Sobre las fotografías de la masacre de Uchuraccay

Gustavo Faverón Patriau

Uno de los vacíos más notorios en el archivo fotográfico del conflicto armado interno peruano de los años ochenta en adelante es la casi absoluta carencia de imágenes que representen la violencia en acto, pese a la superabundancia de imágenes que representan sus consecuencias. Sabemos de la inmensidad y la atrocidad de las masacres y acaso las hemos imaginado (digo imaginado, visualmente, quienes no las vimos de manera directa) retrospectivamente, a partir de fotografías de fosas comunes, cuerpos deshechos, sobrevivientes mutilados, restos cremados y archivados como desechos en cajas de cartón, comunidades fantasmáticas reducidas a ruinas humeantes, testimonios orales, signos de postrimerías, de pequeñas entreguerras y pequeñas posguerras, o a través de los reclamos de los deudos o las investigaciones en las ciencias sociales, en el sistema judicial o en la justicia transicional. 

Entre las pocas imágenes fotográficas que se acercan al registro de una masacre, están en nuestra memoria y entre nuestros documentos, las ocho fotografías de la masacre de Uchuraccay, tomadas por una de sus víctimas, el fotógrafo Willy Retto, del diario El Observador, la tarde del 26 de enero de 1983, cuando él y otros siete reporteros, además de un guía ayacuchano y un miembro de la comunidad de Uchuraccay, fueron asesinados por los comuneros de esa localidad iquichana, al parecer instigados por las Fuerzas Armadas, que los autorizaron a atacar a quienquiera que se aproximara a la zona, bajo la sospecha de que fueran miembros del llamado Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso.

No hay registros, ni escritos ni visuales, de esas conversaciones previas, ni tampoco de las mutuas masacres de senderistas e iquichanos en los meses anteriores. Tampoco hay imágenes de los asesinatos (en manos de senderistas, militares y ronderos) de ciento treintaicinco comuneros en los meses que siguieron a la masacre. Las hay, sí, de las conversaciones entre los miembros de la llamada Comisión Vargas Llosa y los miembros de la comunidad, durante la investigación subsiguiente, y también las hay del desentierro de los cadáveres. Aunque se sabe que Uchuraccay dejó de existir como comunidad apenas un año y medio más tarde, desertado por quienes sobrevivieron a ese reino del horror que precedió y siguió a la masacre de los periodistas, todos los hechos que rodean el 26 de enero de 1983 parecen eclipsados por lo ocurrido en esa fecha, que es central en el imaginario peruano —y sobre todo en el limeño— debido a varios factores, entre ellos el que los periodistas asesinados fueran mayoritariamente de medios capitalinos, como el Diario de Marka, la revista Oiga y los periódicos La República y El Observador; y el que existan esas fotografías, descubiertas en una cueva cercana a la comunidad, meses más tarde.

