Los incas republicanos

José Carlos de la Puente

Los incas republicanos de Ronald Elward es la investigación genealógica más importante sobre los reyes incas y sus descendientes desde que Ella Dunbar Temple publicara La descendencia de Huayna Capac entre 1937 y 1948.1 Parte de la “Colección Bicentenario” del Fondo Editorial del Congreso, el libro aparece en un momento de tensiones en el que, precisamente, el país debate, doscientos años después, las grandes promesas de un sistema político que se inauguró con radicales gestos simbólicos como la abolición de los títulos nobiliarios, a la par que prometía garantizar el ejercicio de la libertad y la igualdad ante la ley a todos sus ciudadanos. Esta discusión nacional sobre la República vierte sus aguas en la misma coyuntura en la que, a juzgar por el interés despertado por los numerosos artículos periodísticos de Elward en El Comercio, el Cuzco experimenta un segundo renacimiento inca, con tintes a veces no menos aristocráticos que los de su contraparte del siglo XVIII.2 Este libro, prologado por un descendiente de los emperadores incas y publicado por el Congreso, le hace un guiño innegable a esta corriente. ¿Por qué la “nobleza”, esa esquiva metáfora del privilegio y la desigualdad, sigue ejerciendo una fascinación tan poderosa en una sociedad que dice estar inmersa en una euforia republicana? ¿Qué le añade el adjetivo “inca” a esta evocación colectiva y bicentenaria de la monarquía peruana, como nostálgicamente la llamara uno de los vástagos más prominentes del grupo social al que se aboca el libro de Elward? ¿Qué significa, en suma, ser inca y republicano en el Perú de hoy?3

El libro tiene una historia sui generis: comenzó como una revisión de muchos años de un número importante de protocolos notariales, registros parroquiales y otros documentos varios producidos principalmente entre 1781 y 1896. La investigación le permitió a Elward reconstruir con gran olfato genealógico los árboles de 93 familias que conservaban apellidos “reales” incas hacia 1900. El trabajo evolucionó, tiempo después, en una tesis de maestría en historia, sustentada en la Universidad de San Marcos, que indaga los factores económicos, políticos y sociales que explican la “permanencia” de esta “élite indígena” en el Cuzco republicano (39). 

El derrotero del libro nos ayuda a comprender sus fortalezas y limitaciones. En el capítulo quinto, “Genealogías”, que ocupa más de la mitad de la publicación, Elward documenta la pervivencia de estos linajes, en la mayoría de casos hasta el presente. Las cerca de 350 páginas de esta sección revelan la labor paciente y realmente sin par que se esconde tras a la reconstrucción de casi un centenar de familias “de origen inca” y sirven de soporte para afirmar, en consonancia con compraventas, testamentos y otros registros, que sus miembros disfrutaron de una posición social hasta cierto punto privilegiada, en parte heredera de las exenciones tributarias de que gozaron como “nobles” durante el régimen colonial, alimentando las filas de la clase media cuzqueña tras la Independencia (alcaldes, recaudadores, pequeños agricultores y comerciantes, propietarios de predios urbanos). A juzgar por sus roles políticos, su suerte estuvo atada, además, a los vaivenes y valencias de la “incanidad” (la cualidad de ser inca). Estas huellas documentales deberían servir para abonar investigaciones de diversa temática que no sólo se declaren deudoras de la senda abierta por Elward, sino que sigan explorando los roles políticos y económicos desempeñados por estos descendientes en el Cuzco urbano y rural del siglo XIX.

El modelo genealógico del proyecto original obliga a una toma de decisiones que, a su vez, tienen un impacto en lo que el libro nos presenta como “origen inca”, “identidad auténtica” o “élite indígena”. Elward entiende por esto último “a aquella integrada por los descendientes en línea masculina de los gobernantes incas” (56; mi énfasis). La impresionante muestra de casi once mil bautismos en que se apoya la investigación se circunscribe, por ejemplo, a los “bautizos de hijos de padre noble” (172; mi énfasis). La consecuencia es predecible: los Sahuaraura o los Ramos Titu Atauchi se vuelven aquellos que portan esos apellidos, lo cual es equivalente a decir que, tras una o dos generaciones, los descendientes por línea femenina desaparecen de la muestra (ver, por ejemplo, p. 142, en donde el autor excluye del análisis a una de las ramas femeninas de los Sahuaraura).

