Es difícil abordar las últimas ficciones de un autor tan prolífico como Mario Vargas Llosa. En lo personal, la última novela suya que leí fue El héroe discreto, una ficción que por su esquematismo me pareció uno de los puntos más bajos en la carrera del mismo individuo que había escrito La casa verde o Conversación en La Catedral. Lejos de esas aventuras totales que, desde la ficción, suplantaban la experiencia, muy distante de esos frescos que representaban al Perú en toda su complejidad, El héroe discreto me pareció la etapa culminante de una vía asumida con Travesuras de una niña mala. Pese a estar bien contado, también era un libro en cierta medida complaciente, así como carente de ese impulso por hacer de la ficción una manera de representar sin concesiones la realidad. Por otro lado, estoy convencido de que el problema de la crítica con respecto de las últimas novelas de Mario Vargas Llosa radica precisamente en la monumentalidad de la obra. Por ejemplo, acabo de leer la reseña escrita por Albert Bensoussan, su traductor al francés, quien no dedica un solo párrafo a Le dedico mi silencio, sino que se explaya en una visión panorámica de su obra. Desde luego, es interesante y valioso situar un libro en el paisaje de su autor, pero con Vargas Llosa se trafica el mediano o incluso bajo nivel de las últimas entregas con la riqueza de una obra cimentada a lo largo de las primeras décadas de su trayectoria.
En mi opinión, el interés de Le dedico mi silencio es doble. Por un lado, se trata de la anunciada última novela del escritor que mejor ha interrogado la realidad nacional, pese a las críticas, hasta cierto punto justificadas, de intelectuales como Ángel Rama. Muy pocas veces se ha visto una trayectoria como la de Mario Vargas Llosa, un escritor que ha cristalizado una obra rica, arriesgada, casi siempre original, en registros diversos como la novela urbana, la policial, la histórica, incluso la novela erótica, solo por enlistar algunos, y siempre oscilando entre el drama, lo grotesco, la tragedia y también el carnaval. De ahí que su anunciado silencio revista de un aura singular a su última novela, en la que efectivamente resuenan, como en una catedral, las voces, temáticas y obsesiones de las ficciones previas. Pienso particularmente en el segundo aspecto que también le otorga interés a la novela, el de las utopías, verdadera columna vertebral de la obra novelesca del peruano, así como de su quehacer intelectual.
Le dedico mi silencio nos presenta un tipo de personaje muy frecuente en la obra de Mario Vargas Llosa. Toño Azpilcueta, el protagonista, es un individuo normal, hasta insignificante, caracterizado por su amor a la música popular peruana. La existencia de Toño transcurre en Villa el Salvador, sin mayores sorpresas, hasta que ocurre el evento que cambiará todo. Una mañana, recibe la llamada nada menos que del académico José Durand Flores quien lo invita a un concierto de Lalo Molfino, “el mejor guitarrista del Perú y acaso del mundo” (19). Intrigado, aunque escéptico, puesto que ya conoce a todos los nombres de la música nacional, Azpilcueta acude al lugar del concierto, sin adivinar el profundo remezón que representaría para él. Porque no solo se trataba de un músico tan virtuoso como atrabiliario sino que su precoz desaparición desencadena en Azpilcueta la voluntad, incluso podría escribir el deber, de entender su genialidad. Antes de morir, con todo, Molfino tuvo tiempo para decirle a la cantante Cecilia Barraza que le dedicaba su silencio, lo cual no solo explica en parte el título de la novela, sino que también proyecta la sombra de incertidumbre a su biografía.
De hecho, tras la muerte de Molfino, postrado en una cama de hospital, Toño Azpilcueta se siente investido de una misión. Como Pantaleón Pantoja, Saúl Zuratas, Flora Tristán, y tantos otros personajes de Vargas Llosa, Azpilcueta decide descifrar el misterio detrás del precoz silencio de Molfino. ¿De dónde venía quien estaba llamado a ser el más grande músico popular? ¿Qué eventos, circunstancias, hechos, dejaron cicatrices en la vida de un genio tan fulgurante como intenso y, para mayor desgracia, desconocido? La necesidad de resolver esas preguntas le lleva a indagar en los humildes orígenes de Molfino —como si un genio pudiera ser explicado a partir de su biografía —, lo cual no deja de repercutir en su propia existencia. Porque muy pronto Azpilcueta decide retomar la escritura del libro que había iniciado dedicado a la música popular. Así, por más paradójico que parezca, el silencio musical desencadena el torrente de palabras que ordenan el acercamiento al acervo cultural peruano.
La novela se desarrolla mediante una alternancia de capítulos muy propia de la narrativa de Mario Vargas Llosa. Si bien al inicio el lector no entiende el vínculo entre las partes impares y las pares, poco a poco descubre que estas últimas están relacionadas con el libro que escribe Azpilcueta. Dicho libro, ensayo o estudio, permitirá al protagonista plantear lo que entiende por música popular y el lugar que ésta ocupa en la cultura nacional. Más aún, le llevará a proponer que, a diferencia de la historia o la sociedad, la música es la que permite precisamente la unión nacional. Así, la música popular, según lo plantea Toño Azpilcueta, resulta convertida en la dinámica utopía de un encuentro entre razas, géneros, edades y clases sociales. No obstante, lentamente la lectura sucesiva de ambas líneas revela fisuras, fracturas, zonas de sombra en ese relato mezcla de tierra prometida con paraíso perdido. Porque si, por un lado, la historia de Lalo Molfino está determinada por sus orígenes lumpenescos; por otro lado, pronto se descubren los límites de querer interpretar toda la realidad social en clave armoniosa. Y esto debido a que lo popular no solo es una categoría letrada que con sus anteojeras (re)crea la realidad, sino que esta última es más rica, compleja e impredecible que la parrilla de lectura que se le quiere imponer. En este sentido, el final de la utopía de Azpilcueta se encuentra estrechamente relacionado con su crisis existencial. Muy en la línea de personajes memorables en la obra de Mario Vargas Llosa, como Pedro Camacho o Mayta, solo por citar un par de ellos, Toño Azpilcueta sucumbe finalmente a sus demonios, lo cual atomiza el febril y frágil espejismo de una nación unida por la música.
