno sociocultural circundante. 

Un individuo, por más audaz, creativo y librepensador que sea, no llegará lejos en la defensa de sus ideas si no hay una institución, formal o informal, legal o clandestina, que lo acoja y respalde. La pluralidad de visiones, manifestaciones culturales, intelectuales, espirituales y estéticas, debe tener un soporte en una múltiple institucionalidad, que va a crecer, ramificarse y fermentar por sí sola si encuentra condiciones mínimamente favorables y, sobre todo, si no se le ponen trabas artificiales. La diversidad institucional provee múltiples polos de tensión, necesarios para una saludable circulación sanguínea en el organismo de la sociedad. Precisamente lo contrario a la estenosis crónica propia de los sistemas monopólicos.

Para concluir, quisiera aclarar que la solución no pasa por la creación de un “Ministerio de la Diversidad”, o por una “s” agregada a la palabra “cultura” sino por una reforma de la legislación cultural, que debería otorgar más facultades y derechos a las instituciones de diversos tipos y perfiles.


Crédito de la imagen: «Rosa Cuchillo«, actuación de Ana Correa en el Brown International Center Advanced Research Institute, junio 2012.

25.08.2021

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