Atusparia, de Gabriela Wiener

Eleonora Falco

En las novelas de aprendizaje suele haber una sección inicial de los primeros días de la educación, los días en los que se entregaban composiciones como “Mi escuela”, y es lo que esperamos y encontramos en los excelentes fragmentos de El Cole. La cadencia es perfecta, la ironía magistral. Funcionan, además, casi como sentencias, las acotaciones, a veces un escenario, a veces un acompañamiento musical, que rematan teatralmente las secciones. 

Es el Perú, mas nada hace pensar en los textos de Bruño ni en El Peruanito ni en la enciclopedia escolar Venciendo. En el colegio Atusparia los niños aprenden el alfabeto cirílico y cantan en ruso la canción de Cheburashka, el extraño juguete sin nombre al que en la tienda nadie se acercaba. Los mejores alumnos reciben los libros rojos de Lenin y cuentos infantiles hermosamente ilustrados que les entregan los principales benefactores de la institución, el sindicato de pescadores soviéticos de Kersh, puerto de Crimea oriental. Dominan el ajedrez, saben de memoria partidas de grandes maestros y sueñan con ser cosmonautas. Mi colegio es como una provincia de la provincia de la provincia del socialismo mundial. Hasta que el colegio fundado por peruanos egresados de la Universidad Lumumba de Moscú les es arrebatado por mariateguistas del propio Perú. Y eso hasta que vuelvan primero los rusos y hasta que, luego, el ministerio intervenga el colegio.

Se elige a la niña sin nombre para que recite con trenzas negras y sombrero el monólogo de Atusparia. La profesora Asunción Grass, que la conminó a encarnar al héroe –“Créetelo, tú eres Atusparia”–, la reconocerá años más tarde, en Puno: “Eres la niña que fue Atusparia”. Es la profesora que con su reconocimiento logra que la niña deje de ser ese extraño juguete sin nombre y cobre entidad. La abuela, que aún ve, le dice ch´iqui imilla, mi niña traviesa, y rompe a llorar. En Lima no se habla indio.  Es la frase lapidante con la que se explica por qué la niña no habla aymara. La abuela le dirá luego Vizcacha, como el animal que era capaz de encontrar en el Bosque de Piedra Héctor Chacón, el Nictálope de Scorza. Es oscuro presagio que la joven elija, más tarde, el nombre de militancia, la chapa, de Atusparia, el luchador indígena que no recibió el nombre del padre sino el que le otorgaron quienes lo adoptaron, el que terminó por encabezar en 1885 la rebelión de Huaraz. El luchador, el colegio y la joven mujer no hacen sino atraer hacia sí las consecuencias de la eponimia, ascenso y traición, nomen est omen. Un cuarto Atusparia es el fruto de la escisión de los profesores rusos: al otro Atusparia lo han llamado Máximo Gorki. El quinto Atusparia despertará, mucho tiempo después, en el nuevo colegio que refunde una exalumna. 

En el delirio de colegio que es convictorio real nace la ficción. En cada reiteración del nombre hay pasión amorosa y traición y muertos, muertos que al final son un cúmulo, muertos con y sin épica, desde el símbolo de Javier Heraud hasta la joven maestra Rita Puma en la horca de un eucalipto, muertos que el texto se empeña en exhumar. De los poetas quedan esquirlas de versos, de los narradores historias, consignas de los ideólogos y de los héroes el mito. Del poeta universal que apenas se lee en el Perú solo queda la cara impresa en un billete de diez mil intis. Wiener insiste en que vaya pareja a las escenas de los capítulos la banda sonora de cada instancia: oímos, así, la canción infantil rusa, el himno oficial de los trabajadores, la canción popular española, a Bob Marley, las letras de Violeta Parra o Víctor Jara, la radio del recuerdo o la Música Comunista de la Unión Soviética.

Al insistir en que Ninguno de nosotros es ni remotamente blanco ni remotamente frío, la narradora calca la postura racializada de la autora. Es chola clara la profesora que las alumnas veneran y al joven Pisco lo cholea con cariño el traficante mayor de la Resi. Dice la niña del alumno Domingo: Me dice chola y serrana. Y recalcará, años más tarde, tras una reconciliación: Los dos somos cholos, explicándose a sí misma el acoso escolar quizá porque mi cara, el color de mi piel, le recordaban demasiado a algo que también rechazaba de sí mismo.

Lo que sigue es el capítulo dedicado a La Resi, descubrimiento de la sexualidad y descenso a los infiernos de la droga, el tráfico y el abuso del que es víctima la joven a la que el novio llama preciosa y mi amor, el que hace, de nuevo, que ella no se sienta más un extraño juguete sin nombre. Uno a uno los personajes de esta galería compiten en sordidez. 

La joven Pamela, atraída a la pareja, recuerda a la Hélène Lagonelle de los días escolares de la narradora de El amante de Marguerite Duras. Las jóvenes se imantan, cruzan cartas como las cruzan la adolescente que narra y Pisco, el novio que teme perder, como las que cruzarán decenios más tarde la militante y su maestra, Ritas ellas, dos cuerpos que no querían soltarse, en versos ajenos de poetas del este que eligieron firmar con seudónimo, una Ajmátova, la otra Porumbacu. 

El instante de una noche de marihuana y cocaína en la Resi deja a quien lee inmóvil. Es un parteaguas, un muro tras el cual solo cabe esperar lo peor. Quien lee deja atrás toda esperanza entre esta gráfica imagen de un buen puñado de coca y otra, muy vívida, muchos capítulos después, de perfecta sinestesia, de algo caliente resbalando por detrás de las orejas y el creer oír … los chillidos más aterradores. Quien lee tiene que sucumbir a la narración siguiendo el hilo de extraña causalidad entre la primera imagen y la segunda, del exilio, con su hendida huella trotskiana.

