De la memoria y de las cosas

Natalia Majluf

Casi desde el primer día en que sucedieron las marchas se empezó a hablar de la preservación de su memoria. Por sus efectos políticos y por los afectos que movilizó, se hizo evidente que se trataba de un hecho histórico. El recuerdo de lo ocurrido esos días cobró inmediatamente, a través de medios y en las redes, la forma de un proceso colectivo de memoria, que se centró primero en la deuda de justicia con los jóvenes asesinados y los muchos heridos graves que quedaron de la protesta en las calles. Había que reconstruir los hechos: a las voces de los testigos presenciales se sumaron videos, fotos y documentos. Éste es un primer aspecto—sin duda también el más urgente—de la memoria de las marchas en defensa de la democracia que se dieron en todo el Perú a mediados de noviembre de 2020. 

Periodistas, escritores y sociólogos empiezan ya otro proceso con el objetivo de analizar lo ocurrido, derivar lecciones, pensar el presente. En algún momento, las narrativas de la historia entrarán también a hacer el balance de esos hechos. Se buscará acaso comprender cómo se relacionaron las marchas con otras ocurridas antes o después, entender lo que motivó a los jóvenes a salir a las calles, trazar la forma en que se construyeron consensos o se activó una situación de ruptura. La memoria es compleja y siempre múltiple, tiene momentos y tiempos distintos. Pero la memoria tiene también tantas entradas como cosas que la activan. 

Por esos mismos días corrieron en las redes pedidos para conservar los restos materiales de las marchas: fotografías, pancartas e incluso los propios memoriales que espontáneamente se erigieron en las calles en recuerdo de Inti Sotelo Camargo y Jack Bryan Pintado Sánchez. Era todavía una memoria en disputa, sometida a ataques y a intentos de censura. En respuesta, en un proceso casi inmediato de musealización de la memoria, a menos de un mes de los hechos, el Lugar de la Memoria y la Inclusión Social (LUM) inauguró una instalación dedicada a esos jóvenes que perdieron la vida a causa de la represión policial. A través de un acuerdo con la Municipalidad de Miraflores, el memorial originalmente erigido en el Parque 7 de Junio para conmemorar a las víctimas se ubicó bajo un toldo en la explanada que separa el edificio del LUM del acantilado. 

Quienes lucharon por la preservación del mural han ganado una primera batalla en torno a la memoria que nos deja más preguntas que respuestas. ¿Qué partes del mural deben conservarse? ¿Por qué? ¿Quién debe guardarlo, dónde y hasta cuándo? ¿A qué costo? Y, por último, ¿quién lo decide? Estas preguntas administrativas disuenan en la discusión de hechos de un pasado tan inmediato que todavía forma parte del presente. Pero son preguntas indispensables y hasta urgentes, que afectan tanto el recuerdo de esas marchas como atañen a otros procesos de la historia reciente del país.

El LUM asume la labor inmediata de darle vida al memorial sin saber qué ocurrirá después. El asunto es que no cuenta con depósitos para guardar colecciones. Los pocos objetos que preserva se encuentran exhibidos en su exposición permanente.1 Puede resultar sorprendente pero en realidad no lo es. La situación refleja la invisibilidad del problema en el imaginario y en las políticas públicas. Los términos “colecciones” y “museos” brillan por su ausencia en la nueva Política Nacional de Cultura al 2030.2 Todo esto nos recuerda lo precarias que son en el Perú las estructuras para la preservación de la memoria material. 

En un país en donde el Estado ha abdicado de su responsabilidad en la creación de colecciones, la pregunta por el futuro de los rastros tangibles de la memoria resulta crítica. Existe poca conciencia de esta falla sistémica. El hecho es que, fuera del caso aislado del Museo Nacional de la Cultura Peruana, desde donde José Sabogal lideró el único proyecto sostenido de formación de colecciones que haya emprendido el Estado desde la refundación de los museos nacionales a inicios de siglo XX, hemos visto más bien una merma sistemática de archivos, bibliotecas y colecciones por pérdida, destrucción y robo.3

Nada de eso está en la mira del Estado. No existe un plan nacional de colecciones siquiera en papel, y menos aún procedimientos para la toma de decisiones. El Estado no adquiere obras ni tiene un cuerpo curatorial dedicado a incrementar colecciones. No existe tampoco un proyecto integrado de gestión del patrimonio de los museos, por lo menos no uno que sea conocido o que haya sido consensuado con expertos. Guardar cosas requiere de una logística costosa de depósitos, sistemas de seguridad y de registro, asesores expertos y personal calificado en documentación y en conservación. ¿Quién decide qué se conserva y qué se descarta? ¿Con qué presupuestos se sustenta el trabajo de colecciones? ¿Quién debe asumir esa responsabilidad? ¿Cuál es el papel del Estado en estos procesos? ¿Cuál el de los colectivos? ¿Las regiones? ¿Las universidades? No lo sabemos, aunque está claro que sólo se podrán proponer respuestas cuando se hagan las preguntas. 

En todo esto será clave el papel de la sociedad civil. Toca interpelar al Estado en relación a los objetos de memoria, porque además del desinterés general se revelan serias limitaciones acerca de lo que se concibe como coleccionable. Existe en los hechos una idea pobre y estrecha del “patrimonio”, centrada sobre todo en piezas arqueológicas o en aquellas a las que se les reconoce valor como obras de arte. El mundo más amplio de las cosas ha estado en gran parte ausente del pensamiento del Perú moderno.4 Eso explica la falta de una conciencia clara del valor de otros rastros de memoria, así como una comprensión cabal de esas cosas del presente que merecen guardarse para el futuro. Administrar la memoria pasa también en gran parte por cuidar objetos modestos, hechos muchas veces en soportes frágiles, como las pancartas de cartón que los jóvenes llevaron a las marchas.

Imágenes: Memorial a Inti Sotelo y Jack Bryan Pintado en el marco de la exposición “Generación del Bicentenario en Marcha”, Lugar de la Memoria e Inclusión Social, Miraflores, diciembre de 2020. Fotografía: Natalia Majluf.

Notas

  1. Evoco aquí una conversación con Manuel Burga, actual director del LUM, y sus preocupaciones por estas limitaciones, las cuales condicionan el trabajo que puede realizar hoy el espacio que dirige.
  2. Los términos aparecen únicamente en relación con asuntos de infraestructura y de difusión.
  3. David Hidalgo recoge esa historia aún dispersa en La biblioteca fantasma (Lima: Planeta, 2018). Es interesante que el Museo Nacional de la Cultura Peruana siga siendo el único museo nacional que ha intentado desarrollar colecciones.
  4. Francisco Stastny señalaba hace mucho la necesidad de preservar la cultura material en un sentido más amplio de lo que era usual hasta entonces en el Perú. Otros historiadores, como Pablo Macera, contribuyeron también a ampliar la mirada sobre lo coleccionable. En lo personal, agradezco el diálogo sostenido con Ricardo Kusunoki sobre estos temas y, en general, su convicción amplia e inclusiva sobre la importancia de las cosas.

12.12.2020

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