El mío no es un intento de estudiar esas fotografías y hurgar en su sentido y buscar en ellas algo más que lo que en ellas se ve, o buscar en lo que en ellas se ve alguna verdad acerca del momento cultural, histórico y político en el que se produjeron. Eso ya lo ha hecho, en un artículo reciente, Víctor Vich, a partir de un aparato teórico que combina nociones generales del análisis lacaniano con una idea central en el estudio de las fotografías tomadas en estados liminares que implican no solo la muerte sino la virtual inmolación, inmediata o postergada, del fotógrafo; me refiero al concepto de las “imágenes a pesar de todo”, de Georges Didi-Huberman.1 En Lacan (y Žižek), se inspira Vich cuando escribe sobre “la incapacidad de lo simbólico para dar cuenta de la totalidad de la experiencia y de lo Real”, y acerca de “la imposibilidad de lo simbólico para dar cuenta de sí” —entiendo que la segunda afirmación tiene el sentido de que esa imposibilidad se produce en situaciones límite, cuando “lo Real” causa una disrupción en lo simbólico, al excederlo y simultáneamente prorrumpir en él, desarticulándolo— (250).2 De Didi-Huberman, Vich toma la noción de que “estas fotografías son insuficientes, pero imprescindibles. Hoy, en efecto, ya no solo son fotografías; son un acto y, por tanto, se trata de imágenes heroicas. Fueron tomadas ‘pese a todo’, exponiendo la vida” (255). Tiene sentido, por cierto, reunir a Didi-Huberman y a Lacan para formar un tejido teórico, dado que el mismo Didi-Huberman basa parte de su propia teoría de la fotografía como acto (y más que como acto, como acción, según observa también Vich) en Lacan mismo y en la repugnancia de Lacan hacia la fetichización del objeto fotográfico, o de la fotografía como objeto estático, inanimado, en lugar de permitirle existir como acción, en el tiempo, en movimiento (76-7). Creo, sin embargo, que el estudio de Vich comete tres errores. Uno es su tendencia a la iconización, que arriesga destruir precisamente los juicios de Didi-Huberman y Lacan sobre la fetichización de la fotografía (esto, a pesar de que el mismo Vich declara —y es justo mencionarlo— que las fotografías de Uchuraccay no deben convertirse en fetiches). Otro es la sobreinterpretación teórica de las imágenes, especialmente la imagen iconizada, la convertida en fetiche, que es la última de las ocho. El tercero es la reducción a su aspecto menos pertinente de la noción misma de “imagen a pesar de todo” postulada por Didi-Huberman.

Thomas Hirschhorn, en un ensayo titulado “Why Is It important—Today—to Show and Look at Images of Destroyed Human Bodies?”, ha hecho notar que, no solo en la manera en que miramos fotografías, sino incluso antes, en la manera en que elegimos las fotografías que debemos mirar o las fotografías a las que debemos prestar más atención, existe lo que él llama “una tendencia al iconismo” (743).3 Se trata de una inclinación, a la vez periodística y espectacular, a confrontar un corpus fotográfico seleccionando de él las imágenes que destacan (“stand out”), siguiendo diversos criterios: la imagen que “dice” más, la que parece “resumir todo”, o simplemente la más intrigante, la más llamativa, la más consumible o la que se presta mejor a satisfacer una expectativa. Es la típica actividad del editor fotográfico, digamos, pero es una acción recurrente y cotidiana, que todos hemos llevado a cabo alguna vez. Ese proceso de selección, en casos como el que comentamos —las fotografías de una masacre—, suele conducir a la elección de imágenes que producen simultáneamente atracción y rechazo, imágenes que nos imantan particularmente porque parecen ejercer el oscuro atractivo de lo prohibido, de la ruptura del tabú, al mismo tiempo que nos hacen cuestionar —moralmente, éticamente— las razones que nos impulsan a esa atracción: aquello que ciertos teóricos contemporáneos de la representación visual llaman “imágenes inmirables”.4

Aunque la mitad del artículo de Vich es, a la vez, una suerte de exégesis y una suerte de ekphrasis de las fotografías halladas en la cámara de Willy Retto (descripciones de lo visto en la imagen, acompañadas por apreciaciones sobre lo que puede estar ocurriendo en ella), no cabe duda de que hay una inclinación al iconismo en las páginas finales del ensayo, cuando el análisis de Vich se concentra en la última de las fotografías, que es la más ilegible, aquella en la que apenas podemos distinguir un fragmento de un pequeño muro de piedras y, hacia el lado derecho, una figura más borrosa (una “mancha”, la llama Vich), que tiene que ser, evidentemente, la imagen de un objeto, pero que resulta en gran medida indescifrable: el mismo Vich se pregunta —e igual yo y lo mismo cualquier otro— qué cosa es: ¿la cara de una persona?, ¿la mano del fotógrafo?, etc.

