El cholo en la literatura peruana: el odio a nosotros mismos en periodos globales

Félix Terrones

De entrada, ingresamos en la intimidad del individuo sentado en medio de la penumbra. Entre las manos tiene una placa, el reverso de un retrato que suponemos suyo. En la escena, el sujeto está mirando y nosotros lo observamos mirar. No es cualquier persona, sino Martín Chambi. A él le debemos un acervo iconográfico del sur nacional donde se mezcla audacia estética con una mirada que oscila entre el humor y una sensibilidad única para presentar personajes. Lo que está viendo el fotógrafo —lo que estamos viendo con él— es un hombre andino que, en el juego de miradas, se revela a sí mismo adentro de su cámara oscura, ahí mismo donde desarrolla su arte y despliega su personalidad.

Pero yo también veo algo más y eso es el artista que reflexiona con respecto de su oficio de fotógrafo gracias al cual nos legó imágenes—coherentes y a la vez heterogéneas— de la vida cotidiana en los Andes. Sustrayéndolos del tiempo y el espacio, sin desnaturalizarlos, aunque insuflándoles una poesía muy personal, les ha entregado a sus retratados una cualidad humana que conmueve, interpela y agita.

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Desde mediados del siglo XX, pero con mayor énfasis desde comienzos del nuevo milenio, varios escritores han abordado la temática del cholo. Ahora bien, a diferencia de décadas anteriores, sus libros no se contentan con ser leídos por los compatriotas, sino que circulan a escala hispanoamericana e incluso son traducidos a otros idiomas. Recientemente, por ejemplo, Huaco retrato (2021) de Gabriela Wiener fue publicado en inglés y francés. El hecho de que la discusión acerca de lo cholo por primera vez trascienda las fronteras nacionales debería ser entendido, según muchos, como la conjunción de la renovada inquietud acerca de lo racial con la necesidad por despercudirse, finalmente, de esa mirada occidental demasiado cosificadora y alienante. Con sus palabras, Carlos Pardo lo formula en El País: se “critica una modernidad que se ha querido abstracta, blanca, occidental y masculina” (27/11/21). Así, estaríamos asistiendo a la emancipación de la choledad, durante mucho silenciada, sometida y deformada. Más aún, a diferencia de generaciones precedentes, los escritores actuales no esquivarían el problema, sino que pondrían palabras sobre el hecho de ser cholo en una sociedad tan racista como la peruana.

Me permito expresar mi perplejidad. Nuestra literatura no sólo sigue abordando lo cholo sin mirarlo cara a cara, sino que bajo la excusa de la decolonialidad estamos asistiendo a una nueva domesticación del tema operada esta vez por el mercado. En otras palabras, no se está llevando el problema a la literatura, con su inaplazable urgencia, sino que se nos entrega una versión for export para el consumo progre de los lectores europeos, ávidos por sentirse agitados por algo más que no sea pagar los impuestos, pasear a la mascota y pensar dónde pasar las siguientes vacaciones en los momentos de respiro que entrega la vida burguesa. 

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En su ensayo El odio a sí mismo en la novela africana contemporánea (2017), Bourahima Ouattara apunta que “la novela negro-africana francófona está llena de personajes que, aspirando a ser lo que no son, reniegan y expulsan lejos de ellos lo que en verdad son. Este vínculo desfigurado consigo mismo introduce a la prueba psicológica y existencial del odio a sí mismo”. Más adelante, el ensayista compara a los autores africanos francófonos de las generaciones precedentes con los de las actuales: “los novelistas de la joven generación acabaron por hacer de la detestación de sus orígenes el fermento de sus ficciones. Ellos han mezclado los discursos etnológicos con los relatos de literaturas coloniales en grado tal que sucumbieron al folklore, al pintoresquismo y a diversos lugares comunes que resultan de interés para un lectorado poco enterado de las culturas y civilizaciones negras”.

