De la revolución a los memes: nuevos trabajos sobre prensa y cultura durante el gobierno de Velasco

Adrián Lerner

Velasco está por todos lados. Se le invoca en debates políticos, se le ve en el cine, aparece en las pantallas de nuestros celulares en stickers de Whatsapp y hashtags de Twitter – anglicismos que probablemente hubiesen activado los reflejos antiimperialistas del exdictador. En la última década, la imagen del General (EP) Juan Velasco Alvarado (1910-1977) ha adquirido una relevancia que no había tenido desde su muerte. Velasco gobernó el Perú entre 1968 y 1975, tras tomar el poder mediante un golpe de Estado, y su autoproclamada Revolución llevó a cabo una serie de ambiciosas reformas que buscaron transformar la nación peruana. En vida, Velasco fue una figura de enorme impacto, pero solo en el siglo XXI parece haberse consolidado como un ícono cultural.

Las causas de esta aparente ubicuidad póstuma son múltiples. La reivindicación de su figura durante el giro a la izquierda de parte de América Latina a inicios de este siglo, el aparente agotamiento del modelo neoliberal y el surgimiento de nuevos cuestionamientos al orden unipolar norteamericano contribuyeron a crear cierta nostalgia por su gobierno antioligárquico, reformista y, más problemáticamente, autoritario. Por otro lado, estos mismos procesos trajeron también de vuelta los grandes fantasmas de las derechas locales: la denuncia de las injusticias históricas como núcleo del discurso político, con tanques capaces de respaldar la heterodoxia económica en lugar del status quo. 

Con todo, propongo que otro elemento fundamental para esta reemergencia del velasquismo ha sido una convergencia de factores académicos, tecnológicos y estéticos: una nueva ola de investigaciones, material histórico excepcionalmente atractivo, la reproductibilidad de imágenes y textos en la era digital, y la cultura contemporánea de internet. 

El consenso es un ave rara en los estudios sobre el Perú. Construir una agenda crítica colectiva requiere acuerdos mínimos acerca de premisas básicas, reconocer preguntas comunes y tratar de responderlas desde distintas perspectivas. En la última década, ha emergido una idea-fuerza cuyos contornos básicos parecen largamente compartidos y generativos: las dictaduras militares de 1968-1980 marcaron un parteaguas y, en particular, el gobierno de Juan Velasco Alvarado fue uno de los más importantes en la historia peruana. Alrededor de este consenso, en efecto, ha surgido una nueva explosión de interés académico, buena parte de cuya atención se ha centrado en unos de los aspectos más originales y, por defecto, mejor documentados, del velasquismo: sus políticas culturales. A esta riqueza en las fuentes se suma en décadas recientes el auge, a grandes rasgos, de la historia cultural – tema sobre el que volveré en este ensayo. Los estudios sobre otras regiones de América Latina han mostrado que períodos fundacionales, conflictivos, ricos en proyectos culturales impulsados por el Estado resultan particularmente propicios para desplegar estas perspectivas.

Las nuevas investigaciones han contribuido a redescubrir el impactante acervo audiovisual y textual producido por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada y su entorno. El Perú de Velasco es rico en lemas, afiches, festivales, himnos. Este material, a su vez, ha encontrado en las plataformas digitales y en la cultura de internet vehículos de difusión extraordinarios. La imagen del General y la de su revolución, en buena parte deliberadamente confeccionadas por el propio gobierno, parecen calzar bien con el ethos ecléctico, activista y lúdico del temprano siglo XXI; mejor, al menos, que con el liberalismo triunfalista y la circunspección del desencanto con el compromiso ideológico de izquierdas del último cuarto del siglo XX. La revolución como meme. 

Este interés ha generado nuevas preguntas y la atención se ha expandido a una gama mayor de temas del ámbito cultural. La confluencia del interés público y de la academia debe ser motivo de entusiasmo en un país en el que, pese a importantes esfuerzos, hay una carencia enorme de divulgación. Cualquiera con un mínimo de familiaridad con las plataformas digitales de hoy convendrá, sin embargo, en que los concursos de popularidad en 280 caracteres, las peleas en la sección de comentarios de Youtube, y las discusiones con la familia extendida en Facebook no son medios ideales para la discusión matizada de procesos históricos polarizadores. 

