¿Bicentenario? El año vacío

Juan Carlos Estenssoro

No es labor de los historiadores ofrecer un reconfortante mito fundador o un fatídico pecado original, sino deconstruir los que hemos heredado, mostrar lo que tienen de reductor y enfrentarnos a la complejidad, a veces incómoda pero siempre estimulante, de nuestro pasado. Lejos, por tanto, de una ingrata obligación de aguafiestas, no puedo dejar pasar la oportunidad de la tan reiteradamente anunciada llegada del “Año del Bicentenario del Perú”1 para plantear con sincera ingenuidad la pregunta del origen que se nos propone celebrar: ¿doscientos años de qué?

Primero, lo evidente. No celebraremos este año dos siglos de vida republicana pues nuestra república nació en 1822, producto del primer congreso constituyente y poco tiene que ver con la voluntad de José de San Martín, quien hizo todo lo que estaba a su alcance para que fuésemos lo que él esperaba de nosotros y que decidimos no ser: una monarquía. Tampoco es tan claro que nos corresponda celebrar doscientos años de nuestra independencia el 28 de julio, pues Trujillo, Lambayeque, Piura, Cajamarca y muchas otras ciudades y regiones ya eran para entonces independientes.

Contraer la independencia del Perú a esa fecha única, reduciéndola a un acontecimiento puntual (incluso de pocos minutos), fue una operación artificial y tardía que requirió, de un lado, la absoluta neutralización de la pregunta por el “primer grito de libertad”2 que debía marcar el inicio de la acción independentista peruana; del otro, la facilitó el que el Perú contemporáneo no posee ni reconoce un documento fundador que se mantenga vigente, ninguna concreción material-textual de su nacimiento.3 A diferencia de la capitulación de Ayacucho, que clausura la autoridad y el tiempo virreinales, no existe una auténtica declaración de independencia que marque un inicio. Quienes toman por tal el acta del cabildo limeño del 15 de julio de 1821 se equivocan o fuerzan los términos.4 La reunión corresponde exactamente a lo contrario. Es una consulta, pedida por San Martín, ante una declaratoria de independencia que las élites de la ciudad venían postergando desde su entrada a la capital. 

Somos nosotros quienes le atribuimos protagonismo, plena autoridad, capacidad de acción y decisión a San Martín, cuando él estaba pendiente de la aquiescencia de un sector encerrado en un mutismo y en un inmovilismo que le ataban las manos y ponían en entredicho su legitimidad.5 La voluntad explícita era tan crucial que toda iniciativa y toda acción (de ambos lados) habían quedado suspendidas a la espera del consentimiento local. Un cabildo abierto hubiese podido reunirse desde la salida del virrey de la ciudad, declarar o autoproclamar la independencia inmediatamente, incluso constituirse en instancia de gobierno siguiendo el modelo establecido por las juntas. Hacerlo hubiese sido una revolución cuya responsabilidad sus miembros no estaban dispuestos a asumir. En cambio, el cabildo no hizo nada de ello y se limitó sólo a responder, retomando los mismos términos de la apremiante pregunta del libertador, que “la opinión general se halla decidida por la Independencia del Perú”, agregando, eso sí, “de la dominación española y de qualquiera otra extrangera”.6 Para transformar las 339 firmas que declararon una “opinión general” con voz estamentalmente parcial en una necesaria “voluntad general” popular moderna se abrió el acta a la firma pública de cualquier habitante. Pero, incluso sumadas las más de 3,000 adhesiones individuales que la completan, el acta no puede tomarse ni siquiera por una unanimidad capitalina, menos aún por representativa (si se pretende asignarle una validez de proyección nacional) de un territorio, mucho mayor que nuestras fronteras actuales, que superaba en ese momento los dos millones de habitantes.

