Una vereda demasiado estrecha para un peatón; una placa instalada sobre un muro de cemento por un alcalde con ansias de perpetuar su memoria; paraderos mal diseñados por un gobierno municipal sin capacidad para pensar el transporte público; el árbol que a alguien se le ocurrió sembrar frente a su casa; el viejo edificio flanqueado por otros mucho más nuevos; las rejas erigidas por vecinos temerosos de rufianes reales e imaginarios; la elevación del barrio; el diseño de los postes; los nombres de las calles; la avenida cuya forma condiciona el espacio habitable; las trazas mayores que se entrecruzan para formar la ciudad. Y los monumentos. Todos son signos abiertos a diferentes lecturas, evidencia de tiempos superpuestos y miradas enfrentadas que conforman uno de los espacios de memoria más complejos que tenemos: las ciudades.
La historia es como las ciudades, un campo con múltiples entradas en el que conviven y se confrontan distintas perspectivas. Nada más lejos de la idea de la historia que domina en el imaginario popular, una narrativa de una sola pieza, cerrada y singular, que se fija en la memoria colectiva con los hilos de una objetividad que los historiadores, supuestamente, garantizamos. La diferencia entre estas formas de imaginar la historia puede explicar por qué, pese a su centralidad en nuestras vidas, los espacios físicos que habitamos no se piensan como repositorios de memoria. Quizás sea porque las ciudades son lugares vivos que se transforman día a día, como esa memoria compleja, voluble e inasible que los historiadores reconocemos bien.
De pronto, unos monumentos que nadie veía y que a nadie importaban cobran una inesperada relevancia en el debate público. La estatua de Colón en Lima, por ejemplo, relegada por años a una estrecha berma en el paseo que lleva su nombre, empequeñecida por el masivo monumento a Miguel Grau que la enfrenta, se somete hoy al juicio público. En las redes se ha descubierto que la historia no era unívoca y que los “grandes hombres” eran imperfectos. La figura que representaba el hecho heroico del “descubrimiento” de un continente se convierte en el símbolo de la colonización de América. En una narrativa tan simplista como esa imagen popular de la historia que hemos descrito, aquí solo caben buenos y malos. Colón pasó así de héroe a villano. Y como si el hombre y su imagen fueran lo mismo, no es a Colón a quien se busca castigar, sino a su estatua.
El impulso viene del ejemplo de los monumentos confederados que los movimientos de derechos civiles en Estados Unidos han derribado, con justicia, de sus pedestales. Pero esas estatuas, muchas de producción masiva, casi todas erigidas en el siglo XX, no son comparables con la escultura construida en Lima en memoria de Colón. No todos los monumentos son equivalentes, ni todos los contextos iguales. Es necesario pensar además que esa estatua de Colón es, como otros documentos históricos, el emblema de una época en que los grandes hombres (sí, fue un género exclusivamente masculino) debían marcar el espacio público con su vida ejemplar. La escultura es también una pieza clave en la historia de una de las mayores transformaciones urbanas de la capital, la cual se reimaginó completamente en el momento del auge guanero. Y es un símbolo de una estética del progreso que marcó a una generación. Retirarla del espacio público implica destruir la evidencia de un proceso que, nos guste o no, fue decisivo en la definición del perfil actual de la ciudad.
La historia no se borra; se interpreta y se debate. En los años sesenta, las pinturas del período virreinal eran vistas como el emblema de la sumisión colonial de los pueblos indígenas. Nadie pensó, sin embargo, que era deseable destruirlas. Resulta que algunas décadas después, esa misma tradición se viene reinterpretando como la expresión de una originalidad local, como obras que afirman la perspectiva de poblaciones indígenas, mestizas y afrodescendientes. Que esa viñeta sirva para generar una reflexión más amplia acerca de cómo enfrentar el pasado.
La estatua de Colón no sólo representa los hechos de hace quinientos años; marca también un momento decisivo en el desarrollo urbano de Lima que resulta clave para entender el presente. Sin ella sería imposible comprender incluso la actual iconoclasia descolonizadora, que debe sus orígenes a la idea de los hombres y mujeres ejemplares y es prisionera aún de una comprensión del espacio público como lugar de autoridad desde donde se moldean las conciencias. En vez de derribar esa estatua, quizás resulte más interesante deconstruir ese capítulo de la historia que se materializa en ella, entender su lugar en la historia de la ciudad y discutir por qué incluso nuestras actitudes más iconoclastas no pueden desprenderse de ella. Esos gestos sólo son posibles precisamente en presencia de ese monumento que hoy algunos buscan derribar.
La reparación que se busca no llegará de realizarse ese deseo, porque la colonialidad no se juega únicamente en el campo de esa historia remota ni es una abstracción amorfa sin tiempo ni lugar. Si lo que se quiere es una sociedad más justa y menos desigual, sorprende que toda esa energía no se ponga en luchar contra el caos que las autoridades municipales propician sobre la estrecha vereda del Paseo Colón en donde todos los días miles de limeños esperan por unos buses que les roban horas y calidad de vida.
13.10.2020