Un conjunto de hechos aparentemente aislados ha logrado poner en jaque la libertad de expresión en el Perú. Dos de ellos, particularmente graves, han llevado al acoso judicial a conocidos periodistas de investigación: el caso del escritor Christopher Acosta, acusado por el político y empresario de la educación César Acuña, y el de Pedro Salinas, sometido a una investigación fiscal sin sustento. En ambos casos, la respuesta de la sociedad civil, de diversas asociaciones de periodismo y de la prensa local e internacional ha sido contundente en expresar su condena a lo que muchos están llamando la “judicialización” de la censura y la criminalización de la investigación. En el colmo del absurdo, Jerónimo Pimentel, editor de Acosta, ha sido arrastrado a una querella que lo responsabiliza por los contenidos de un libro que no ha escrito sino editado. Desde Trama nos sumamos al rechazo generalizado que han provocado estos ataques al periodismo de investigación y expresamos nuestra solidaridad con los autores y el editor afectados.
Este deseo de acallar las opiniones discordantes, de controlar el discurso y de imponer narrativas se ha expresado también en formas menos evidentes. De hecho, ha pasado casi desapercibida una ley aprobada por el Congreso que amenaza seriamente no sólo la práctica profesional de la historia sino también la investigación académica y la libertad de pensamiento intelectual. Se trata del extraño proyecto que ha logrado imponer un grupo de “licenciados en historia” contra la expresa y reiterada opinión contraria de los principales investigadores y universidades peruanas.
Lo primero que extraña es el objetivo declarado de la ley, que sería el de fortalecer “la representación nacional e internacional de los licenciados en historia”, dejando de lado a quienes han dedicado años de estudio para obtener títulos avanzados de posgrado. La ley de hecho excluye automáticamente de sus supuestos beneficios a todos los historiadores con estudios avanzados en otras disciplinas, o a quienes cuentan con maestrías y doctorados, pero no han cursado la licenciatura. El medio para lograr este vago objetivo es el de resucitar el viejo proyecto para establecer un “colegio de historiadores”, una idea que ha sido amplia y públicamente rechazada por la mayoría de los investigadores que producen historia en el Perú. En este mundo al revés, lo que el proyecto hace es crear una instancia de poder entregada no a quienes tienen más investigaciones o más títulos académicos, sino a los que tienen menos. El fin último de este gran esfuerzo sería, ni más ni menos, controlar lo que se dice acerca de la historia. La ley le otorga al colegio la atribución de vigilar que “las actividades de los licenciados en historia se desarrolla dentro el (sic) Código de Ética Profesional”, aunque—conveniente y peligrosamente—no se dice cuál sería ese código de ética ni quién lo elaboraría. Se le otorga, además, el derecho a publicar investigaciones de los licenciados (implícitamente excluyendo a quienes no sean licenciados en historia) y, lo que es más grave, de “regular la práctica profesional” y “proponer los contenidos de la malla curricular de Historia en la enseñanza pública en todos los niveles de grado y modalidad”. Un pequeño grupo consigue una ley especial que le otorga derechos y privilegios para imponerse y arrogarse una autoridad que no tendrían de otra manera.
El colegio se erige así como una oficina de control y fiscalización profesional, con el poder para normar, regular y convertirse en la única instancia que decida los contenidos de lo que se dice acerca de la historia. Se trata de una ley mal concebida, pobremente redactada y sin sustento alguno, cuyo texto mismo nos augura la pobreza de argumentación que nos regalaría esta entidad de llegar a materializarse. Es, además, una ley que, precisamente, no cuenta con el apoyo de los investigadores que contribuyen a formar los conocimientos sobre el pasado del país y que, sin necesidad de supervisión o control de este tipo, marcan el quehacer histórico a través de la investigación rigurosa, de la crítica y del debate. Lo que es más grave, en su intención de controlar el trabajo intelectual, se perfila como un proyecto autoritario que promueve una visión estamental de la sociedad, en suma, un verdadero atentado a la libertad de expresión y a la búsqueda de la verdad, no muy distante de los que hemos visto en las últimas semanas. La situación no debería alarmar sólo a periodistas e historiadores. Esperamos que el gobierno observe esta ley que nunca debió darse.
Nota sobre la imagen: El collage que ilustra este texto editorial, obra de Gloria Gómez Sánchez, es uno de varios que la artista preparó a pedido de la revista Caretas para acompañar artículos en donde la revista cuestionaba el Estatuto de Prensa aprobado el 30 de diciembre de 1969 por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Agradecemos a Miguel López por esta información.
12.01.2022