Destino: vagabunda. Memorias de Carmen Ollé

Eleonora Falco

El libro en el que elige reunir sus memorias hasta la fecha Carmen Ollé tiene una sola voz y es, tal vez, varios libros.

En la carátula y en la hoja inicial figura el título y también el nombre de la autora inscrito como si fuera una firma. Y en la hoja en que se da título a cada Parte aparece cortado el nombre por escisión del diseño, m e n, de modo que la “´firma” recorre el libro. Cada Parte lleva, como los volúmenes de Victoria Ocampo, una fotografía, sin leyenda ni fecha, que insiste en la presencia de la escritora. Las fotos trazan juntas el itinerario de quien deja de ser la joven que mira de lado, la niña en su traje de Primera Comunión o la joven que atraviesa la Plaza San Martín y la que se convierte en escritora, la que se retrata en China, ante la Ciudad Prohibida, camino del Foro de Huerú, la que aparece sentada junto a su marido Enrique Verástegui ante la tumba de Vallejo en el cementerio de Montparnasse, la que incorpora una foto de perfil y la que cierra el volumen con los dedos con que escribe entrecruzados, la sonrisa pícara que es su conquista y la mirada vuelta hacia un lado.

Plantear el propio título al comenzar con Destino y dos puntos sugiere equívocamente que ha de seguir una meta, un punto de llegada. Pero no: lo que sigue es vagabunda, el sino de la escritora, como lo explica tras igual epígrafe más adelante, “Mi destino era ser vagabunda” (80). La lógica de la experiencia errabunda impera en los lugares de la memoria, en la lectura y la producción literaria, en el mundo del idilio y en el del trabajo.

I

El eje inicial del lugar es, como suele ser en la escritura autobiográfica, la casa familiar. Y no solo es un espacio físico sino también uno social: entre los acaudalados de la Avenida Salaverry y los corralones de Lince se yergue la casona de la cuadra 12 del jirón León Velarde. Y luego el paso por el estudio en Maranga, la avenida La Encalada, en Monterrico, y la plaza Raimondi en Barranco, así como el departamento de Santiago de Surco, incluidos los viajes a Europa – el segundo tras el matrimonio –, la estadía de Barcelona, en Menorca, donde la joven pareja solo lee y escribe, y el tiempo de París, donde la joven poeta escribe, limpia escaleras de casas ajenas, traduce del francés ante el médico que examina a su marido y lo sigue los domingos a visitas a colecciones  de arte oriental, ella que no ama ni museos ni ruinas.  Carmen Ollé nos ofrece de Lima, la ciudad que como su madre está en todos sus textos, recuerdos de los días de estudiante en San Marcos con Esther Castañeda y los amigos, los días de enamoramiento y las reuniones años más tarde. Al citar con nombre jirones e iglesias y detenerse en cafés, chifas y bares, en librerías de viejo, quioscos y parques se dibuja ante quien lee su cuidadosa cartografía. El empeño en retratar el mundo descubierto es mucho mayor que el que dedica a ilustrar su barrio, en Lince, o el de su colegio, en Miraflores.

II

Retratarse Carmen Ollé como ávida lectora temprana marca un primer paso para abrirse a un mundo no cercado por la ley familiar y para fundar su origen de escritora. Es a este respecto muy viva la rebeldía ante una madre que apenas lee.

Vagar de los artículos iniciales a la poesía y a la narrativa y seguir escribiendo artículos, desde los tempranos aparecidos en La Crónica, hasta los ensayos recogidos en publicaciones de Centros de Investigación que elaboró paralelamente a la creación.