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Miro la foto de Martín Chambi y me pregunto hasta qué punto la situación actual puede ser explicada a partir de lo avanzado por Outtara. En otras palabras, lejos de plantear relatos de emancipación, los escritores actuales plasmarían lo cholo, sí, pero desde diversos grados del “odio a sí mismos” caracterizado por Outtara. También del autodenigramiento puesto en escena e insertado en un circuito de consumo atento al exorcismo de la diferencia. Desde luego, cada área tiene su especificidad, razón por la cual, por ejemplo, en la literatura peruana actualmente no se trata tanto de ficción, como plantea Outtara, como de ensayos o crónicas. Estos últimos permiten representar desde la subjetividad que se despliega y está en permanente movimiento una “choledad” singular y en abierta sintonía con la globalización.

Del Ande al orbe parece haber un solo salto pero que se resuelve de manera más que perniciosa.

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Pienso, primero, en Jeremías Gamboa, quien plantea una asociación funcional entre individuo y escritura. Como autor, Gamboa despliega declaraciones y actividad en redes con extremada coherencia para enfatizar su “diferencia” provinciana. Así, opera y codifica un primer elemento de lectura: apelando a la sensiblería de los lectores, despolitiza lo cholo, le quita aristas, haciéndolo susceptible de despertar la compasión. En abierta consecuencia con esto, la obra de Gamboa hace de la choledad no tanto un espacio de enunciación crispada, por problemático, como un territorio del cual se debe escapar a cualquier precio. Los personajes de sus ficciones son más exitosos mientras más se blanquean.

En una escena de Contarlo todo (2013), el narrador-protagonista, deja tarde a la chica con la que está saliendo en su casa familiar. Este hecho le vale una reprimenda del patriarca, quien, según se sugiere, lo insulta con el “cholo de mierda” tan estructurador en nuestra sociedad. Sintomáticamente, el narrador-protagonista insinúa el insulto, pero lo elide del relato por doloroso. Más adelante entendemos mejor el funcionamiento del narrador-personaje: asume su “pecado original”, pero no para reivindicarlo en una sociedad de castas, sino para resignarse a él y, a partir de esa autonegación primordial, articular una estrategia de superación. Se puede ser cholo, sí, pero lo que importa es ser el cholo exitoso, frotarse con los blancos hasta adquirir su color. Qué importa si en el camino se niega el lugar de origen cuando lo necesario es adscribirse a la modernidad.

Al final, la ética neoliberal del self made man, convertida en valor de cambio universal, parece resolver la tensión secular del ser cholo.

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“Nadie deja de ser cholo en el Perú, los más pitucos tiemblan cuando entran en Londres”, sentencia Gamboa en una entrevista. En la actualidad, para el autor de Contarlo todo, el peruano es ineluctablemente un cholo en escala global. Sin importar en qué colegio se estudió, de qué barrio se viene ni el distrito de origen, lo nacional y la choledad serían las dos caras de la misma moneda. El pituco limeño tiembla en Londres, como el cholo apurimeño lo hace en Lima. Todo es un asunto de geometría variable. La choledad, según Gamboa, se sustituye al ser peruano y con esa pirueta cree resolver el asunto, cuando en verdad lo ha escamoteado. Más aún, nos deja entender que el peruano debe resignarse a su lugar sometido, a su condición de comparsa, a ser, para reformular a Frantz Fanon, a lo sumo un individuo de piel oscura, pero con una máscara blanca.

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En Huaco retrato no hay relato de emancipación a la manera de Gamboa, sino la escenificación, controlada y narcisista, del ajuste de cuentas con el pasado propio. Dicho ajuste de cuentas es desplegado para el lectorado que Wiener se ha ido constituyendo con cada entrega. Podría caracterizarlo como un lectorado morboso, anhelante por adherirse a las proclamas de la autora, a la vez que movilizado por la voluntad de discutir alrededor de un café acerca de sus libros publicados en transnacionales que acentúan la paradoja de la autora y su literatura: por un lado, un personaje que se construye como transgresor, mientras que por el otro, una literatura que se agita sin verdaderamente cuestionar, apuntando hacia lo que el establishment cultural ha decretado como subversivo. 

