Un vacío monumental. Comentario a Dammert

Gary Leggett

“Los que usan la palabra gentrificación suelen ser parte del problema.” No recuerdo dónde leí la frase, pero creo que captura bastante bien uno de los problemas más escurridizos de la gentrificación. Evidentemente, una educación formal o la pertenencia a una clase económica acomodada no convierten a alguien de facto en un agente de la gentrificación. Sin embargo, la frase evoca otras dos interpretaciones. Una: el uso de la palabra, a pesar de que haya impulsado un campo de investigación y activismo en torno al problema de la desigualdad en la ciudad contemporánea, puede a veces distraernos de las estructuras que subyacen a dicha desigualdad y, asimismo, de las medidas requeridas para enfrentarla. La otra: la palabra “gentrificación”, al menos en castellano, no hace referencia directa al fondo del asunto —el conflicto histórico de clases— cosa que sí hace el vocablo aceptado “aburguesamiento”. Es más, el concepto de “gentrificación”, al menos en el mundo corporativo, ha sido vaciado casi enteramente de un sentido crítico: suele celebrarse como algo natural e inevitable.

Sin duda, el término abarca un amplio espectro de prácticas y casos, como sugiere el texto de Dammert. No puede reducirse a una forma arquetípica. Lo que resulta inquietante, sin embargo, al menos para efectos de este debate, es la velocidad con que llegamos a describir algo como gentrificación (y no sólo porque suele ser la misma rapidez con que dejamos de hablar del tema, sino porque muchas veces nos lleva a conclusiones que no coinciden con la realidad). El caso de Monumental Callao, a mi modo de ver, no representa un caso de gentrificación en curso. A lo sumo, podríamos decir que es un ejercicio de gentrificación al vacío, o un simulacro de gentrificación, y esto, creo, lejos de restarle importancia, lo hace incluso más interesante como objeto de estudio. Dicho de otro modo, lo que no ha sucedido allí llama más la atención que lo que ha ocurrido hasta el momento. La ilusión se hace más evidente cuando no deviene en realidad.

Por eso me parece necesario, al menos en el caso del Barrio Castilla, tomar un paso atrás antes de llegar a palabras conclusivas. La distancia permite enfocarnos más en las estrategias del proyecto (fallidas, dicho sea de paso) que en los efectos que éstas supuestamente producen, y pone al descubierto la tramoya que opera detrás del discurso gentrificador. Resulta simbólico, por ejemplo, que el eje principal de la propuesta sea la restauración del Edificio Ronald, una galería comercial a la usanza de los pasajes europeos de la belle époque que Walter Benjamin utilizaba como referente para hablar, entre otras cosas, de los efectos hipnotizantes de la mercancía. Las galerías no eran, para él, una metáfora del capitalismo; eran expresiones muy concretas de cómo la ciudad y la mercancía, especialmente a partir de la producción en masa, podían gatillar conjuntamente una fantasía colectiva. Hoy, en cambio, cuando uno pasea por el Edificio Ronald, tiene la impresión de que el sentido ha sido invertido: lo que está a la venta es la fantasía misma como producto: el “concepto” del barrio, del arte, de la rutina; el aire que se desvanece en el aire. Lo que no queda claro es si existe una demanda para todo esto, o si es meramente una pantomima que esconde otras intenciones.

El bus Barranco–Callao que describe Dammert es otro ejemplo. Nos remite a la estrategia que empleó el gobierno de Dubai para convertirse en el centro financiero de la península arábiga. Años antes de que se volviera la Meca plástica que es hoy, Dubai era un espejismo sostenido por vuelos ‘Jumbo’ Londres–Dubai–Londres que volaban casi vacíos, a diario, subvencionados enteramente por el emirato con el fin de consolidar el aeropuerto de Dubai como parada obligatoria —luego destino— en Medio Oriente. En el caso de Monumental Callao, a pesar de que la expansión del Circuito de Playas no se concretó, al menos la ruta podía ser dibujada en el imaginario de la clase creativa limeña. Pero el simulacro nunca produjo un destino real. Y la gentrificación no puede hacerse a distancia.

En cualquier caso, lo que más llama la atención no es la puesta en escena en sí misma, ni el tufillo a “estilo de vida” que tiene el lugar, sino aquello que no es propiamente visible: las triquiñuelas de Félix Moreno y Odebrecht, los arreglos de Gil Shavit, la ausencia de una posición o una política metropolitana respecto a la gentrificación. El reverso del sueño de Shavit es, entonces, el conjunto de actos de subvención, corrupción y precariedad institucional que sostienen el montaje.

Al final, el problema de la gentrificación es un problema de vivienda, entendida aquí no solo como inmueble o propiedad, sino sobre todo como unidad económica y social. Por eso, el patrimonio se vuelve un arma de doble filo cuando no va acompañado de propuestas que aseguren que los residentes de una zona puedan beneficiarse directamente–y no vía chorreo–, del incremento en el valor del suelo que produce la renovación urbana. Y, sobre este punto, Dammert lanza algunas sugerencias importantes, más allá del caso de Monumental Callao: ¿Para quién es el patrimonio? ¿Y hasta qué punto el discurso que lo rodea justifica los efectos más nocivos de la gentrificación? La inversión de Shavit tendría más sentido si planteara una estrategia de vivienda y de comercio, a la par de la renovación física del barrio, que sea atractiva para varios niveles socioeconómicos y no sólo para los que viajan en bus desde Barranco. Pero sospecho que quizás éste no sea el objetivo del proyecto.

Crédito fotográfico: Ibrehaut – Own work, CC BY-SA 4.0 (detalle)

08.02.2020

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