Ahora bien, el final catastrófico de la utopía no significa que se pierda el movimiento, la dinámica que llevó a su momentánea cristalización. De ahí la relevancia de Toño Azpilcueta, el héroe metido a utopista. Se trata de un personaje quijotesco, atravesado por una cruzada singular, tan genuina como absurda, en cuyo desarrollo revelará una forma de fanatismo, pautada por traumas irresueltos que, poco a poco, resultarán determinantes. La búsqueda de los orígenes de Lalo Molfino, también es el combate de Toño Azpilcueta por entender de dónde viene y hacia dónde se dirige la sociedad peruana. El hecho de que esta vez Mario Vargas Llosa, a diferencia de sus primeras novelas, no se interrogue tanto por lo político como por lo sociocultural no deja de interpelarme. Tengo la impresión de que, en abierta correspondencia con su viraje ideológico, las utopías (y sus crisis) que representa no poseen más contacto con lo político y sus vaivenes. En ese sentido, la última utopía de Mario Vargas Llosa, por lo menos la última que nos regala en la ficción, es la ejecución de un individuo aislado y marginal que apuesta por un Perú distinto al promovido por la ciudad letrada (los intelectuales y académicos sanmarquinos, por ejemplo).
Precisamente la representación de la Lima letrada y la circulación de los libros me resulta significativa por reveladora. Recuerdo que en su artículo «Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno» Antonio Cornejo Polar partía de una secuencia de La tía Julia y el escribidor en la que se contraponía la centralidad letrada —emblematizada por el edificio de la Biblioteca Nacional— con el desorden plebeyo que la rodea, el cual es “visto explícita y reiteradamente como andino” (837). En Le dedico mi silencio otra vez aparece la Biblioteca Nacional, pero sintomáticamente ese espacio ya no es representado como contrapuesto al urbano, donde circulan esos migrantes a quienes se rechaza, sino como los cuatro muros donde Azpilcueta se guarece para investigar. Se plantea entonces una serie de tensiones sintomáticas: Azpilcueta le da la espalda a la realidad urbana (el terrorismo y el fujimorismo apenas son mencionados) para mejor entender y formular su utopía del mestizaje por la música, pese a que es completamente ciego a la heterogeneidad nacional. Curiosamente, a diferencia de otros utopistas vargasllosianos, Toño Azpilcueta no termina tan mal si se considera que su libro es alabado por la Lima intelectual, así como le permite insertarse en la academia y mudarse de Villa el Salvador a San Miguel. Frente al profesor Fontana de La ciudad y los perros, trasunto del poeta César Moro, Azpilcueta llega a negociar mejor su vocación literaria e intelectual en la medida en que formula otro sueño de opio para una Lima letrada dispuesta a consumir el relato de una comunidad mestiza antes que heterogénea.
En este punto el lector me habrá entendido. Le dedico mi silencio es una novela menor en la novelística de Mario Vargas Llosa que con esta entrega culmina una trayectoria tan larga como irregular, sin duda ineludible para entender la literatura latinoamericana del siglo XX y lo que va del XXI. Entre provocador y soberbio, poco después de haber recibido el Nobel, Vargas Llosa declaró que el Perú era él. Al margen del guiño a la frase atribuida a Gustave Flaubert —Madame Bovary, c’est moi—, no deja de tener razón, si consideramos que una buena parte de su obra constituye el gran fresco nacional que literaliza la historia, el paisaje, la sociedad y el ethos peruanos. Si en su juventud Mario Vargas Llosa, gracias a Porras Barrenechea, se acercó a la disciplina de la historia, lo hizo para mejor problematizar su práctica literaria. Desde La ciudad y los perros hasta Le dedico mi silencio, las novelas de Mario Vargas Llosa se suceden para constituir, mediante sus personajes marginales, incomprendidos, enfrentados contra los poderes establecidos, una versión alternativa de la historia, versión novelesca de las derrotas individuales, que muchas veces también son sociales. El que en Le dedico mi silencio los personajes carezcan de complejidad, parezcan monigotes al servicio de un narrador demasiado preocupado por transmitir sus ideas, así como las partes pares con las impares no se articulen de forma dinámica, sino más bien forzada, sin olvidar ese lenguaje que no muestra la vivacidad del habla limeña y nacional de sus primeros escritos, redunda en una morosa experiencia de lectura en medio de la cual cada tanto chispean los grandes motivos de Mario Vargas Llosa. La violencia, el poder, la rebeldía y la imaginación, sin descuidar el humor corrosivo y carnavalesco ni el heroísmo singular de muchos de sus personajes terminan su camino con Le dedico mi silencio. Ahora, toca a los lectores seguir con el legado de Mario Vargas Llosa pero de la mejor manera posible; es decir, valorizando en su justa medida, sin los excesos de la admiración, el lugar de su literatura.
Imagen central: Camilo Blas. Marinera con cajón, 1938. Óleo sobre tela, 80 x 120 cm. Colección particular, Lima. Cortesía Archivo Digital de Arte Peruano, Museo de Arte de Lima.
11.01.2024