Aunque Vich parece elegir esa imagen por su potencia radical para sugerir lo ominoso, lo irrepresentable, lo excesivo (es decir, por su carácter inmirable), o porque proyectamos sobre ella lo inimaginable, lo cierto es que la fotografía es lo suficientemente enigmática e ilegible como para permitirnos leer en ella poco menos que cualquier cosa. Elegirla, entonces, es una selección que resbala en el iconismo de manera original: no es la imagen que “dice” más, ni la imagen que más información transmite: es un signo suficientemente vacío como para verter en él cualquier significado, es decir, para operar sobre ella esa forma de significación que es la no-significación, seguida por una resignificación arbitraria: si no sé qué es, puedo decir que es cualquier cosa. Incluso puedo decir, como afirma Vich, que es lo Real (lo Real en tanto que es lo no simbolizado). Esa iconización (siempre siguiendo a Hirschhorn) implica, pues, una fetichización, y con ello una especie de aporia lacaniana: he visto lo Real, fragmentariamente, es cierto, porque lo Real, en Lacan, solo puede asomar en astillas, como un atisbo que infinitamente escapa lo simbolizable, pero lo Real ya no es un acto, en la fotografía: lo Real que Vich ve es, en efecto, una piedra, una frente, un dedo: la fotografía menos legible es la más seleccionable y la más icónica porque es a la que más sentidos le puedo atribuir, pero esto se debe a que desconozco su sentido y su referente, el objeto tangible que la fotografía ha registrado. Estamos ya dentro del segundo error: la sobreinterpretación.

Lo más semejante a lo Real lacaniano en Didi-Huberman es el “todo” de su frase más emblemática, cuando habla de las “imágenes a pesar de todo”. Podemos seguir la pista de cómo construye el concepto. El principio es su negación radical a alinearse con las teorías del Holocausto como suceso único, inenarrable, inusitado, irrepetible, indescriptible: Imágenes a pesar de todo, el libro en cuya primera parte (3-17) Didi-Huberman postula la noción, es un estudio de las cuatro fotografías tomadas en Auschwitz por Alex “el Griego”, un prisionero judío miembro de un Sonderkommando, es decir, miembro de uno de esos escuadrones de víctimas-victimarios judíos encargados de conducir a otros judíos a las cámaras de gas, recoger sus cadáveres, conducirlos a los crematorios, disponer sus cenizas, enterrarlos, o algunas veces llevarlos vivos a los crematorios, cuando escaseaba el Zyklon-B.

Alex, conjurado con otros miembros del Sonderkommando y con miembros de la resistencia polaca, se introdujo en una cámara de gas para, desde dentro, oculto tras las puertas entreabiertas de las cámaras, tomar las fotografías de una masa de cuerpos a las orillas de un crematorio al aire libre, y de un grupo de mujeres a punto de ser conducidas a las cámaras. De acuerdo con Didi-Huberman, las fotografías tomadas por Alex son “imágenes a pesar de todo” en varios sentidos: a pesar del riesgo de ser descubierto y ejecutado en el instante; a pesar de saber que de todas formas morirá, porque todos los miembros de los Sonderkommando eran ejecutados también, tarde o temprano; a pesar de que el fotógrafo es consciente de que las posibilidades de que sus fotografías modifiquen su futuro o el de los demás prisioneros es infinitesimal; a pesar del horror y el estado de trauma permanente o de enajenada indolencia permanente en el que debe haber vivido esos días o semanas o meses. Pero, por encima de cualquier otro sentido posible, captura esas “imágenes a pesar de todo”, en un mundo donde “todo” no puede ser sino Auschwitz mismo, e incluso más, la Shoah misma: esa abominación que fue, que sigue siendo, el Holocausto.