Hoy se coloca a José de San Martín en el centro de esa ceremonia, no porque su sentido último lo exigiera sino porque la relectura de sus palabras permite resolver las limitaciones anteriores. Si la crónica periodística del momento (oficialista, sin duda, por su focalización en el jefe del ejército, pero de vocación informativa) no hubiese consignado las palabras de San Martín, se las hubiese llevado el viento y no celebraríamos el 28 de julio por fiesta nacional. No estaban destinadas a perdurar, no fueron grabadas en el mármol ni en el bronce, ni recogidas por ningún testimonio notarial, ni las asumió San Martín como propias por escrito con su firma, como lo hizo en tantas otras ocasiones. San Martín no las instituyó como ritual recurrente; fueron erigidas a posteriori en rito siguiendo un itinerario bastante típico: rescatadas a partir del relato a fin de repetir el hecho y consagrarlo como acto fundador, terminaron constituidas en la fórmula consagratoria en torno a la cual se ha construido nuestra liturgia cívica nacional. Si nos aferramos tan firmemente a su eco como nuestro origen nacional es porque ningún documento oficial ni otra expresión verbal reúnen en una única frase la totalidad del territorio peruano y la unanimidad de todos sus potenciales ciudadanos en un acto performativo, es decir, en tanto palabra que instituye un ordenamiento social y lo hace, además (y eso fue decisivo en la elección), atándolo a Lima y al consabido héroe.

La proclamación de San Martín que instituye el Perú “libre e independiente” adopta una voz impersonal que se apoya, para que su palabra se constituya en acto, en una fórmula heredada de Rousseau, ya presente en constituciones americanas—“voluntad general de los pueblos”, a la que se agrega una protección providencial.4 Aunque no suponía una mayoría, sino total y absoluta unanimidad, esta frase perfecciona y supera el acta del cabildo, de base estamental e incompatible con los principios liberales, carente de valor constitutivo y limitada a una opinión indicativa. El arraigo tradicional, medieval incluso, de la ceremonia de jura no frena en nada su valor y empleo modernos, pues su base pactista confirma que jurar independencia es asumirse como pueblo soberano. No es pues la proclamación—la frase que enuncia quién es el depositario de la soberanía—la que instituye y activa políticamente en el rito el nuevo principio de autoridad, sino la jura, la respuesta popular afirmativa, que tanto la narración oficial de entonces como los rituales cívicos actuales minimizan más que ignoran.

Nuestros festejos actuales ocultan, descartan incluso, la realidad histórica, pues se proyectan con un efecto retrospectivo; valores anacrónicos y limitantes se instalan así como una memoria del origen. Creer que conocemos el pasado nos impide celebrar, pues no lo recordamos siquiera, que el Perú no fue independizado por la proclama de un extranjero sino conforme asumimos el compromiso de ser libres al independizarnos (acción reflexiva). Esa adhesión de todos y cada uno de los ciudadanos por medio del “gran juramento de ser libres”, del “voto solemne” al que no debemos “faltar” sino renovar cada amanecer es el eje que estructura todo nuestro himno nacional, el cual, fruto de su circunstancia, también lo promueve por ser tarea en curso y en buena parte pendiente (“todos juran”, “jurémosla libre”).7 Igual que el poeta De la Torre Ugarte, “el libertador” no percibía la capital como la voz total y unánime del Perú ni el 28 de julio fue la fecha que él deseó fijar en la memoria como instante fundador.

Nada más incierto en un inicio que la unidad espacial y humana de ese nuevo Perú. Designar como un conjunto los territorios que se escinden al interior de su geografía, determinar la comunidad de ciudadanos, era un ejercicio delicado, inestable. San Martín, sus ministros y su ejército fueron conscientes y navegaron en medio de las incertidumbres, particularmente atentos a esa fragilidad. El primer Reglamento provisional promulgado el 12 de febrero de 1821 en Huaura, muestra, en lo que respecta al territorio, esa mezcla de precaución, pudor e incluso dificultad para nombrar y construir una legitimidad única de gobierno a partir de independencias de pueblos y ciudades soberanos y, por tanto, retazos que ninguna obligación sometía ni unía a un todo llamado “Perú”. Por ello, el Reglamento, suerte de texto preconstitucional, no menciona un territorio como prexistente, ni siquiera define el Perú como su ámbito sino solo el espacio de la misión final que define el organismo que San Martín comanda: el “territorio que actualmente ocupa el ejército libertador del Perú”.8 Contrariamente a la frase fetiche a la que nos aferramos, la independencia era (y siguió siéndolo durante al menos cinco largos años) una “obra abierta”, una realidad en construcción que dependía de armonizar la posición externa del “ejército libertador” con el ritmo de una voluntad interna (móvil y activa, pese al contraejemplo de las élites comerciales limeñas), un equilibrio real que se nos ha devuelto deformado en acción de los libertadores frente a la pasividad nacional. La entrada en la capital (pasada y futura) deja atrás ese titubeo en nombre del conjunto, pero no era—no podía serlo—ni se quiso que fuera tenida (luego de la experiencia de las tres primeras semanas de julio) por la creación del Perú independiente.