La razón es, en parte, heurística y, dada la enormidad de la muestra que maneja Elward, hasta cierto punto inevitable: es relativamente más sencillo seguirle la pista a un apellido “quechua” paterno considerado noble. El sesgo patrilineal a la base de la nomenclatura vigente ya en el siglo XIX hace que dicho apellido se transmita a través de varias generaciones de individuos de una familia, sobre todo entre los varones, lo cual facilita la identificación de estos descendientes en los archivos. Aunque el registro civil comenzó a funcionar en Cuzco recién en la última década del siglo XIX, la estabilidad y omnipresencia del apellido paterno eran, en realidad, una innovación de dicha centuria. En épocas anteriores—sobre todo antes de mediados del XVIII—las personas, y en especial las mujeres, no siempre llevaban el apellido de la madre o del padre. El caso de José Gabriel Tupa Amaro, cuyo apellido le venía por una antepasada, quizás sea el más conocido, pero los ejemplos de mujeres incas coloniales sin apellidos paternos per se podrían multiplicarse fácilmente.

Volviendo al trabajo de Elward, la principal limitación de esta metodología es que el grupo resultante es en parte un espejismo, una “ficción” que reproduce las lógicas masculinas detrás de la reconstrucción de genealogías, las cuales terminan influyendo también en la construcción misma de la categoría “noble indígena” en la que reposa el libro.4 La misma distancia de tres generaciones separaba a Leandro de Castilla Tito Atauchi y a Manuel Criado de Castilla, ambos personajes del siglo XVII peruano, de su antepasado común—el Inca Huayna Capac—aunque el linaje del primero (descendiente por línea paterna) encuentre cabida en el modelo de Elward y el segundo (descendiente por línea materna), no. ¿Podemos hablar en estos casos de un distinto grado de incanidad?

Este principio de selección tiene implicancias de fondo. La pregunta central que nos deja la lectura de esta minuciosa investigación es qué permanece y qué se desvanece con un “apellido”. En la página 73, el autor nos dice, por ejemplo, que “los Yarisi se extinguieron”, lo que significa simplemente que no hubo hijos varones que portaran o transmitieran el apellido. ¿Qué pasó con las mujeres? Así, y en términos generales, la desaparición de un determinado apellido es rara vez sinónimo de la “extinción” de linajes, familias o individuos, sino más bien de una reclasificación, una recalibración de acuerdo con las reglas del parentesco que rigen la descendencia femenina en una sociedad determinada.

A pesar de su arbitraria centralidad y su poder seductor en lo que concierne a las nociones de nobleza y ascendencia vigentes en las elites desde el siglo XVI (si no antes)5, el apellido paterno tampoco es siempre un indicador fiable de hasta qué punto fueron estos linajes considerados—o se consideraron a sí mismos—“incas” o “indios” o “nobles” en el siglo XIX (cfr. 118, 169). Desde la perspectiva de la etnicidad y dependiendo del contexto, un mismo “apellido” (el entramado de relaciones sociales pasadas y presentes que éste condensa), puede ser un lastre o un galardón, a veces simultáneamente. Si, por otra parte, el apellido es el vehículo o depositario de una cierta identidad, habrá que convenir en que las formas de construcción y transmisión identitarias están modeladas también por las estructuras de género. En ciertos contextos, y como han sugerido Marisol de la Cadena y otras autoras, las mujeres pueden ser “más indias”. ¿Era lo mismo ser nieta de Huayna Capac que nieto del mismo emperador? ¿En qué siglo y por qué?6