En este momento, recuerdo una escena del libro en particular, donde se cuenta el careo con un huaco retrato en un museo parisino. Muchos han leído en esa escena la diatriba contra el saqueo colonial de nuestro patrimonio. Más aún, Wiener apuntaría a los estupros que habrían configurado nuestra sociedad desde hace muchísimos siglos en una línea que desembocaría directamente en ella misma, descendiente del abuso cometido por Charles Wiener a una mujer peruana. No obstante, en su libro la escena pierde todo su potencial desestabilizador en términos sociales. Más allá de articular los elementos esperados, por convencionales, para mostrar al espectador la teatralidad del encuentro, la escena no alcanza vuelo simbólico, se queda en su llaneza denotativa, sin mayor alcance que el de un ajuste de cuentas individual.

De hecho, creo que la llaneza es un reproche que se puede proyectar al resto del libro. En Huaco retrato las ideas que se enarbolan no llegan a abrir un espacio de debate y cuestionamiento. Y creo que una gran parte tiene que ver con lo desprolijo del libro: la estructura es descosida; los paralelos que se quiere plantear no están bien definidos; pese a su brevedad, varias escenas son repetitivas; sin olvidar el maniqueísmo con el que articula su argumento. La novela no alcanza la sosegada violencia enmarcada y puesta en escena décadas atrás por Martín Chambi. Una sosegada violencia que me parece mucho más inquisitiva en su formulación y alcances que la ejecución literaria de Gabriela Wiener, demasiado concentrada en su solipsismo. Recordando a Outtara, su odio no sería el de Gamboa sino el de quien confunde un happening con una huelga, lo espectacular con lo verdaderamente político.  

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El odio hacia sí mismo emerge incluso después de haber viajado por diversos parajes andinos. Con el desplazamiento, el escritor no sólo ha descubierto el paisaje, sino que también ha interactuado con sus gentes, en un ejercicio que podría ser a la vez de formación y cuestionamiento. En De dónde venimos los cholos (2016), Marco Avilés asume el avatar del antropólogo-viajero que abandona la civilización limeña para adentrarse en los andes y redactar crónicas de esos cholos para un público global. Esto explica el español estandarizado con el que escribe y el hecho que desestime peruanismos en beneficio de “mejillas”, “autobuses”, “chaquetas”, “botellones”. Hasta los cerros son convertidos en “montañas”. Si el público objetivo que se deduce de las elecciones léxicas va más allá de lo peruano, la razón, en principio, si le creemos a la contratapa, es política: De donde venimos los cholos sería un libro “escrito en una época en que muchos políticos encuentran los argumentos para expulsar de sus países a los extranjeros, a los latinos, a los diferentes”. Así, Avilés buscaría que lo cholo resuene con lo migrante a escala planetaria.

No me la creo. Para mí, las elecciones léxicas se explican de otra manera. Se trata de generar un extrañamiento verbal con respecto de la propia realidad, un extrañamiento que hace del cronista un sujeto singular. Pese a declararse a sí mismo como cholo, su singularidad radica en la capacidad de deslizarse hacia un lugar de enunciación que le permite una distancia aséptica frente a lo cholo y lo indígena. En este sentido, nada más empezar el libro Avilés se cura en salud y escribe: “Soy cholo, con cierta luz, tiro para blanco…”. Quien escribe se define a sí mismo como cholo, pero no tanto, lo cual adquiere nuevos significados inmediatamente después cuando recuerda a quien sí era un “verdadero” cholo, un viejo camarada de colegio: “Cochachi era cholo hasta la punta del cabello”. Después, se hace alusión a su lenguaje: “su español andino estaba marcado por erres notorias como montañas”. Frente al español estandarizado y global que maneja el cronista, el cual le permite una circulación horizontal por las ciudades civilizadas, se opone el español andino que encierra a Cochachi, le impide “integrarse” a la vez que le lleva a ser objeto de marginación.

