Antropologías hechas en Perú

Juan Javier Rivera Andía

El libro Antropologías hechas en Perú, editado por Pablo Sandoval, se suma a una serie de esfuerzos loables que, en las últimas décadas, han intentado reflexionar sobre la antropología peruana con una mirada crítica. Como tales intentos, esta publicación también incluye los nuevos temas que aquella aborda junto con los últimos desarrollos de sus preocupaciones iniciales. Este es, en efecto, el caso, no solo de la introducción sino sobre todo de la mayoría de los textos que aquí se ponen a disposición de los lectores interesados en la historia de la reflexión antropológica en el Perú.

Ahora bien, debo advertir desde el inicio que, en estos comentarios, me ocuparé solamente de la introducción y de los criterios de selección de los textos aquí reunidos. Mi interés es resaltar algunas de las premisas detrás de la mirada que este compendio lanza a la antropología en el Perú contemporáneo. Espero, así, dilucidar cómo se entiende hoy que la antropología ha pensado el Perú, qué es lo que este entendimiento resalta y qué es lo que, eventualmente, oculta de su trayectoria pasada y de sus posibilidades futuras.

Una inflexión, un paradigma y la aparente fatalidad de una creencia

En su introducción a este compendio, y tras una breve recapitulación cronológica,1 Pablo Sandoval describe una inflexión de la antropología en el Perú en la segunda mitad del siglo XX, una que va del culturalismo al materialismo:

El culturalismo y las teorías de la modernización, no se pudieron sostener… Por insuficientes, fueron rápidamente desbordadas y sustituidas por la visión crítica de la teoría de la dependencia y el radicalismo marxista. Su impacto se dejó sentir entre las décadas del sesenta y setenta, sobre todo en las universidades públicas. El marxismo-leninismo consiguió allí una asfixiante hegemonía y colonizó casi por completo el lenguaje de las ciencias sociales (13).2

Unas páginas más adelante, la introducción también describe el “paradigma homogeneizador” detrás de aquella transición, marcado por términos tales como “modernización” o “proyecto de refundación nacional”:

Lo innegable es que buena parte de la antropología peruana transitó entre las décadas del cincuenta y sesenta, del indigenismo al campesinismo; y del culturalismo al clasismo revolucionario. En todos los casos se compartió un mismo paradigma homogeneizador: los indígenas/campesinos debían ser modernizados, y solo después, debían ser reubicados en un auténtico proyecto de refundación nacional (18).

A pesar de la brevedad de estas descripciones, parece claro que la inflexión y el paradigma que Sandoval destaca se refieren, sobre todo, a la enseñanza de la antropología en centros de educación superior y a la participación activa de antropólogos en proyectos políticos determinados. Sin embargo, la intención que Sandoval hace explícita es otra: delinear los “Paradigmas y motivación comunes” de la “comunidad académica antropológica” en el Perú.

Esta declaración parece indicar que tanto aquella inflexión como aquel paradigma concernirían no solo a la docencia y al activismo de los antropólogos en el Perú, sino también a otro de sus quehaceres: la investigación (en tanto práctica científica fundada en la etnografía). Sin embargo, esta suerte de amplificación tácita no aclara cuál sería la relación de ese proyecto político clasista3 y esa “hegemonía” del marxismo-leninismo con la investigación antropológica que transita en medio de aquellos paradigmas que resalta Sandoval.

Antes de abordar este primer problema, vale la pena preguntarse cuáles serían esos “paradigmas”. Dos de las tres características señaladas por el autor son, en realidad, si no obvias, al menos bastante generales. Mientras la primera sería un “rito de pasaje: el trabajo de campo en zonas remotas y exóticas”, la segunda consistiría en “un ámbito de estudio bastante definido: la sociedad rural, y dentro de ella, las comunidades indígenas/campesinas andinas” (12).4