Carmen Ollé ha pensado mucho, siempre, en el lenguaje. En diferentes secciones del volumen se explaya sobre la propia escritura, la poesía, los logros y los textos no bien recibidos. Porque ha cavilado mucho sobre su propia labor se detiene en la mirada de los críticos. Es, sin embargo, mayor la importancia que da a las opiniones de los amigos. Acusa el golpe cuando señala “Pero hay cosas más duras, como cuando una amiga le dice a otra que todo lo que yo escribo son solo recuerdos y que, por lo tanto, no tiene valor” (219). La postura recuerda a la de los nefastos detractores de Annie Ernaux que, cuando se le otorgó el Nobel de Literatura, dijeron que se premiaba a una mujer que no había hecho otra cosa que pasarse la vida escribiendo de ella misma. Cuando el escritor Miguel Gutiérrez le habla de su lectura de Noches de Adrenalina la joven poeta queda fascinada. Valora especialmente el vínculo cercano que la une al escritor, profesor como ella en La Cantuta. Esa misma cercanía la hace escuchar del amigo escritor la acusación de pituca limeña cuando ella defiende su novela corta, autobiográfica (156). Una muchacha bajo su paraguas, cuya segunda parte termina por arrojar, por el rechazo de los editores visitados y “las opiniones drásticas de Miguel” (157). Cinéfila, hay instantes del volumen en que aparecen motivos casi cinematográficos como síntesis de la soledad -Miguel Gutiérrez escribiendo en Obrajillo envuelto en la casulla del cura en cuya casa se alojaba- o de la muerte -los lentes y unas fotos de Esther Castañeda, en la casona de San Marcos, donde se la había velado, cuando el féretro ya había partido al cementerio.

Foto: Archivo Carmen Ollé / Lima en Escena. Magazine Cultural

Pero cuando Gabriela Wiener le pregunta en una entrevista abreviada en el volumen si quemaría algún texto publicado Carmen Ollé habla de la voluntad de rehacer los textos, nunca hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.

Hay en las memorias un amplísimo registro que se acoge con aprecio. Causan extrañeza elecciones léxicas como “macilento” o como cuando la autora llama “ríspida” a la propia voz, suelta que una directora no la “traga” o llama a la madre y la tía “caseritas” del casino Luxor. Quien lee sonríe ante el coloquialismo desenfadado.

Hay repeticiones de las que Ollé misma dice “como ya dije”, y que recuerdan una estructura coclear: en cada vuelta de la espiral del caracol se amplía el relato y se toca por fuerza una instancia antes abordada, como en el dibujo del caracol que pende del cuello de la autora pensativa en la sugerente carátula de Renzo Rabanal Pérez-Roca.

III

Desde el recuerdo del primer encuentro no consumado antes de los veinte años en Europa, pasando por el que “la mandó al infierno”, hasta el último eslabón de la cadena, apenas si hay censura en los relatos. Mientras que unos se enumeran al paso, de otros se consignan emails.

Carmen Ollé también ha pensado mucho en los afectos. Es gracioso cómo le provoca risa quien antes le causó desazón y cómo “uno de ellos me sentenció a estar sola en mi vejez. Nunca se cumplió su sentencia, porque no me he sentido sola ni ayer ni hoy” (248-49). Ollé sentencia enseguida, en cambio, “quizás lo único que en verdad reconozco como mío sea el sueño” (249). Y quizás su única labor sea la de transfigurar el sueño en escritura.

Carmen Ollé se sintió siempre atormentada por el miedo a morir, y sufrió con pavor de joven ataques de pánico. Junto al suicidio de la amiga de colegio Ada Debernardis antes de cumplir los veinte años, recuerda el suicidio de María Emilia Cornejo, a quien solo Esther Castañenda conoció.  A la muerte de Esther se suma la de Pilar Dughi, escritora cercana con la que viaja a ferias del libro y congresos. Y el fallecimiento del poeta Víctor Mazzi por paro cardiaco presagia la muerte de Miguel Gutiérrez por la misma causa. Siempre atenta a muertes violentas, la autora consigna la de Élmer, que muere apuñalado a los 20 años, hijo de la señora Nélida que trabajó en casa de los Ollé, madre de Marlene, hermana adoptiva de Carmen Ollé. Otra joven, Agnes, que acompaña a Carmen a un taller de escritura para enfermos de sida en el Hogar San Camilo en Barrios Altos, estudiante de danza en Moscú, muere asesinada por vándalos en la nieve. Y se relata también la muerte de la niña Pamelita, ahogada en La Chira. Es la atracción del otro lado, explica Ollé: “siempre me ha gustado mirar lo que habita al otro lado del espejo, lo desconocido, lo prohibido (13). Y explica siempre explica el trasfondo social y político de las instancias privadas que describe. Solo sorprende que, a diferencia de las novelas de Annie Ernaux, por ejemplo, no jalonara esos momentos inscribiéndolos paralelamente a los célebres crímenes que marcaron la vida en la ciudad de Lima.