La elección de San Martín de nombrar al Perú y usar el plural “de los pueblos” está guiada por ese ideal, anticipar la adhesión de todos o expresarse en nombre de todos para un objetivo común, pero es prueba de lo inacabado del proceso. Lo confirman numerosos documentos que hacen mención a “los pueblos que no lo han manifestado” todavía.9 El calendario del nacimiento del Perú independiente, que arranca en 1820, se mantendrá, en cambio, sistemáticamente en todas las publicaciones oficiales, en las firmas de leyes y decretos, y en buena parte de la documentación emanada de los poderes públicos hasta inicios de 1835 (año 16° y 14°).10 Esta tradición, sin duda ligada a la formación práctica de los letrados al servicio del Estado, transmitida y mantenida por ellos, se va haciendo más rara, hasta desaparecer en la documentación firmada por Andrés de Santa Cruz ese mismo año a partir de la irrupción de la Confederación Perú-Boliviana que la vuelve obsoleta. Una tercera cuenta paralela también había prosperado y se había mantenido por encima de una década hasta ese mismo año. Es la que abre la República del Perú, nacida en 1822 con el primer congreso constituyente, que aparece en las publicaciones oficiales tras la partida de San Martín (buscando probablemente hasta entonces no herir su perfil monárquico) a partir del “1° de enero de 1823—4° de la independencia y 2° de la república”.11 Esas dos numeraciones que separan siempre escrupulosamente con dos años de distancia 1820 y 1822, consagran la nítida y prudente distinción entre independencia y república, que no respetan hoy ni siquiera conocidos historiadores profesionales, y parecen casi evitar que se reduzca el Perú a la jura de su capital, haciendo claramente de 1821 un año vacío.

No es que se haya intentado olvidar el 28 de julio, pero ni San Martín lo preservó en el centro ni cobró en los años iniciales una trascendencia nacional. En 1827, el 28 de julio, incluso en la capital, no era fiesta nacional sino local, simplemente el “día solemne y memorable en que esta Capital juró el año 21 su LIBERTAD é INDEPENDENCIA de la dominación española”.12 Si se puede rastrear, ya a inicios de los años 1830, alguna mención a 1821 como año de la independencia, no es en referencia a ese día sino a los estatutos provisorios de ese año. Es definitivamente en 1840 cuando, restablecida la república centralizada y no habiéndose retomado ya el calendario nacional primigenio, que aparece como un consenso en los discursos del besamanos del 28 de julio otro conteo histórico: “diez y nueve años hacen hoy que se proclamó la independencia del Perú”, “primera jornada de la libertad peruana”, “nueva independencia cuyo aniversario celebra la nación en este día”, “celebramos el aniversario de nuestra independencia”.13 La ruptura del hilo continuo del primer calendario impidió rescatarlo del desuso y el olvido, pero fue la recentralización que siguió a la agitación de la confederación la que permitió la nueva cuenta e instaló la convicción de una Lima fundadora del Perú sin que San Martín estuviese, por el momento, en el centro de los discursos ni apareciese como su actor principal.

Celebramos el 28 de julio y, al poner a San Martín como actor único y definitivo, reducimos el Perú a Lima, limitamos un proceso a una única frase olvidando incluso que ni siquiera el protagonista que hemos inventado así lo quiso. Incluso él deseaba dejar establecido que la independencia había comenzado antes y que no se debía fijar las reglas de juego que definiesen la soberanía sin esperar hasta el último de los pueblos (el cabildo de Arequipa, por dar sólo un ejemplo, sólo organizará su jura después de la capitulación de Ayacucho).