Además de destacar el trabajo de campo en comunidades campesinas, Sandoval señala una tercera característica definitoria de la antropología en el Perú: una particular “creencia” en la existencia del “mundo andino” (15). Para Sandoval, el peso de esta creencia sería tal que terminaría “articulando” la antropología peruana: “Fue la convicción de la existencia de un ‘mundo andino’, sea en su versión mítica, neoliberal o clasista, lo que posibilitó articular a la comunidad académica de antropología, independientemente de sus influencias teóricas” (16).5

La saludable denuncia de la llamada “esencialización” en la antropología de los Andes—esta suerte de marca de nacimiento de la antropología peruana que Sandoval evoca como una tercera característica— es ya de larga data. “Así empieza la antropología peruana,” escribe Ortiz Rescaniere, “con una metodología cuya debilidad ya había sido señalada como ‘historia conjetural’. Empezábamos, asimismo, con otro error de procedimiento: combinar hasta la confusión, diversos datos de la realidad” (Ortiz Rescaniere 1986, 193). Casi cuatro décadas más tarde, Sandoval insiste en esta denuncia, pero, esta vez, aludiendo directamente a la etnografía: “La consecuencia más directa [del registro de permanencias culturales alejadas u opuestas al cambio histórico] fue el despojo de todo rastro de historicidad en las culturas estudiadas, recurriendo para ello al uso del presente etnográfico como estrategia estilística de representación discursiva” (14). Este punto nos parece clave, pues, una determinada estrategia discursiva etnográfica aparece aquí como una estrategia del esencialismo que enfatiza la continuidad cultural y la ahistoricidad.

Esta asociación explícita entre el esencialismo andinista y una “estrategia discursiva” etnográfica deja al descubierto un segundo problema: el riesgo de perder de vista que no es la etnografía, sino su ausencia, la que genera el llamado “esencialismo”. Es decir, lo que permitiría tal grado de “historia conjetural” en la búsqueda (más bien ingenua) de continuidades culturales es la carencia etnográfica, no la etnografía (cualesquiera sean sus estrategias discursivas).

Para comprender cómo es que, sin embargo, la etnografía termina ocupando en esta introducción el lugar de coadyuvante de la ahistoricidad antropológica, volvamos ahora al primer problema arriba señalado: la confusión de la investigación antropológica con los efectos de la declinación política de la antropología en los dominios de la docencia y el activismo que Sandoval resalta.

El sesgo de la “esfera pública”

Aunque el título mismo de la introducción (“Intérpretes de la alteridad”) pudiera disimularlo, lo que su autor parecería describir son más bien los avatares, en la esfera pública peruana, de la sociología aplicada y no tanto el tratamiento antropológico de la diversidad de los pueblos que integran el Perú. Su afán parece pues sopesar, en términos generales, “el valor de la palabra pública” (21) de los antropólogos (esto es, de aquellos más bien visibles en la docencia universitaria o en el activismo político) o, en términos más específicos, su participación en el “debate público de izquierda” (20). Esta preocupación concuerda, de hecho, con el énfasis en lo que Sandoval llama “Las prescripciones políticas de los antropólogos” (19). Y este énfasis se logra, en cierta medida, en desmedro de sus investigaciones etnográficas (esto es, de una de las marcas distintivas del quehacer antropológico) hasta el punto, como veremos más adelante, de invisibilizarlas.

Así, por ejemplo, Sandoval invoca el controvertido informe sobre los asesinatos en Uchuraccay de 1983 para señalar el “lugar y fecha” precisos de “la crisis del ‘paradigma indigenista’”. Sin embargo, aunque sus autores hayan contado con la asesoría de antropólogos andinistas que habrían hecho suyo aquel “paradigma” (18), este “informe” público, redactado por un escritor y un periodista por encargo de un gobierno, no es una etnografía elaborada con los habituales tiempos y herramientas antropológicos.