IV

Profesora en La Cantuta a la vuelta de Europa, en tiempos del conflicto armado interno, breve paso por Nueva Jersey y Nueva York, y Directora de dos ONG feministas que describe con genial sentido del humor partiendo de la “suerte relativa” que supuso conseguir esos trabajos. Luego la autora se ha dedicado durante años a trabajos literarios y al dictado de talleres de escritura creativa. Quien lee puede seguir el recuento de la asistencia a congresos de literatura, ferias del libro o de las ocasiones en que la invitan a dictar talleres sin que ello diera nunca lugar a un empleo más estable. Es lejana la holgura de la casa de León Velarde para la autora que pone a la venta cartas y libros a fin de salvar situaciones apremiantes. Es el destino que la nación les reserva a sus escritores. Hacia el final del volumen un desprendimiento de retina que el seguro no cubre lleva a que “muchos escritores, artistas, periodistas, alumnas de mis talleres (hicieran) una colecta para pagar las dos operaciones que necesitaba” (331). Sigue un amargo lamento sobre el desamparo: “[u]na ciudad y un país que han abandonado a sus ciudadanos” (342). Celebramos el talento de Carmen Ollé y compartimos su ira ante la injusticia, su indesmayable ánimo de denuncia.

Carmen Ollé escribe sus memorias y las ofrece no en clave de confesión sino en clave de libertad. Más de cuatro decenios después de su súbita irrupción en la poesía en el año 1981, Ollé vuelve a traspasar una frontera. La aparición de este volumen representa un parteaguas en un ámbito ajeno a la tradición autobiográfica con excepciones como la de López Albújar, al que una Carmen Ollé de trece años escribió en protesta por el final de Matalaché, la del Vargas Llosa del relato electoral y el Bryce de las antimemorias o el Arguedas de los diarios y cartas, el Ribeyro de los diarios y el José Miguel Oviedo de las memorias -a los tres últimos se refiere la autora. Ollé irrumpe en un territorio casi no hollado en la tradición castellana y logra clavar con firmeza su voz entre las voces sexuadas de la literatura peruana.

Hay un largo recorrido por los innumerables familiares, los hermanos, cuñadas, sobrinos, tías y padres y empleadas que cobran vida en estas páginas, el sinnúmero de amigos y no tan amigos, profesores y escritores, críticos, directoras de ONG y alumnos que figuran tan especialmente en cada centro en el que enseñó y aún enseña. Hacia el fin del itinerario, el mundo más cálido que comparte es, en primer término, el del estrecho círculo familiar y, enseguida, el de las poetas a las que dedica el volumen.


Carmen Ollé. Destino: vagabunda. Memorias. Lima: Peisa, 2023.


Ernaux, Annie. Écrire la vie. París: Gallimard, 2011.

Esparza Cecilia. El Perú en la memoria. Sujeto y nación en la escritura autobiográfica. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2006.

Ungemuth, Nicolas. “Annie Ernaux: Prix Nobel de littérature: et si c’était nul?”. Le Figaro, 19/10/2022.

Saona Margarita. “La autobiografía intelectual como antinomia en la escritura de mujeres”. En Sara Beatriz Guardia (Edición y compilación). Mujeres que escriben en América Latina. Lima: CEMHAL, 2007.

17.02.2024

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