¿Bicentenario, entonces? Para los atentos a la escrupulosa exactitud de los números y las cuentas, o lo hemos dejado pasar, o no llegará este año. Lo cierto es que lo alcanzaremos sólo si logramos abandonar la plaza de armas de la capital y nos disponemos a escuchar todas las otras voces. Puesto que no tenemos que celebrarlo, aprovechemos para construirlo.

Notas

  1. Decreto Supremo Nº. 001-2021-PCM que declara el Año 2021 como el “Año del Bicentenario del Perú: 200 años de Independencia”
  2. Casalino, Carlota, “Celebración de la independencia y el pueblo de Tacna, ‘el primero del Bajo Perú que en medio de riesgos inminentes dio el grito sagrado en 1811’”. En Estenssoro, Juan Carlos y Cecilia Méndez (eds.). Las independencias antes de la independencia: miradas alternativas desde los pueblos. Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos (en prensa).
  3. Ver Ortemberg, Pablo. “La entrada de José de San Martín en Lima y la proclamación del 28 de julio: la negociación simbólica de la transición”. Histórica 33.2(2009): 65-108; Sobrevilla, Natalia. “Entre proclamas, actas y una capitulación: la independencia peruana vista en sus actos de fundación”. En Ávila, Alfredo, Jordana Dym y Erika Pani (coords.). Las declaraciones de independencia. Los textos fundamentales de las independencias americanas. México: El Colegio de México y Universidad Nacional Autónoma de México, 2013, 241-274. A diferencia de nosotros, Ortemberg y Sobrevilla, más que cuestionar la existencia de tal documento, insisten en que no haya sido elegido hito simbólico.
  4. Estenssoro, Juan Carlos. 28 de julio en Lima: entre la memoria y la historia.
  5. En este sentido, la expresión “independencia concedida” es inconsistente, pues pone en el impase, en primer lugar, al libertador, incapaz de conceder unilateralmente. Quien insista en adoptar esa postura debería con mayor propiedad decir independencia reclamada, suplicada o, incluso, exigida.
  6. El oficio de San Martín (14-VII-1821), la respuesta del cabildo y el acta fueron publicados por primera vez en Gaceta del gobierno de Lima independiente. Edición facsimilar. La Plata, Universidad Nacional de la Plata, 1950, 2-4 y 822.
  7. Citamos los versos del “himno nacional” de la versión de Alcedo, reproducida en Raygada, Carlos. Historia crítica del Himno Nacional. 2 vols. Lima: Mejía Baca, 1954: I, 52-54.
  8. Puente, José Agustín de la. Obra gubernativa y epistolario de San Martín. 2 vols. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, I: 1-5 (la cita en p. 1).
  9. «Reglamento de la orden del Sol». En Gaceta del gobierno de Lima independiente, 143.
  10. Santos de Quirós, Mariano (comp.). Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde su Independencia en el año de 1821 hasta 31 de diciembre de 1830. Tomo I. Lima: Imp. de José Masías, 1831, passim. Para un caso tardío ver, por ejemplo, el decreto de Ministerio de Hacienda (14-I-1835) en Nieto, Juan Crisóstomo (comp.). Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde su Independencia en el año de 1821, y abraza el tiempo desde 1º. de enero de 1835 hasta 31 de diciembre de 1837. Tomo V. Lima: Imp. de José Masías, 1841, 11.
  11. Gaceta del gobierno del Perú: periodo de gobierno de Simón Bolívar. Edición facsimilar. Caracas: Fundación Eugenio Mendoza, 1967, n. 1, IV: 1.
  12. El Peruano, n. 8 (28-VII-1827): 2.
  13. Discursos de Nicolás Araníbar, presidente de la corte suprema, Juan Pablo Huapaya, vicerrector del Convictorio de San Carlos y Manuel Carrillo, representante del Seminario de Santo Toribio. El Peruano, 28-VI-1840: IV: n. 9: 2.

09.01.2021


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