Felizmente, entonces, Velasco y la producción cultural de su régimen siguen estando también en los libros. La esperanza pasa por que el interés popular y el académico se sigan retroalimentando y que, finalmente, resulten en síntesis capaces de seducir al público sin dejar de lado el rigor crítico. Dos libros recientes se suman a estos esfuerzos. El primero es la compilación de artículos Mitologías velasquistas. Industrias culturales y la revolución peruana (1968-1975), editado por Miguel Sánchez Flores (Lima: PUCP, 2020). El segundo es el libro de Juan Gargurevich, Velasco y la prensa, 1968-1975 (Lima: PUCP, 2021). Por sus formatos, títulos y tono, ambos parecen, además, tener alguna ambición de llegar a lectores no especializados. A través de una crítica de estos dos trabajos, este ensayo identifica algunas de las contribuciones y limitaciones de estas perspectivas. 

El volumen editado por Sánchez Flores, Mitologías velasquistas, presenta trece ensayos acerca de diversos aspectos vinculados con la política cultural del gobierno. La compilación parte de la observación de que desde las industrias culturales se han construido “mitos” acerca del papel de la cultura en el régimen y del régimen en la cultura. El empleo del término mito y de “mitología” podrían generar falsas expectativas. Se trata aquí, por lo general, del uso coloquial de «mito» como un discurso arraigado sin atención a su facticidad. El espíritu del libro pasa por identificar y desentrañar, “desmitificar”, los discursos de este tipo y descubrir su sustrato en el registro histórico; en palabras del editor, “para rastrear así, desde el presente, la veracidad o falsedad de dichos mitos” (11). En la introducción se anuncia también la búsqueda de las “construcciones histórico-ideológicas” que ocultan los mitos y de sus “dinámicas de construcción y validación” (13). En la práctica el libro ofrece muy poco en esta segunda promisoria línea, más bien deconstructiva. El sentido que orienta la mayor parte de los trabajos equivale esencialmente a la reconstrucción histórica de procesos que se asumen como mal comprendidos o manipulados en la esfera pública de hoy, una perspectiva muy parecida a las de la “historia del presente”. 

Los artículos abordan una variedad de temas que incluyen la organización y cancelación de eventos culturales, el fomento y entorpecimiento de artes, programas y géneros, y discusiones sobre productos culturales específicos en relación con la coyuntura política del gobierno militar. Los capítulos de Alejandro Santistevan acerca del concierto de Santana y Anna Cant acerca del Tío Johny son pequeños ensayos bastante logrados de historia política y cultural acerca de censuras (reales y supuestas) y encajan perfectamente con la propuesta de revisar episodios mal comprendidos. Los ensayos de Fidel Gutiérrez Mendoza, Gonzalo Benavente Secco, Miguel Sánchez Flores, Elton Honores y Mijail Mitrovic Pease, pese a estar en secciones distintas, son análisis de la relación entre los contenidos y las condiciones políticas, sociales y económicas de la industria musical, el cine, las artes visuales, la literatura y la imaginación política. Estos trabajos contienen reflexiones sugerentes acerca de algunas de las innovaciones, limitaciones y tensiones inherentes al régimen. La imagen de conjunto que dejan es la de un régimen ambicioso pero limitado por falta de recursos y problemas internos y externos.

Mención especial merece el excelente capítulo de Manuel Barrós acerca de la compañía teatral Perú Negro. Aunque no parece tener mayor relación con la idea de mito aun en el sentido empleado en el libro, es un estudio fascinante de la trayectoria de una iniciativa artística afroperuana y de sus vínculos con élites culturales, económicas y políticas, desde Juan Velasco y el empresario Luis Banchero Rossi hasta el Servicio de Inteligencia, pero también de su relación con poblaciones afroperuanas rurales. El artículo además tiene el mérito de presentar un marco de investigación replicable: la historia de una institución cultural (o de las actividades culturales de una institución). Es el único trabajo que sigue este modelo, pese a que se trata de una perspectiva con enorme potencial para estudiar a un gobierno que creó el Instituto Nacional de Cultura (INC) o el Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS), entre otras instituciones, y que reformó y expropió grandes medios de comunicación.