Este mismo sesgo emerge cuando se intenta detallar la inflexión señalada en el apartado anterior: “A fines de los años ochenta, las ciencias sociales ingresan en una profunda crisis de paradigmas… y se debilita, hasta casi extinguirse, su influencia política en la construcción de discursos históricos y etnográficos del Perú” (20). ¿Cómo se ilustra esta crisis de paradigmas que afectaría, en el Perú, a las ciencias sociales en general y a la antropología en particular? Sandoval solo reitera un mismo conjunto de hechos: el debilitamiento de su “influencia política” y de su “lenguaje público” (21), el agotamiento de “sus posibilidades de intervención pública” (20), su desaparición “por completo de la esfera pública” o su pérdida de “peso político” (20).

La pregunta, pues, se mantiene: ¿cómo se sitúa la etnografía andina en esta “crisis”? ¿Estuvo acaso también al borde de la extinción, tal como habría sucedido con la influencia pública de la antropología? Y, de ser el caso, ¿cómo se explicaría y se podría ilustrar esa supuesta agonía?6 Sobre todo: ¿hasta qué punto sería posible sopesar la influencia política del “esencialismo” en una disciplina dejando al margen la práctica científica (en este caso, etnográfica) de la misma? Si bien el papel de la antropología en el debate público es, efectivamente, de interés (e incluso central, como en el caso de Hildebrando Castro Pozo o Luis E. Valcárcel), su relevancia difícilmente podría resaltarse al punto de sobreponerse a (y menos aislarse de) aquella de la antropología como disciplina etnográfica.

Pero esta superposición permea no sólo el pesimismo, sino también las perspectivas más optimistas de Sandoval. Así, por ejemplo, el autor declara que “por antigüedad, impacto e influencia, la comunidad académica peruana de ciencias sociales es la más consolidada de la región andina” (11). Sin embargo, nada se dice sobre el “impacto e influencia” de su esfuerzo etnográfico o sobre sus resonancias teóricas tanto dentro como fuera de su área de estudio.

Al presentar el papel de la antropología en la esfera pública como si equivaliera a una descripción de las características generales de la disciplina, se reduce el papel de la etnografía a su manipulación para la formación de aquel “constructo generalizante” del “mundo andino”. A continuación, intentaremos iluminar las consecuencias de este reduccionismo sobre la selección y organización de los textos que conforman la antología.

El riesgo de una supresión o escamoteo de la etnografía andina

¿Cuáles son, pues, los rasgos comunes de los textos aquí reunidos? Se trata de veintiún estudios cuya publicación data, aproximadamente, de las dos primeras décadas del siglo XXI.7 Fuera de algunas excepciones, todos los trabajos han sido publicados en el Perú y fueron escritos originalmente en castellano. La mayoría de los veintitrés autores reunidos son antropólogos (y en menor medida, historiadores o sociólogos) de origen peruano (aunque también se incluye autores europeos, norteamericanos y de otros países sudamericanos).

Sandoval agrupa los textos en siete secciones que, en su mayoría, están relacionadas con luchas sociales contemporáneas—bajo títulos que casi se reducen a términos como “modernidad”, “etnicidad”, “movimiento social”, “violencia política”, “educación” o “poder”. Este sesgo se expresa bien, por ejemplo, en la única sección que alude explícitamente a las tierras altas: “Campesinado, antropología y revolución en los Andes”, también el único apartado centrado en la sierra del Perú. Ninguna otra sección de la antología representa la importante tradición de estudios de cosmologías, rituales, tradición oral, simbolismo o etnomusicología en los Andes. Esta ausencia es tanto más notable por dos características del índice. Por un lado, contrasta con el título de la sección centrada en torno a las tierras bajas: “Cosmologías, alteridades y Amazonía”; por otro, los estudiosos que se han consagrado a esos temas en los Andes encajan, de forma bastante precisa, en el perfil predominante entre los autores reunidos por Sandoval: antropólogos peruanos publicando, en español, desde el Perú. Fuera del trabajo de Arguedas (que, por lo demás, atañe a la descripción de un hecho socioeconómico), este compendio omite, de modo aparentemente deliberado (aunque tácito), toda una vertiente de aquellas “antropologías hechas en Perú” que pretende describir —vertiente que, llamándola incluso “tradicional”, recientes balances reconocen como parte inherente de “la antropología peruana en el siglo XXI” (Diez 2020).8