Aún peor, el español estandarizado y global con el que escribe el cronista es enfrentado a un remedo de escritura efectuado por Cochachi, nada menos que en la Biblioteca Nacional donde ambos se encuentran por casualidad después de años. Ahí, entre libros y anaqueles, Avilés advierte primero que Cochachi no ha cambiado: “su cabello era el mismo pajar rebelde”. Los cholos que no tiran para blancos, por más que intenten cultivarse, no escapan de su destino biológico. Pero dentro de la Biblioteca no debería haber diferencias: entre lectores, lo racial tendría que ser un detalle insignificante. No es el caso para Avilés pues Cochachi, a diferencia de un “cholo blanco” como él, no escribía, sino que “copiaba frases desde un diccionario etimológico”. En el colmo del desprecio, o mejor sería decir del odio, en la mirada de Avilés su excondiscípulo no sólo rebaja el proceso de escritura a la burda copia, sino que la efectúa de la manera más caricaturesca posible: “manejaba con destreza maniática cuatro colores de lapiceros: azul para los textos, rojo para los signos de puntuación, negro para los títulos, verde para resaltar las palabras importantes”. Infantilizado, condenado a ser un eterno escolar, Cochachi reacciona con rencor apenas reconoce a Avilés, quien antes se burlaba de él y más adelante escribirá el retrato que leemos. Aquí resuena la frase que muchas veces escuchamos en alusión a quien no acepta “ubicarse”: cholo resentido.

Tras la lectura de De dónde venimos los cholos, me doy cuenta de que no hay lugar para el sujeto escindido, fracturado, sino que el autor la tiene bastante clara. El periplo del cronista-viajero termina nada menos que en el epicentro del racismo secular: la capital, Lima. Después de los elogios a la cocina peruana, por mestiza y rica, verdaderos tópicos esnob, Avilés va al encuentro de chefs que lo dejan entrar en sus exclusivos restaurantes, bajo la condición de escribir acerca de ellos. El Marco Avilés que en el prefacio cuenta que de joven no fue autorizado a entrar en una discoteca pituca, al final de su libro, como si fuera la versión cronística del protagonista de Contarlo todo, muestra que al cabo de los años se ha blanqueado lo suficiente para poder sentarse en la mesa con los dueños, quienes manejan y crean el capital simbólico. De los cocineros y limpiadores, de las mujeres que lavan la vajilla, de las chicas que pelan las legumbres en el anonimato de las cocinas no hay rastro alguno. ¿De todos modos por qué habría de haberlo? Son los cholos proletarios que deben mantenerse en la sombra para que el escritor sueñe y publique y circule por el globo.

El odio a sí mismo convertido en ampay me salvo, el odio a sí mismo en su faceta más neoliberal. A lo largo de las páginas de su libro va señalando los remotos parajes adonde viaja con el objetivo de presentar lo típico, lo folklórico y pintoresco a su público. Lejos de mostrar el empuje migrante acerca del cual se habla en la contratapa, lo que propone es una caricatura del primitivo ya lista para el uso de la derecha global.

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La frase era “Cuando Chacalón canta los cerros bajan”. Aludía a la capacidad de convocatoria entre los migrantes que tenía el cantante de Soy muchacho provinciano: “No tengo padre ni madre / ni perro que a mi me ladre / solo tengo la esperanza / ay, ay, ay, ay de progresar”. Otro tanto se podría decir de los Shapis y, muchos años después, de Johny Orosco o Makuko Gallardo, dos cholos fallecidos en el extranjero adonde partieron para llamar a los cerros, pero en Buenos Aires y París. También fueron cholos Yma Sumac y los Pakines, con quienes muchos rumbeamos de niños en las fiestas familiares. Cómo no pensar en Tulio Loza, el cholo Sotil, Machucao y, ya pasando a la política, ese mal necesario, en el chino Velasco, Alejandro Toledo, María Sumire —choleada malamente por Martha Hildebrandt— y, desde luego, Pedro Castillo Terrones. No se trata de elaborar un catálogo desprolijo de cholos nacionales, sino de recordar a gente que, de un modo o de otro, son “figuras insoslayables de la cultura popular chola”, como me escribe un amigo. 

Curiosamente, Gamboa, Wiener y Avilés no plantean el diálogo o la discusión con esas figuras u otras, que las hay y son legión. Tengo la impresión de que los escritores autoproclamados cholos rechazan las filiaciones; o bien, cholean lo cholo, en el sentido de ignorarlo, puesto que para circular globalmente este sería un lastre. La paradoja es flagrante, pero a la vez constitutiva: ser un cholo global requiere inventarse desde cero, desatender a figuras y momentos que peruanizarían demasiado —ese es el riesgo, aunque esa era el desafío— sus propuestas literarias. Estas últimas necesitan presentarse casi como aparecidas por generación espontánea a la vez que indiferentes a una choledad genuina, por “intraducible”.    