Sigue a ese infierno el infierno de la colonia penal del Sepa. La autora ha alterado hábilmente la línea temporal de modo que el castigo antecede al crimen y la caída antecede al ascenso al triunfo.  El tiempo infinito del infierno verde no es el tiempo de la narrativa sino el del recuerdo. En el cerco de la prisión irrumpe sin límites la memoria: la reclusa hurga en el pasado y escribe. Wiener configura a la perfección un mundo de estrictos horarios, trabajos forzados, pérdida de dignidad y cercanía a lo irracional. Con su talento para la sinestesia une asfixia y calor, gritos de animales al atardecer, huertos de camu camu y aguaje, semillas que las presas extraen de los frutos maduros del cacao. Agrega el aroma de las flores del suche, el silbido largo de un alma en pena, el tunche, el llanto de las presas y la ayahuasca que bebe. La reclusa no sueña sino que la planta la sueña a ella.

Desbaratada la sincronía, se incorporan imágenes de peruanas después de los tiempos del Atusparia y de mucho antes. Wiener hila en el texto la violación y el cruel asesinato en Moscú en 2007 de la estudiante peruana Agnes Santisteban Wensjoe, doble de Alina, la joven de la última promoción de becados del Atusparia en la URSS, cuyo cadáver fue hallado en la misma nieve en la que la niña que fue Atusparia quería dejar sus pequeñas huellas. Pero no hubo de pronto benefactores ni becas ni sueños de Gagarin. Y se incluye, súbitamente, como contrapartida de ese horrendo fin la aparición estelar de Yma Sumac que cantó en ruso Noches de Moscú meses de meses en la Unión Soviética en 1961 y 1962.  YouTube es testigo.

La autora elige la técnica de retratar de varias formas, antes como Arguedas que como Scorza, los años de militancia del personaje en el movimiento Rita Puma. Titula Wancho-Lima, con el nombre de la utopía de Huancané que terminó en masacre hace un siglo, el relato de su llegada a Puno. Sigue un horrendo bloque que calca, en mecanografiado, un archivo de cuatro informes policiales con número, lugar y fecha, incluida la transcripción de una asamblea y un antiguo texto, un cuento en voz de alpaca que Asunción Grass había escrito decenios atrás. A manera de guiño a la práctica de los nombres reales de Scorza y hasta a la escena del escrutinio de la biblioteca en el Quijote –más tarde, en 2032, será en el exilio de Illana, en Castilla-La Mancha, el agua del riego artificial la que dibuje los molinos de viento de Atusparia– aparece, entre los libros que comprometen a las Ritas, uno del historiador Alberto Flores Galindo, uno del sociólogo Aníbal Quijano, los de Gramsci, Hugo Blanco y el Padre Gutiérrez y el libro Senderismo vs Mariateguismo del periodista comunista Raúl Wiener, antes esbozado en la figura del padre de Gabriela, una compañera mayor de la alumna que narra en El Cole. Lo recordamos de las páginas iniciales de Huaco Retrato, mientras la consigna “Cuando un revolucionario muere” se coreaba en su velorio. 

Otra modalidad de relato es una entrevista que se publica en el diario La República. Y otra forma es la carta secuestrada de Asunción Grass, en la que rehace la hermana abecedaria y pensativa de Las cartas secuestradas de Juan Gonzalo Rose, llamándola nuncahermana, marcando la separación tras esbozar el deslumbramiento inicial por la alumna y los años de militancia y relación. Quien traiciona acusa de traición en el conocido suplicio léxico político, trillado y machacón. Llegado el momento de una posdata se leerá de nuevo la carta como quien intenta restaurar algún sentido de lógica o verosimilitud.

El eco de un título del fallecido periodista de investigación Stieg Larsson reverbera en el título “La candidata que no amaba a los animales”, firmado por la periodista Gabriela Wiener –la autora misma ha postulado escrituras con mucho espíritu de contaminación mutua. La clara exposición de la cronista termina en una cita en la que la candidata Atusparia sentencia Hasta han reabierto una cárcel para mí, pero no pienso pisarla viva. Padece allí, como Héctor Chacón, cárcel en el capítulo de Ucayali 2028. Oscuramente trágico es que, quizás por cuarta vez, en el mero año 2024, se haya propuesto en el Congreso peruano reabrir la colonia penal del Sepa. No hay que ir a Foucault ni al largometraje de Walter Saxer para ver cómo el Sepa está grabado como horrenda cicatriz en el cuerpo de la nación. Es hurgar en la herida siquiera imaginar su reapertura, como si se abogara por el desaparecido El Sexto de Arguedas ante las ruinas de la isla desierta de El Frontón.

Hay libros que exigen que transcurra un tiempo antes de que se entiendan porque es menester que calen en quien los lee. Más aún en casos en los que se recurre al extrañamiento que proponían los formalistas rusos con el objeto de renovar el lenguaje artístico para llamar la atención sobre lo representado. Por eso sugiero que al terminar el libro, en desazón, lo aparte usted un tiempo, el que haga falta para rehacer los fragmentos de poesía, política e historia que surcan el doloroso texto y el país. Vuelva entonces a la ironía de los días de El Cole, vuelva a la promesa que encerraba el alba de la fiesta de la Candelaria, capaz de convertir la noche en día, y celebre la audacia con la que Gabriela Wiener ha escrito esta novela sin fe.


Gabriela Wiener, Atusparia. Barcelona: Random House, 2024.

05.04.2025


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