Didi-Huberman tiene una consigna intelectual valiosa: oponer esas imágenes a la idea, muy común en los estudios de la Shoah, de que el hecho mismo del Holocausto es “indecible”, “inimaginable” o incluso “impensable” (25). Las tres ideas le parecen producto de una suerte de pereza filosófica, sobre todo la última, que impugna con argumentos tomados de Hannah Arendt: precisamente allí donde el pensamiento parece traicionarnos y debilitarse, dice él, y dice Arendt, es cuando uno debe seguir pensando e, incluso más: si el pensamiento parece estrellarse contra ese límite, entonces hace falta darle una nueva dirección al pensamiento (25). Su conclusión al respecto es radical: “Si creemos que Auschwitz excede todas las formas existentes de pensamiento político, incluso la antropología, entonces debemos repensar las bases mismas del sistema de las ciencias humanas en tanto tales” (25).

Ese impulso a buscar sentido donde parecemos incapaces de encontrarlo es lo mismo que conduce originalmente a Didi-Huberman a su propia exégesis de las fotografías de Alex “el Griego”, y también lo que lleva a Vich a emprender su propio estudio. Por eso es que Vich declara, en referencia a las fotografías de Uchuraccay, que “merecen ser nuevamente interrogadas”. Pero allí donde Didi-Huberman concluye que la importancia de examinar las fotografías de Auschwitz reside en reemprender el trabajo arqueológico (en el sentido foucaultiano) de comenzar desde ellas un nuevo intento de comprensión de la lógica y el mecanismo del genocidio nazi, Vich concluye reduciéndolo todo a dos ideas centrales: una reafirmación de las teorías lacanianas sobre la disrupción de lo simbólico por cuenta de lo Real, o de la irrupción de lo Real en lo simbólico (conclusión que nada dice acerca de Uchuraccay ni del conflicto armado interno), y una observación sobre el heroísmo (o el miedo) del fotógrafo que capturó esas imágenes “a pesar de todo”. Entonces vemos la distancia entre el sentido mayor de “todo” en Didi-Huberman y su sentido más acotado y sus expectativas menos abarcadoras en el ensayo de Vich. 

En este último, “todo” es el heroísmo de quien muere en medio de un atroz malentendido azuzado por la irresponsable y criminal ordenanza de las Fuerzas Armadas, un hecho deforme en una guerra deforme, pero transformado, en el artículo de Vich, en un misterio al que se puede dotar, alegóricamente, de un sentido trágico, propio del conflicto. En Didi-Huberman, “todo” es la condición que ha adquirido lo humano en la Shoah: esa degradación de lo humano, su reducción a la brutalidad genocida, que descompone nuestra comprensión y nos debe obligar a buscar otra. Por eso es que Didi-Huberman, tras postular sus primeras, indecisas, definiciones de “imágenes a pesar de todo”, invoca a Bataille y su estudio sobre Sartre. “En ser un ser humano, hay generalmente un elemento opresivo, enfermo, que debe ser superado. Pero este peso y esta repugnancia nunca fueron tan graves como lo son desde Auschwitz” (27), cita Didi-Huberman a Sartre. Y luego recuerda algo todavía más apabullante: “La imagen del hombre es inseparable desde ahora de las cámaras de gas” (27).

De ese modo, cuando Didi-Huberman dice que “sostener una de las cuatro fotografías de Birkenau en las manos implica saber que aquellos que están representados en ella ya no están más allí” (163), está declarando enfáticamente la realidad tangible de lo visto, su interpretabilidad, su posterior desaparición a causa de “todo”, y, eminentemente, la persistencia de la representación, la realidad de la representación, a pesar de “todo”. Vich, por su parte, más concentrado que Didi-Huberman en la teoría lacaniana, y más preocupado por la teoría lacaniana que por lo que la teoría nos podría llevar a concluir sobre el conflicto que las fotografías representan, observa que su imagen-fetiche, la última de la serie de Willy Retto en Uchuraccay, es “la imagen de la crisis misma de todo intento de representación” (251). La idea de Vich debe entenderse como la conclusión lógica más esperable de la teoría lacaniana: una vez que se asume la presencia fragmentaria de lo Real en la imagen, la crisis de la representación es inevitable, en tanto que lo Real abruma a lo simbólico y lo incapacita: incapacita la simbolización, y por tanto inhabilita la representación. Yo creo, por el contrario, que no hay una crisis de la representación en esas imágenes, y creo que el error de Vich proviene de una hiperteorización que pasa por alto la historicidad de las imágenes, cosa que Didi-Huberman nunca aprobaría (aunque a Lacan probablemente le sería indiferente); o, en otras palabras, creo que el problema con la interesante tesis de Vich es que extrapola las ideas de Didi-Huberman para adaptarlas al caso peruano sin detenerse a observar las diferencias históricas entre el contexto que da lugar a las postulaciones del francés y el contexto del conflicto armado interno en el Perú.

