El Perú desde la escuela tres décadas después

Patricia Oliart

Tras el discurso inaugural del presidente Pedro Castillo el 28 de julio del 2021, varios comentaristas recordaron el libro El Perú desde la escuela, publicado en 1989 y recientemente reeditado. ¿Por qué volver sobre estos textos, más de treinta años después? Al parecer, algunos hallazgos que allí se presentan resultan útiles para conversar sobre temas importantes del presente. Me interesa en particular insistir en la discusión acerca de la relación entre la producción académica sobre la historia del Perú y todas las mediaciones que se interponen para que la riqueza de contribuciones encuentre su camino para llegar a los textos escolares y a las aulas.

El primer capítulo del libro presentaba un recorrido por las versiones de distintas etapas de la historia peruana en textos escolares, identificando cambios significativos en la narración que, incluyendo matices propios de cada autor, se correspondían con cambios políticos importantes y comunicaban una visión “oficial” que reflejaba cambios en la interpretación del Perú prehispánico y colonial, la independencia, la vida republicana y el lugar de la población indígena. Notamos que, a partir de 1980, en los textos escolares desaparecía lo que podríamos llamar una orientación oficial o de consenso para articular una memoria histórica compartida. Hay, tanto en los textos escolares como en el currículum de esta época una suerte de vacío y abandono del intento de crear una narrativa oficial que respondiese al quiebre que representó la revisión crítica de la historia nacional propuesta por el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado. Nuestras entrevistas a docentes en Lima y otras varias ciudades en 1985 y 1986 nos mostraron que, mientras algunos docentes preferían seguir apoyándose en autores de textos usados antes de los que circularon con la reforma educativa de 1972, una buena parte de nuestros entrevistados compartía, independientemente de la región del país, la narrativa que describimos en el capítulo titulado “La idea crítica del Perú, una visión desde abajo”. Se trata de un relato simplificado de la historia del Perú cuyo origen parece estar en la década de 1960 y que se nutre de varias “consignas” o premisas de trabajo del pensamiento crítico y la renovación en la investigación histórica de esos años en el mundo, más que de contenidos concretos.

Una de esas consignas era dejar de narrar la historia desde un enfoque que ponía al centro del relato el heroísmo de hombres célebres en momentos de conflicto, o de organizar la narración de la república en torno a las obras significativas de gobernantes. La nueva perspectiva se proponía más bien estudiar procesos en los que el motor de la transformación social era la lucha de los pueblos contra la opresión y en pos del bienestar. Sin embargo,pocas veces encontramos docentes que tuvieran acceso a la información que les permitiera aplicar estas consignas. Por ejemplo, se conoce poco la ingente investigación etnohistórica sobre las civilizaciones andinas y se idealiza el imperio de los incas. Tampoco se recoge la renovación en la investigación sobre los siglos XVI, XVII y XVIII de modo que trescientos años de compleja vida colonial quedan comprimidos en la imagen del expolio y la violencia de la conquista. Un dibujo que vi en una exposición en el patio de un colegio en Cuzco ilustra bien esta visión sintética del período colonial. La imagen representaba la captura de Túpac Amaru a fines del siglo XVIII: Túpac Amaru con su icónico sombrero, llevaba sandalias semejantes a ojotas, mientras que los españoles que lo capturaban estaban vestidos con la armadura y los cascos con los que las láminas escolares representan a los conquistadores del siglo XVI. La narración de la república se difunde también con contenidos simplificados y poca información. Se denuncia que la independencia no nos liberó del yugo extranjero, pasamos del poder español al poder británico y luego norteamericano. El poder estuvo en manos de una élite criolla que no supo crear una nación ni garantizar la plena ciudadanía, centralizando el poder en Lima y marginando a las provincias y sus habitantes.

En las últimas cuatro décadas el acervo de investigaciones que podrían haber enriquecido este relato es enorme y, si bien serviría para confirmar sus principales premisas, ayudaría también a complejizar la comprensión de cada período y sus manifestaciones en cada región, revelando más actores, iluminando otras tramas de relaciones, intereses y voluntades. Esto no ha ocurrido en parte porque, aunque existen algunas publicaciones recientes de divulgación histórica, el conocimiento académico tarda mucho en llegar a los centros de formación docente y mucho más aún al currículum escolar y las aulas.

Otra posible explicación para la amplia aceptación y circulación de esta visión simplificada de la historia del Perú, la cual reclama ser inspirada por el marxismo y el indigenismo, podría ser que ha servido y sirve como un dispositivo discursivo eficaz que legitima, a través de la denuncia, el lugar de una clase media emergente en una sociedad racista, excluyente y conservadora. Su carácter confrontacional no admite la reflexión sobre la complejidad histórica, pues tal vez se teme que podría dar lugar a la complacencia o a la claudicación. Habría entonces cierta similitud con la actitud de los grupos conservadores y su profunda aversión a cualquier señalamiento crítico hacia quienes están en el poder, o a cualquier intento de desentrañar las causas profundas de la violencia en el país. Se juntan entonces, un propósito político y múltiples carencias.