La diversidad temática de los ensayos, que promueve miradas frescas y tiene el potencial de abrir nuevos caminos en la historia del gobierno de Velasco, es probablemente el mayor aporte de Mitologías velasquistas. Por otro lado, pese a que los ensayos son producto del trabajo de un grupo interdisciplinario de autores, en su mayoría jóvenes, es un libro metodológicamente bastante conservador. Excepto por el uso de documentación de las Actas de los Consejos de Ministros del régimen en el artículo de Santistevan y de casos muy específicos de archivos personales, la evidencia en la que están basados casi todos los capítulos incluye exclusivamente material publicado (escrito, visual o auditivo) y, en algunos casos, entrevistas hechas por los autores. Más allá del análisis literario de Honores, pese a que los textos citan trabajos de diversos campos, se extrañan perspectivas que realmente desplieguen herramientas interdisciplinarias. Los temas analizados se beneficiarían de análisis etnográficos o musicológicos, de los métodos de la historia del arte, estadísticos y otros. 

En este sentido, el libro no termina de explotar las posibilidades de la historia cultural. Puede parecer contradictorio el reclamo de mayor “trabajo de archivo” en el sentido clásico de la disciplina histórica con la crítica acerca de cierto conservadurismo metodológico, pero acaso el principal mérito de la historia cultural a partir de fines del siglo XX ha sido su capacidad de combinar los métodos de la historia social y política con los de la antropología y los estudios culturales. Esto implica un uso minucioso de archivos oficiales y locales, la creación de nuevas fuentes, trabajo etnográfico, y un empleo creativo y sofisticado de herramientas teóricas y narrativas para leer los archivos e interpretar la información etnográfica. Promueve también definiciones expansivas de la cultura, para estudiar otros aspectos de la vida social: historias culturales de las instituciones estatales, de la economía o la ciencia. No se trata de imponer moldes extranjeros. Este tipo de investigación, por lo demás, se hace en el Perú y acerca del Perú desde hace buen tiempo, y algunos de los autores que contribuyen a este volumen han publicado estudios que integran estas perspectivas. No es cuestión, tampoco, de promover el paradigma parcialmente superado de la “nueva historia cultural”: más recientemente la historia cultural se ha integrado con perspectivas que enfatizan lo material, las emociones, la ética, el medio ambiente, entre otros temas. Mitologías velasquistas no presenta una alternativa, ni se inserta realmente en estas discusiones. 

La calidad desigual de los capítulos agrava este problema. Los artículos que se acercan más a perspectivas interdisciplinarias o que intentan ser más innovadores en fondo y estilo contienen problemas formales, análisis basados en pocas evidencias aparentes y afirmaciones problemáticas. Muchos de estos problemas son atribuibles al poco cuidado editorial, lo que tendría que llamar la atención acerca de los procesos de publicación en nuestro medio académico, especialmente al tratarse de libros dedicados a la producción cultural y los medios escritos.

Así, por ejemplo, el artículo de Talía Dajes, una lectura desde la teoría crítica de los afiches de Jesús Ruiz Durand para la Reforma Agraria (un tema que por lo demás ha recibido atención en décadas recientes, incluidos aportes de otros colaboradores al volumen), se presenta como una traducción de un artículo en inglés, pero no hay referencia al original, salvo el permiso de una empresa editora. El texto contiene afirmaciones esencialmente erradas, como que el gobierno de Velasco seguía “la línea de la Revolución Cubana” (161). Otra contribución, cuya autoría está atribuida al historietista Juan Acevedo y a una de las pioneras de la historia de las historietas en el Perú, Carla Sagástegui, está conformada por fragmentos de un testimonio de Acevedo, del que solo se dice que “fue recogido en agosto del 2018” (126). Corresponde al lector adivinar quién lo recogió o en qué formato. Ninguna nota o referencia resuelve estos misterios. El capítulo está dividido en fragmentos del testimonio intercalados con comentarios y contextualizaciones de Sagástegui. El testimonio es un documento fascinante de memoria histórica, pero el comentario no lo contrasta con otras fuentes ni aclara afirmaciones ambiguas. En su lugar, la contextualización contiene afirmaciones extraordinariamente enigmáticas. Por ejemplo, una sección comienza con la frase “Acevedo encuentra, en un documento interno reservado del Instituto Nacional de Cultura… el sustento ideológico de la revolución” (138). Por último, el capítulo de Alexander Huerta-Mercado es una memoria de la infancia del autor en un colegio privado de Lima durante el período estudiado por el libro. La prosa de Huerta-Mercado es evocativa y presenta reflexiones provocadoras, pero el artículo no expone una hipótesis clara, no hace referencia a la literatura especializada acerca de la reforma educativa a la que su título remite, ni provee ningún tipo de evidencia. El texto no carece de valor, pero es difícil justificar su inclusión en un volumen académico.