Para salvar el vacío interpretativo es aconsejable regresar al contexto. Las fotografías son los últimos signos producidos por una víctima del conflicto. Ninguna de ellas muestra a ninguno de los actores activos del conflicto, si entendemos por actores activos al Estado peruano y al PCP-Sendero Luminoso, en tanto que en ninguna de las imágenes aparece un agente del primero ni un militante del segundo. Y, sin embargo —en esto, por supuesto, acierta Vich—, el conflicto está en esas fotografías. Los periodistas a quienes vemos en las imágenes murieron minutos después, o quizás horas más tarde (es una ilusión o en el mejor caso una hipótesis oscuramente fascinante, pero imposible de demostrar, que la última imagen corresponda al inicio de la masacre). Probablemente, más de uno de los comuneros que aparecen en las fotografías haya sido más tarde víctima de Sendero Luminoso o de las Fuerzas Armadas, y si no lo fueron, debieron contarse, entonces, entre los que perdieron su hogar y tuvieron que huir. Claramente cometieron un crimen y algunos (no esos a los que vemos, sino las autoridades locales) fueron acusados de homicidio. 

El “todo” de Didi-Huberman, entonces, es el de las imágenes ocasionadas por todo. La Shoah, en los documentos que interpreta el crítico francés, es el mundo en el cual y contra el cual Alex “el Griego” toma sus fotografías. El conflicto armado interno, en el caso de las imágenes de Uchuraccay, es un mundo que produce las fotografías pero contra el cual las fotografías no se rebelan. En cierta forma, a riesgo de parecer insensibles, podríamos decir que las imágenes de Willy Retto fueron tomadas en cumplimiento de su labor, asumiendo su papel en el conflicto, en tanto periodista, es decir, como observador y testigo, acaso sin sospechar su súbita y abominable conversión en víctima, pero no colocándose voluntariamente en contra del conflicto mismo, en tanto realidad puesta ante sus ojos, como sí es el caso de Alex “el Griego”. Parafraseando a Bataille, uno podría decir que, si bien siempre ha habido, en ser peruano, algo a lo que uno debe sobreponerse y con lo que uno debe lidiar, el hecho es que, desde los años ochenta, desde que el Perú se convirtió en ese mundo en el que no solo los victimarios mataron a las víctimas, sino también las víctimas mataron a las víctimas, hay algo más con lo que un peruano debe lidiar: las imágenes de Uchuraccay —precisamente por no mostrar a ninguno de los principales actores agenciales, activos, del conflicto (tal como sucede, también, en las cuatro fotografías de Auschwitz, donde no aparece ningún nazi)—, nos recuerdan que el conflicto mismo es un fragmento de nuestro “todo”, acaso el fragmento que nos ha redefinido más drásticamente en los doscientos años de la república. Pero analogar las circunstancias en las que las imágenes de Auschwitz fueron tomadas y las circunstancias en las que fueron tomadas las de Uchuraccay, y comparar los contenidos de ambos grupos de fotografías, debería llevarnos a concluir que aquello sobre lo cual Didi-Huberman teoriza es radicalmente diferente de aquello sobre lo cual discurre Vich en su ensayo. 