Thomas Piketty dice que la educación puede ayudar a resolver el problema de la inequidad en sociedades con un pasado colonial en donde el racismo es una forma de exclusión radical,1 pero la promesa democratizadora de la educación no se cumplió en el Perú . La bonanza económica registrada en las décadas de 1950 y 1960 permitió la movilidad social de sectores pobres urbanos y rurales a través de la migración, el acceso al empleo y la educación. Pero como bien describen César Guadalupe, Walter Twanama y María Paola Castro, la expansión masiva del sistema educativo ocurre en un contexto de crecimiento demográfico y desfinanciación de la educación.2 La promesa democratizadora de la educación se frustró además porque nadie asumió la lucha política fundamental por la calidad de la educación en el país. Hablamos entonces de treinta años de crecimiento de la oferta educativa sin sostén económico ni político.

El crecimiento de la cobertura educativa se convirtió en la prioridad, pero no se percibe una demanda por la calidad de la educación impartida después de la década de 1940. Gana la obsesión por las credenciales, la titulación en la mediocridad. Lo que hayamos tenido de excelencia académica en la educación pública entre los decenios de 1960 y 1990 es heroísmo puro, atribuible a grupos de académicos, a individuos y a estudiantes esforzados, a proyectos educativos originales y comprometidos, pues lo que ofrecía el sistema era muy poco. Lo que varias generaciones de peruanos han conocido ha sido la democratización de la educación en la mediocridad. Una educación pobre para los pobres.

En Europa y Estados Unidos ocurrieron movimientos de reforma educativa en las primeras décadas del siglo XX. Como parte de un compromiso político con las clases sociales que comenzaban a acceder a la educación, se hizo un esfuerzo por traducir la cultura académica para ellas; la pedagogía adquirió importancia política. Para intelectuales y políticos tan distintos como John Dewey, Antonio Gramsci o Karl Mannheim, era fundamental reformar la pedagogía para garantizar la calidad y la traducción de la cultura académica a las clases que comenzaban a acceder a la educación media y superior. En nuestro país, creció la oferta pero sin que se hiciera un esfuerzo pedagógico serio por traducir o democratizar la cultura académica.

Podría entonces explicarse la supervivencia del discurso radical que, si bien recoge avances de las ciencias sociales y la investigación histórica, se acartona y simplifica no sólo por razones políticas, sino también por la falta de acceso a los recursos que otorga una educación democratizadora de la cultura académica. Así, desde la segunda mitad del siglo pasado, la lucha por el acceso a la educación ha generado algunas perversiones, como por ejemplo, las tachas a profesores que fueron acusados de elitistas en algunas universidades públicas por sectores del movimiento estudiantil. Estos sectores lucharon además por imponer en el currículum de sus facultades la versión de manual del materialismo histórico y dialéctico, proscribiendo, en el caso de las ciencias sociales, otras corrientes de pensamiento. Paralelamente, se fue desarrollando una cultura académica que espera de los docentes cierta solidaridad con estudiantes que estudian y trabajan, expresada no en organizar otros horarios, por ejemplo, sino en reducir el nivel de exigencia al momento de calificar los trabajos.

Así, la importante lucha política por la calidad de la educación tuvo sus enemigos tanto en el desdén del Estado y las élites, como entre quienes abrazaron el credencialismo (lo importante es el cartón a nombre de la nación), acomodándose a la falta de acceso a una educación eficaz, antes que luchar por acceder a ella. La lucha heroica por la excelencia académica en instituciones públicas de esas décadas fue librada por individuos, personas y grupos que en sus universidades defendieron y defienden su producción y su trabajo pedagógico con enorme esfuerzo y sacrificio, solos, pues esa lucha no estaba en la agenda de ninguna tienda política y menos en la del Estado.

El tema de la calidad de la educación felizmente se ha abordado políticamente en años recientes, pero el debate y las soluciones planteadas no se hacen cargo del pasado y las exclusiones que ha producido. Quedan muchas preguntas para seguir pensando en estos problemas. ¿Qué tiene que ocurrir para que la enorme y excelente producción de investigación histórica sobre el país sea mejor conocida y discutida? ¿Cómo podemos hacer para que ese conocimiento ayude a componer imágenes más ricas y complejas de lo que somos? ¿Cómo mejorar la educación superior sin asumir el rol remedial que tendría que cumplir para no dejar fuera a lo que produce la secundaria pública actual? ¿Y en el caso del magisterio, basta pasar un examen para llenar los serios vacíos de una formación deficiente?

Velorio de Luis Sulca Mendoza, alumno del colegio secundario General Córdova, de Vilcashuamán, Ayacucho, quien fue acusado de traición y luego asesinado por miembros de Sendero Luminoso el 26 de octubre de 1986 (detalle). Foto: Cortesía Jorge Ochoa. Diario La República

Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart. El Perú desde la escuela. 2da. edición. Lima: Universidad del Pacífico, 2021.


Notas

  1. ¡Ciudadanos, a las urnas! Crónicas, del mundo actual. Buenos Aires, Siglo XXI, 2017
  2. «La larga noche de la educación peruana: comienza a amanecer”. Documento de discusión. Lima: Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, 2018.

05.03.2022

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