Esta omisión de la etnografía andina es un efecto de la insistencia en la crítica del esencialismo andinista, una insistencia que permea la introducción y que reposa, a su vez, en el sobredimensionamiento del papel de la antropología en la esfera pública en desmedro del de la etnografía como fundamento de la disciplina.  La consecuencia problemática que se desprende no es sólo la reiteración de la necesaria crítica de la “creencia” en el “mundo andino,” sino la invisibilización de la etnografía andina. Así, por ejemplo, en este compendio, ninguna sección ilustra el estudio de la alteridad en los Andes. Al pretender definir (las inflexiones y paradigmas de) la investigación antropológica en el Perú a partir de los avatares en la esfera pública de la docencia universitaria y del activismo político, la introducción termina restringiendo los esfuerzos analíticos —centrados en el trabajo de campo en “comunidades campesinas”— de la antropología hecha en el Perú al espacio de una mera fantasía —el “mundo andino”— que trunca la exploración de sus destinos etnográficos.

Cabe, sin embargo, preguntarse por qué los esfuerzos de la antropología estarían en el Perú condenados a subrayar líneas marcadas de antemano por una quimera aparentemente irresistible. ¿Cómo es que esa fantasía terminaría no sólo dirigiendo los esfuerzos por estudiar etnográficamente la inmensa heterogeneidad que el territorio y los pueblos de los Andes cobijan sino también invisibilizando (como sucede en este compendio) su ya larga tradición?9

La respuesta parece encontrarse, en buena medida, en aquel sesgo que permite a Sandoval precipitarse desde el papel público de la antropología (tal como se expresaría en la docencia universitaria o la antropología aplicada) a sus características definitorias como disciplina científica en el Perú. El énfasis puesto en el mundo andino como ensoñación unificadora y en la docencia y el activismo como aspectos definitorios de la antropología desemboca en la paradójica ausencia de aquello que resulta clave para cualquier antropología: la etnografía. Debido a que el esencialismo criticado por Sandoval no tiene como insumo la etnografía, esta no juega en realidad ningún papel en aquella inflexión y aquel cambio de paradigmas (a saber, del culturalismo al materialismo). Los insumos de esa “historia conjetural” no se encuentran en la etnografía sino más bien en la ideología y las políticas públicas. De este modo, es justamente la ausencia de la etnografía aquello que permite el predominio de las fantasías del esencialismo que el compilador denuncia (bajo la etiqueta de “paradigma indigenista” o de “creencia” en el “mundo andino”). El mismo Sandoval ofrece pistas al respecto cuando habla de la “continua ambivalencia” en la designación de aquellas poblaciones estudiadas por la antropología en las tierras altas:

¿Cómo designar etnográficamente a las poblaciones andinas?, ¿Indígenas o campesinos? ¿Modernos o primitivos?… La respuesta dependía del prisma ideológico o teórico que se asumía, pero siempre conceptualizada desde la visión esencialista de la alteridad cultural… (14).