En suma, la conexión entre identidades y apellidos incas parece bastante compleja y, a pesar del grado de endogamia que Elward detecta para el siglo XIX, es un asunto que habría que seguir dilucidando históricamente. Las distintas vías de transmisión de la memoria, atravesadas por fracturas de clase, género y raza, también debieron jugar un papel importante en la conformación de una identidad inca republicana. Habría que preguntarse, para concluir, por qué en el Perú de hoy es más fácil reconocerse (al menos en términos de visibilidad en el discurso público) como auténtico “descendiente de los incas”—de los reyes incas, esto es—a partir de un apellido quechua con tintes aristocráticos que de uno quechua o español de corte “plebeyo”, aunque la distancia genealógica que medie entre los individuos que los portan y un determinado rey inca sea la misma. ¿Se es igualmente inca por descender de un hatun runa (o comunero, en la terminología de hoy) antes que de un emperador? ¿Cómo conciliar estas pretensiones, basadas en documentación autorizada por la Corona española y portadoras de ciertas lógicas innegables de antiguo régimen, con los valores republicanos que venimos proclamando desde hace dos siglos? ¿Cuál es el peso de la sangre en nuestro discurso republicano? Quizás, de manera paradójica, la valiosa investigación de Ronald Elward nos esté revelando que, antes que genealogía, se trata más bien de ideología.

Anónimo cuzqueño, Árbol genealógico que demuestra la sucesión de D.n Felipe Tupac Amaro y D.a Juana Quispesisa, ca. 1790-1800. Tinta y acuarela sobre papel. Archivo Regional del Cuzco, Genealogía de la Casa y Familia de Don Diego Felipe de Betancur, vol. I.

Ronald Elward Haagsma. Los incas republicanos. La élite indígena cusqueña entre la asimilación y la resistencia cultural (1781-1896). Prólogo de Luis Miguel Glave. Proemio de Jorge Ccorimanya Berreras. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2020 (Colección «Bicentenario de la Independencia 1821-2021»).


Crédito de la imagen: Atahualpa, 14º Inca, entrega el poder a Carlos V, rey del Perú. Detalle de la Genealogía
de los incas y reyes del Perú. Beaterio de Copacabana, Lima.

Notas

  1. Ella Dunbar Temple. La descendencia de Huayna Cápac. Lima: UNMSM, 2009. El trabajo original, que resultó esencial para el estudio de los incas después de la Conquista, se publicó en sucesivas entregas.
  2. Carmen Escalante Gutiérrez y Ricardo Valderrama Fernández. “Etnicidad y descendencia. Los Incas de hoy, de carne y hueso: Cusco 2020”. Americanía. Revista de Estudios Latinoamericanos. 11 (2020): 160-192. Elward ha reunido sus intervenciones en El Comercio en su página de Scribd.
  3. Justo Apu Sahuaraura Inca, Recuerdos de la monarquía peruana, ó, Bosquejo de la historia de los incas. París: Librería de Rosa, Bouret y Cía., 1850.
  4. Tomo el término “ficciones”, evidentemente, del trabajo de María Elena Martínez, Genealogical Fictions: Limpieza de Sangre, Religion, and Gender in Colonial Mexico. Stanford: Stanford University Press, 2008.
  5. César Itier. «¿Qué significaba el término inka?» Bulletin de l’Institut Français d’Etudes Andines 48, no. 2 (2019): 135-152.
  6. Marisol de la Cadena, “Las mujeres son más indias: Etnicidad y género en una comunidad del Cuzco”. Revista Andina. 17 (1991): 7-47. Véase, de la misma autora, Indigenous Mestizos: the Politics of Race and Culture in Cuzco, Peru, 1919-1991. Durham: Duke University Press, 2000. Para periodos anteriores, Karen Graubart, With Our Labor and Sweat: Indigenous Women and the Formation of Colonial Society in Peru, 1550-1700. Stanford: Stanford University Press, 2007; Jane Mangan, Trading Roles: Gender, Ethnicity, And The Urban Economy In Colonial Potosí. Durham: Duke University Press, 2005.

30.05.2021

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