Una ausencia llamativa en el libro es la relación entre los medios de comunicación y el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, uno de los “mitos” centrales sobre el régimen, muy comentado, pero poco estudiado. Aunque artículos como los de Cant y Gutiérrez Mendoza tratan problemas directamente vinculados a la relación entre el gobierno y los medios, sorprende la ausencia de un capítulo específicamente dedicado a esta temática. 

Este es precisamente el tema de Velasco y la prensa, de Juan Gargurevich. Aparecido en una nueva serie del Fondo Editorial de la Universidad Católica que, con el nombre arguediano Zumbayllu, en principio publica “ensayos cortos” en formato accesible, el libro de 250 páginas no es ni un ensayo ni un texto corto. Sí es accesible: es una historia política narrativa, en formato de bolsillo, escrita con pulso de crónica, sin notas en el texto. Gargurevich es un experimentado periodista, profesor universitario y autor de más de una docena de libros acerca de la historia del periodismo en el Perú, entre los cuales se cuentan obras clave de referencia. Fue, además, protagonista de algunos de los hechos que describe en el libro y llegó a ser deportado por el gobierno de Velasco en 1975, junto a otros periodistas del semanario Marka.

Aunque presta atención también a los medios audiovisuales, la mayor parte del libro está dedicado a la prensa escrita. Como en el contexto mayor de la historia sobre el Perú, quedan pendientes las historias de la radio y la televisión durante la dictadura militar. El libro de Gargurevich describe con claridad los enrevesados dramas de la relación tormentosa entre la agenda política e ideológica del gobierno y las de los grandes medios peruanos de prensa escrita, por lo general basados en Lima. Las políticas gubernamentales hacia los medios estuvieron marcadas por la interacción de una diversidad de factores: el papel atribuido a los medios en el contexto de otras reformas, especialmente la educativa; pugnas internas dentro del gobierno; las dinámicas político-económicas del empresariado mediático; las relaciones laborales y las políticas sindicales dentro de las empresas periodísticas; coyunturas políticas nacionales e internacionales; y complejas tramas judiciales. Presentar una narrativa coherente es en sí mismo un logro que, junto a la cronología básica acerca del tema para el período 1968-1980, convierte al libro en un punto de partida para futuras investigaciones acerca del tema. Especialmente quienes intenten comprender los rasgos principales de los diagnósticos político-sociales que guiaron la actitud del gobierno hacia la prensa, las pugnas legales, los vaivenes en las reformas de propiedad y el papel de los clanes empresariales encontrarán aquí una buena introducción.

Una contribución mayor del libro es que centra las perspectivas de distintos actores. Plantea una dinámica cambiante, con matices, entre el gobierno y sus opositores. Revela que los medios de comunicación llegaron a convertirse por momentos en el principal eje de la oposición –por cierto, un aspecto central de la política global y peruana contemporáneas. Esto permite reexaminar episodios y personajes poco conocidos. Hace evidente, por ejemplo, la necesidad de estudiar a fondo a los grupos empresariales que estaban detrás de los medios, a figuras como Pedro Beltrán o Héctor Cornejo Chávez, de revisar episodios olvidados como la revuelta de “los niños bien” de Miraflores en 1974, o de más estudios acerca del papel de los gremios y su relación con las reformas laborales que ponían a las empresas en manos de los trabajadores, conocidas como la “comunidad industrial”. Aunque el tema medular del libro, como cabría esperar, es la expropiación de los diarios de circulación nacional, este se muestra como un proceso con innumerables vaivenes, inseparable de procesos mayores.