Son, pues, los vacíos etnográficos los que permiten tales ambivalencias conceptuales y los que hacen que el esencialismo se le aparezca, a Sandoval, como omnipresente e ineluctable cuando revisa la antropología hecha en los Andes peruanos: “El énfasis en las continuidades culturales del siglo XVI al XX como rasgos centrales de la fortaleza de la cultura andina, resultó en una esencialización que se conoció como lo andino, entendida como una entidad cultural opuesta a la lógica histórica de Occidente” (14). Pero el esencialismo no es omnipresente ni ineluctable, sino el producto de un persistente vacío etnográfico. Y la crítica de aquel no será del todo certera si no se reconoce este hecho. No es, pues, necesario desacreditar la etnografía para reivindicar los “cambios culturales”, las “transformaciones sociales” o la “historia”.10 No es necesario desdeñar la etnografía para combatir aquella “imagen eurocéntrica de estas sociedades indígenas/campesinas, como suspendidas en una temporalidad estática, exótica y remota” (15). Todo lo contrario, tales falencias y necesidades —“la antropología necesitaba con urgencia reencontrarse con la historia, la contingencia y el carácter conflictivo e inacabado de la vida social” (15)— más bien indican la necesidad de más (y mejor) etnografía en los Andes, más de aquello que el mismo Sandoval llama los “pequeños relatos y narrativas especializadas” propias de la “monografía especializada” (21). Lo que se necesita, para el vasto espacio de los Andes, es, entonces, precisamente, un incremento de “pluralidad etnográfica” (22) que nos permita “repensar etnográficamente” (23) categorías como las de “Andes”. Resarcir la escasez etnográfica sería, en consecuencia, la mejor reacción contra el esencialismo.

¿Qué otro tipo de esfuerzo antropológico sino podría combatir problemas como la falta de “relatos renovados” (23) o de “certeza etnográfica” sobre (cuestiones tan mentadas como) el mestizaje o la “cholificación” (20)? Si, en efecto, “[y]a es tiempo de tomar en serio la construcción de una antropología comprometida con lo contemporáneo, cuyo punto de partida sean siempre las preocupaciones teóricas y los anclajes etnográficos, lejos de todo exotismo esencialista y romanticismo inútil” (23), ¿cómo lograrlo si los compendios al respecto, que esperan ayudar “a clarificar… futuros escenarios” (24), ignoran la poca etnografía existente en su afán de destacar el papel de la antropología en el debate público?

Ha llegado el momento de preguntarse acerca de la pertinencia de distinguir entre aquel apresurado “énfasis en las continuidades culturales” (denunciado justamente por tantos autores, incluido Sandoval, hace ya buen tiempo) y el simple desconocimiento de las variaciones culturales (debido, precisamente, a la ausencia de aquella etnografía que este compendio pasa por alto). Es decir, la causa directa de aquellas ensoñaciones promovidas por el esencialismo no es sino la ignorancia rampante causada por el descuido de un quehacer científico fundamental. Y, quizá no esté de más recordarlo, la ignorancia de la etnografía no puede sino alimentar la ignorancia de la alteridad. Por lo tanto, al menoscabar la etnografía, lo que logra cierta crítica del esencialismo andinista es menoscabar el estudio de la alteridad. Azorada por las deformaciones de ciertos (sesgados) espejos, esta crítica no se aproxima, sino que de hecho termina dando la espalda a aquello que está siendo (malamente) reflejado. En suma, el supuesto remedio resulta, al final de cuentas, promoviendo la enfermedad.

Referencias

Angé, Olivia. 2018. Barter and Social Regeneration in the Argentinean Andes. Oxford: Berghahn Books.

Bugallo, Lucila y Mario Vilca (comps.) (2016). Wak’as, diablos y muertos. Alteridades significantes en el mundo andino. San Salvador de Jujuy: Universidad Nacional de Jujuy-EDIUNJU-IFEA.

Diez Hurtado, Alejandro (ed.). 2008. La antropología ante el Perú de hoy. Balances regionales y antropologías latinoamericanas. Lima: PUCP.

Diez Hurtado, Alejandro. 2020. “Antropología peruana en el siglo XXI. Nuevas interpretaciones para antiguas y nuevas realidades”. Gazeta de Antropología 36(2): 1 – 18.

Gómez Pellón, E. 2020a. “La antropología peruana del siglo XX. De la antropología andina a las nuevas antropologías”. Gazeta de Antropología 36 (2).

Gómez Pellón, E. 2020b. «Presentación. La construcción de la antropología en los países andinos». Gazeta de Antropología 36 (2).

Gose, Peter. 2018. “The semi-social mountain: Metapersonhood and political ontology in the Andes”. Hau 8 (3).