Crucialmente, están las distintas posiciones de los fotógrafos y las consciencias suyas de esas posiciones. En el caso de Alex “el Griego”, hablamos de la consciencia de encontrarse en una posición dentro de un proceso cuya naturaleza conoce y quiere representar, un proceso genocida del cual él ha sido forzoso ejecutante y dentro del cual se convertirá inevitablemente en víctima tarde o temprano. Alex “el Griego” está, sin duda, fotografiando el Holocausto, para denunciarlo, incluso a pesar de saber que las posibilidades de éxito de esa denuncia son minúsculas. Willy Retto se encuentra ante un fenómeno del cual no puede tener plena consciencia, y sin esa consciencia no puede denunciarlo. Puede, sí, documentarlo, y ese es su trabajo, y eso es lo que en efecto hace, pero sin tener una comprensión plena de que ese proceso está a punto de arrasarlo y convertirlo en mártir. En los minutos o en las horas posteriores a las fotografías, su posición pasará de la de un observador a la de una víctima, y cuando eso ocurra su posición pasará también de los márgenes del conflicto a su interior, que él no puede intuir. Alex “el Griego”, en cambio, toma esas fotografías sabiéndose en el centro del infierno, desde el interior de ese infierno: las cámaras de gas.

Acaso la diferencia más notoria (más visible) entre ambos conjuntos de fotografías radica en la naturaleza de lo fotografiado y, particularmente, en la diferencia entre el fenómeno altamente estructurado y sofisticadamente organizado que fue el Holocausto, por un lado, y, por otro, el fenómeno expansivamente caótico y fuertemente desestructurado que fue el conflicto armado interno, sobre todo en lugares del Perú como esas comunidades andinas que fueron su escenario más afligido. Acaso, por ello, es simbólicamente crucial la diferencia formal entre las fotografías del campo de aniquilamiento, construido con ese fin, y las de la comunidad andina de pronto invadida por pánicos y violencias. Las primeras son fotografías de un orden concebido para el genocidio, formalmente organizadas ellas mismas (casi incapaces de no reproducir ese orden), y enormemente legibles, muy en contraste con las de Willy Retto, en especial aquella última, la radicalmente ilegible, que nos habla más de la desesperación de lo incógnito y lo sorpresivo que del espanto ante la estructuración de una maquinaria hecha para matar.


Crédito de la imagen: Uchuraccay, fotografía de Willy Retto. Uchuraccay, 1983. Biblioteca Virtual de la Verdad y Reconciliación. Perú (1980-2000), Fotografías, Yuyanapaq. CVR – Sala 5.

Notas

  1. Didi-Huberman, Georges. Images in Spite of All. Four Photographs from Auschwitz. Traducido por Shane B. Lillis. University of Chicago Press, Chicago, 2012. Las citas en español de este libro (y cualquier otro), en adelante, son traducciones mías.
  2. Vich, Víctor. “Fotografiar la propia muerte: las últimas fotografías de Willy Retto en Uchuraccay”. En: Pasados contemporáneos: Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina. Editado por Lucero de Vivanco y María Teresa Johansson. Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2019, pp. 237-256.
  3. Hirschhorn, Thomas. “Why Is It Important—Today—to Show and Look at Images of Destroyed Human Bodies?”. En: Picture Industry: A Provisional History of the Technical Image (1844–2018). Editado por Beshty Walead. Zurich, JRP/Ringier Editions, 2018, pp. 741-744.
  4. Al respecto, ver: Baer, Nicholas; Hennefeld, Maggie; Horak, Laura; Iversen Gunnar (editores). Unwatchable. New Brunswick, Rutgers UP, 2019. De especial interés, en ese libro, son los ensayos de Boris Groys (“The Gaze from Within”, pp. 39-44); W.J.T. Mitchell (“Unwatchable”, pp. 35-39); y Alenka Zupančič (“Melting into Visibility”, pp. 48-52). Una reelaboración mía de la idea se encuentra en El orden del Aleph. Lima, Peisa, 2022, pp. 67-102.

08.10.2022

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