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Entre las diversas representaciones del nuevo milenio, el cholo queda atrapado, inmovilizado, amansado para una circulación global, un consumo buenaconciencia. Esto explica que numerosos académicos europeos y norteamericanos enarbolen estos textos como acabados ejemplos de decolonialidad. Miopía universitaria, astigmatismo del primer mundo que muestra, una vez más, que la academia ya no es un contrapoder frente a las transnacionales y la prensa, sino que termina consumiendo lo mismo, limitándose a entregarle una pátina de sofisticación. En lugar de hacer de lo cholo un acicate a la emancipación, el odio de sí mismo, del cual habla Outtara, ha neutralizado a nuestros autores, quienes canjean lo político por el narcisismo y cierran de ese modo el círculo de la exclusión.¿En literatura existen vías alternativas que reemplacen al odio de sí mismo? ¿O estamos condenados a abordar nuestra complejidad siempre bajo la óptica de un conservadurismo disfrazado de transgresión? No es una cuestión de falta de precedentes, al menos no en nuestra literatura. Tenemos ficciones como La ciudad y los perros (1963) o El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), en las que se desnuda a nuestra sociedad en toda su violencia racial. Sin necesidad de acudir a novelas, pienso en un cuento tan breve como “El sueño del pongo”, en el que Arguedas ficcionaliza, con maestría y humor, el racismo secular sobre el que se asientan todas nuestras injusticias. Siento la misma fuerza en Marrón (2022), las memorias de Rocío Quillahuamán, donde interroga su condición de migrante en España. Tantos años afuera han convertido al Perú en un recuerdo gris —como si otro color pudiera ser posible….— que, con todo, justifica el acto de escritura a partir de miedos, tribulaciones, complejos, rencores y afectos. Chola, proletaria y extranjera, Quillahuamán hace de la fragilidad desde la que enuncia una oportunidad para interrogar de dónde se viene y de esa forma entender el presente propio y el de la gente que se quiere.

¿Por qué muchos asumen esta producción literaria como disruptiva? Preferimos dejar que unos cuantos monopolicen lo cholo, incluso si eso significa que los simplifiquen y asepticen. Otras latitudes en América Latina como Bolivia, Brasil y México tematizan lo racial desde una agenda cargadamente política. En el Perú, hacer lo mismo parece haberse convertido en una broma de mal gusto, en asunto de resentidos o, lo que es casi lo mismo, de terrucos. A diferencia de Martín Chambi en su autorretrato, no nos miramos cara a cara, sino que nos empeñamos en damos la espalda, tal y como ocurre en el afiche del Festival de Cine del Centro Cultural de la Universidad Católica (2007). Ahí, una serie de actores y directores latinoamericanos caminan por una calle limeña; varios de ellos miran al espectador. El único personaje a quien no miramos cara a cara es, precisamente, el que más se parece a nosotros mismos, perfectamente reconocible, aunque esté de espaldas: el cholo.

En su momento, se pensó mucho en torno a la imagen. Se lanzaron numerosas interpretaciones que enfatizaban, cada una a su manera, nuestro racismo. Tras la reflexión que acabo de plantear me gustaría señalar que, si bien los personajes comparten las calles, sólo uno no tiene rostro. Es el que nos da la espalda, quizá cansado o harto o decepcionado de ser siempre ese decorado siniestro que necesitamos quienes escribimos o producimos cultura para mejor destacar en la aldea global, mostrar que salimos, escapamos, nos superamos, cuando en verdad seguimos dando forma al odio a nosotros mismos. 

No quisimos mirarlo a los ojos, él nos ha dado la espalda y, en esa falta de comunicación, se sigue resolviendo nuestra literatura y nuestro arte. Somos una sociedad fracturada que no se anima a mirarse al espejo para elaborar alegorías y metáforas transgresoras de verdad, sino que vive de los espejismos.


Imagen central: Martín Chambi (Coasa, 1891 – Cuzco, 1973). Autorretrato con placa de vidrio. ca. 1925. Copia moderna en gelatina de plata sobre papel. 25 x 20 cm. Museo de Arte de Lima. Donación Archivo Chambi y Fundación Telefónica. 2001.8.12. Cortesía Sucesión Martín Chambi.

13.04.2024

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