Muñoz Morán, Óscar. 2020. Ensayos de etnografía teórica: Andes. Madrid: Nola.

Muñoz Morán, Óscar y Francisco M. Gil García (coords.). Tiempo, espacio y entidades tutelares. Etnografías del pasado en América. Abya-Yala. Quito, 2014.

Ortiz Rescaniere, A. 1986. “Imperfecciones, demonios y héroes andinos”. Anthropologica, 4(4), 191-224. URL: http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/anthropologica/article/view/1866

Ortiz Rescaniere, A. 2015. «Metáforas quechuas de amor primero». En: Gutiérrez Estévez, Manuel y Alexandre Surrallés (eds): Retórica de los sentimientos: etnografías amerindias, págs. 293-312.

Pajuelo, Ramón. 2000. “Imágenes de la comunidad. Indígenas, campesinos y antropólogos en el Perú”, en Carlos Iván Degregori (ed.), No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales.

Pinilla, Carmen. 2004. Arguedas en el valle del Mantaro. Lima: PUCP.

Roel Mendizábal, Pedro. 2000. “De Folklore a culturas híbridas: rescatando raíces, redefiniendo fronteras entre nos/otros”, en Carlos Iván Degregori (ed.), No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales.

Salomon, Frank. 2017. At the Mountains’ Altar: Anthropology of Religion in an Andean Community. Routledge / Taylor and Francis.

Seligmann, Linda J. y Kathleen S. Fine-Dare. 2019. The Andean World. Routledge / Taylor and Francis.

Sendón, Pablo F. 2016. Ayllus del Ausangate. Parentesco y organización social en los Andes del sur peruano. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú/Instituto de Estudios Peruanos/Centro Bartolomé de Las Casas. Vivanco, Alejandro. 2012. Una etnografía olvidada en los Andes: el Valle del Chancay (Perú) en 1963. Madrid: CSIC.


Pablo Sandoval López (ed.), Antropologías hechas en Perú. Edición en español. Asociación Latinoamericana de Antropología, 2020, 686pp.

Crédito de la imagen: Fotografía de portada: José María Arguedas. Archivo Caretas / Diagramación: José Gregorio Vásquez C. / Diseño de carátula: José Gregorio Vásquez C.