El libro caracteriza a los medios de comunicación peruanos antes de 1968 de manera sumamente crítica y presenta con cierta simpatía los principios del régimen y su objetivo nominal de crear medios de comunicación masivos más plurales y representativos. Pese a ello, la imagen de conjunto que produce el libro acerca del régimen es más negativa que la usual en trabajos académicos recientes. Desde el inicio, amenazas constantes de censura, expropiación, cierre de medios y deportación de periodistas marcaron el tono de la relación. La frase atribuida a Juan Velasco en una Sesión del Consejo de Ministros, en una de sus raras apariciones en estos dos libros, es lapidaria: “Mientras estos periódicos permanezcan en plena libertad, va a ser difícil que llegue a su término la Revolución ” (p. 96). No eran amenazas vacías. El gobierno clausuró medios y desterró a periodistas incómodos en diversos momentos, incluso entre aquellos que habían expresado su “apoyo crítico”; creó una Oficina Central de Información encargada de restringir “contenidos alienantes”; censuró contenidos de forma recurrente y lanzó acusaciones como “antiperuanos” y “antipatria contrarrevolucionarios” para silenciar voces disonantes, entre otras acciones abiertamente autoritarias. 

Al igual que en el caso de Mitologías velasquistas, el libro de Gargurevich muestra que, pese a las enormes atribuciones tomadas en nombre de la Revolución, el régimen enfrentó serias limitaciones en su ejercicio del poder. Debido a la oposición de periodistas, empresarios y trabajadores, a decisiones judiciales, a la mezcla de ambiciones desmedidas y poca claridad y capacidad de gestión, entre otros factores, el gobierno tuvo problemas para imponer su programa. Este es uno de los beneficios de una agenda de investigación compartida. Aproximaciones diferentes y complementarias acerca de temas adyacentes revelan resultados distintos acerca de algunos aspectos y similares en otros, y, en conjunto, matizan y cuestionan el estado actual del conocimiento.

Dicho esto, Velasco y la prensa comparte también con Mitologías velasquistas aspectos menos gratos, especialmente en el ámbito formal. Por ejemplo, incluye media docena de fotografías en blanco y negro repartidas por el libro, casi todas aparentemente de demostraciones callejeras de gremios periodísticos, pero no incluye referencias que indiquen qué representan ni su autoría, origen o repositorio. Más importante, pese a que el libro está organizado en una narrativa convencional y dividido en subsecciones claramente definidas, por momentos presenta saltos temporales, cierto desorden en las descripciones y enumeraciones de nombres propios que aportan poco a la lectura fluida y dificultan la comprensión de los procesos que estudia. Otra carencia compartida es que, pese a su lugar prominente en la cultura peruana contemporánea y en los títulos y portadas de ambos libros, el propio Juan Velasco no está realmente presente en ninguno de ellos. Con excepciones puntuales, sus apariciones en las historias y análisis son episódicas, anecdóticas, indirectas. Evidentemente, ninguno de estos libros es el espacio para una biografía de Velasco, pero la creación de la imagen y los “mitos” acerca del presidente de un gobierno autoritario o su relación personal con los medios de comunicación e industrias culturales podrían revelar aspectos importantes de su gobierno y de la sociedad y política peruanas.

Este Velasco a la vez omnipresente y ausente captura una faceta de la relación entre el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada y la cultura peruana contemporánea. Contribuciones como las de Mitologías velasquistas y Velasco y la prensa son importantes, pero el velasquismo es todavía poco más que un significante flotante. La discusión pública al respecto suele revelar mucho más acerca de las posturas políticas de los interlocutores que acerca de los procesos a los que pretende remitir o siquiera acerca del conocimiento académico existente. Como su líder, el régimen es más objeto de portadas coloridas y frases ingeniosas que sujeto de análisis sesudos. Los mismos factores que han ayudado a popularizar el velasquismo lo vuelven opaco. Aunque algunos problemas formales y metodológicos debilitan parte de sus propuestas, estos libros dan nuevos pasos, aún tentativos, en el camino a superar esta paradoja.



Crédito de la imagen central: «Los cómics “alienantes” (1976-80)» / Arkiv Perú. Cultura Popular Peruana del Pasado.

10.11.2022


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