Notas

  1. Ese recuento destaca las influencias de “Los estudios de folklore” de los años treinta y cuarenta, las del indigenismo desarrollista mexicano y las del “indigenismo ‘nacional’” (p. 12). Sobre ésta última influencia, otros han afirmado que, entre las “meritorias antropologías” (Gómez 2020b) sudamericanas, la peruana podría considerarse como una «hija predilecta del indigenismo… muy cómoda en ese ambiente ideologizado y reivindicativo» (Gómez 2020a: 1).
  2. Como es sabido, las escuelas de antropología de las universidades públicas peruanas se vieron afectadas por la violencia política en las aulas y la inseguridad en el trabajo de campo, por unos cuadros institucionales frágiles, por la falta de recursos y el abandono de archivos, el desabastecimiento de bibliotecas, la discontinuidad en las publicaciones periódicas, la falta de cooperación exterior para la investigación y la publicación, los bajos salarios y la carencia crónica de tesis de estudiantes (Diez 2008). Los balances de las escuelas de antropología en el Perú, reunidos por Diez (2008), han descrito la presencia de un conjunto de perspectivas teóricas adicionales a las que menciona Sandoval en los centros de enseñanza de la disciplina. Así, por ejemplo, para el caso de la UNMSM de Lima y de la Universidad Nacional del Centro (en Junín), Robles y Álvarez Ramos mencionan el culturalismo, la teoría de la dependencia, la perspectiva histórico-cultural, la etnoecología, el sustantivismo ecológico y el formalismo económico. Finalmente, aunque no me detendré en ello, es de notar la omisión de referencias con cierto detalle sobre cuatro escuelas públicas de antropología: las de Huancayo, Arequipa y Trujillo, además de la Universidad Nacional Federico Villarreal, en Lima. Nótese además que tres de estas escuelas escapan, al menos en el imaginario popular peruano, a ese binomio compuesto por Lima y el sur andino que aparece en la mención de Sandoval sobre el papel fundacional de las escuelas de antropología de Cuzco y de la limeña Universidad Nacional Mayor de San Marcos (p.11).
  3. Encontramos, además, otro clasismo en los argumentos de esta introducción: no como destino de tal o cual tesis, sino como punto de partida o contexto social de los antropólogos. Nos referimos a la “Tensión permanente entre “cosmopolitas” y “provincianos” (19). Esta alusión abre una veta de reflexiones que no carece de interés: las consecuencias, para la investigación etnográfica, de esa división que afecta, como a tantas otras dimensiones de la sociedad peruana, a la comunidad académica de la antropología en el Perú.
  4. Aunque se ha señalado que los estudios de comunidades suelen confundirse con los estudios antropológicos en ciertas regiones del Perú, todavía persiste el desacuerdo sobre lo que es una comunidad y sobre cuáles son sus tipos (Pajuelo 2000). Uno de los riesgos de asumir el trabajo de campo en una comunidad campesina como característica dominante de una etapa de la antropología en el Perú es la invisibilización de aquellos esfuerzos etnográficos individuales que no se restringen a tal o cual comunidad campesina.
  5. Es notoria la ausencia de una discusión detallada de las conocidas reconceptualizaciones de lo “andino” propuestas, hace ya casi tres décadas, por Fuenzalida (1992) o Ansion (1994).
  6. Otros autores han señalado ya que, a pesar del declive que sufren, incluso desde la década de 1970, las recopilaciones etnográficas sobre los Andes (iniciadas como tales por lo menos desde 1930) persistirían en espacios como los «Congresos Bienales de Folklore», los estudios de «religiosidad andina», los de «mentalidades andinas» (donde “se juntan la etnohistoria y la etnografía») y determinados esfuerzos institucionales con mayor o menor longevidad (como los de la Biblioteca de Tradición Oral Andina y el Archivo de Música Tradicional Andina) (Roel 2000: 91). Los balances reunidos por Diez (2008) también parecen confirmar la persistencia del difuso imperio de los estudios andinistas.
  7. La única excepción a este período es la inclusión de un estudio de Arguedas (cuya foto, además, ocupa la portada del libro), que data de 1956 (y fue publicado póstumamente en 1975). Al respecto, existe un libro dedicado enteramente a la etapa y el contexto de producción de este estudio (Pinilla 2004).
  8. Así, hoy, a pesar de su invisibilización, la etnografía en los Andes—incluso si se insistiera en destacar los estudios de “coyunturas políticas” y “lógicas del desarrollo” (Diez 2020)— parece, tanto fuera como dentro del Perú, si no abundante, sí bastante sólida y en busca de nuevos diálogos (cf. Muñoz y Gil 2014, Ortiz Rescaniere 2015, Bugallo y Vilca 2016, Sendón 2016, Salomon 2017, Gose 2018, Angé 2018, Seligmann y Fine-Dare 2019, Muñoz 2020).
  9. La invisibilización de la etnografía por la crítica de la fantasía del “mundo andino” parece afectar incluso la identificación de las excepciones. En efecto, lo que Sandoval propone como excepción al esencialismo no son etnografías, sino artículos periodísticos (de un antropólogo como Arguedas). Que aquellas etnografías hayan terminado siendo difundidas solo décadas más tarde (cf. Vivanco 2012) sólo confirma, a nuestro juicio, su excepcionalidad.
  10. De hecho, bastaría quizá con recordar el problema metodológico que atañe a la posibilidad de entender las transformaciones de una sociedad —que para Sandoval se expresan en fenómenos como “la ampliación de la economía de mercado y la expansión capitalista en la sociedad rural” (p.14)— sin identificar, antes, con cierta precisión, cuál sería la naturaleza de aquello que suponemos estaría cambiando.

25.09.2021

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