Vida y trabajo de las empleadas domésticas en Lima, 1960-1980

Emily Culver

Las trabajadoras domésticas de Lima llevan mucho tiempo enfrentándose a difíciles condiciones de trabajo y luchando por conseguir los mismos derechos que sus compañeros. Éste fue también el caso de la gran oleada de mujeres que emigraron a la capital y buscaron trabajo como empleadas domésticas en las décadas de 1960 y 1970. Como trabajadoras, realizaban tareas domésticas, cocinaban y cuidaban a los niños de familias acomodadas y de clase media durante más de ocho horas al día, a menudo sin prestaciones ni contratos formales. Un mito generalizado sobre las trabajadoras domésticas en Perú es la idea de que están integradas de alguna manera en la familia del empleador, que “son prácticamente familia”. Efectivamente, algunos empleadores pueden ver a sus trabajadores domésticos como una extensión de su familia; al hacerlo, desdibujan los límites entre la relación trabajador-empleador. Esta percepción suele llevar a la creencia de que los trabajadores domésticos no necesitan contratos formales, protecciones o incluso salarios porque son “como de la familia”. Sin embargo, este mito refuerza la infravaloración del trabajo doméstico y perpetúa la explotación y el maltrato de quienes trabajan en este rubro. 

El tema me atrajo inicialmente porque, aunque el trabajo doméstico ha sido históricamente la forma más común de empleo para las mujeres en el Perú, estas mujeres han sido por lo general excluidas de los estudios sobre la clase trabajadora, en parte debido a la naturaleza privada y aislada de su trabajo. Un análisis de sus experiencias, por lo tanto, contribuye a una comprensión más completa acerca de la clase trabajadora en la Lima de los años sesenta y setenta. Además, desvelar las historias y perspectivas de las trabajadoras domésticas es crucial para cuestionar la explotación sistémica y el insuficiente reconocimiento de este importante sector de la mano de obra.

La idea de que el servicio doméstico en el Perú está vinculado a la noción de pseudopertenencia familiar tiene profundas raíces históricas. En la época colonial, el hogar patriarcal era la principal unidad de control social y el servicio doméstico era una de las pocas profesiones permitidas a las mujeres. A partir del siglo XVI, cuando los hombres indígenas se marchaban a trabajar a las minas, muchas mujeres tenían que emigrar de sus comunidades tradicionales para trabajar en los hogares españoles, donde pasaban a estar sometidas a un férreo control. Las mujeres afrodescendientes también eran esclavas domésticas en las ciudades costeras y su presencia en los hogares españoles creaba y reforzaba las jerarquías raciales y las dependencias entrelazadas. Incluso cuando las mujeres esclavizadas obtenían la libertad mediante la manumisión, sus antiguos dueños seguían creyendo que tenían derecho a su trabajo doméstico. Este derecho se derivaba de un sentido fabricado de “familia” que implicaba devoción y lealtad forzadas.1 Todos los trabajadores domésticos se consideraban parte de la familia y debían, por tanto, realizar una serie de tareas que iban más allá de las labores de limpieza y de cocina, como proporcionar compañía e incluso apoyo emocional a sus empleadores o propietarios. En la época colonial—así como en la posterior republicana—, los niños indígenas también eran enviados a hogares mestizos y españoles para realizar tareas domésticas sin remuneración.2 Esta práctica consolidó aún más la idea de que el trabajo doméstico no era un trabajo “real”, sino una extensión de las funciones de las mujeres y los niños en el hogar. Décadas más tarde, este mito sería utilizado –incluso en fechas tan recientes como los decenios de 1960 y 1970–, para justificar el pago de salarios más bajos a las trabajadoras domésticas y someterlas a condiciones laborales más duras que a otros trabajadores en el Perú. Esta tergiversación del trabajo también ha contribuido a excluir a las trabajadoras domésticas de los derechos y las prestaciones laborales, dejándolas especialmente vulnerables a la explotación en el ámbito privado y desprotegidas ante las entidades públicas.

Mi análisis de las trabajadoras domésticas en Lima forma parte de un proyecto más amplio en curso y se basa en el marco de una historia laboral que se ha ampliado en los últimos años para incluir las importantes funciones del trabajo reproductivo y de cuidados, además del trabajo doméstico remunerado.3 Este marco reconoce que el trabajo doméstico no es un mero acuerdo privado entre un empleador y un empleado, sino una relación laboral que debe regularse como tal. Al reconocer la importancia de este tipo de trabajo, podemos entender la explotación y la opresión a las que se enfrentan los trabajadores domésticos en un contexto más amplio de desigualdades sistémicas relacionadas con la raza, la clase y el género. Además, este marco me permite analizar las estrategias y los esfuerzos de resistencia de las trabajadoras domésticas en su intento de mejorar sus condiciones laborales y de hacer valer sus derechos como trabajadoras. En última instancia, al iluminar las experiencias de trabajadoras que a menudo han sido marginadas e infravaloradas, mi investigación busca contribuir a una comprensión más exhaustiva de la historia laboral del Perú.

Documentar y analizar las vidas y experiencias de las trabajadoras domésticas en el Perú es esencial para lograr este objetivo. Examiné setecientas demandas sin clasificar presentadas por trabajadoras domésticas ante el Ministerio de Trabajo. Estas reclamaciones se conservan en el Archivo Intermedio del Archivo General de la Nación. Inicialmente, las demandas se presentaron entre 1966 y 1972 a través del Departamento de Domésticos, el cual formaba parte de la Dirección de Mujeres y Menores. Tras el cierre del Departamento de Domésticos, las trabajadoras domésticas empezaron a presentar sus reclamos a través del Departamento de Denuncias, al igual que otros trabajadores y sindicatos. Los reclamos se centraban en cuestiones como salarios impagos, prestaciones sociales y paga de vacaciones. Sin embargo, también contenían otros documentos valiosos, como transcripciones de reuniones, cartas, casos judiciales y testimonios tanto de trabajadoras domésticas como de empleadores. Analizo estas afirmaciones con un enfoque narrativo, con el objetivo de identificar los retos comunes a los que se enfrentan los trabajadores domésticos y presentar estudios de caso que pongan de relieve sus experiencias. El análisis narrativo permite descubrir problemas comunes y arrojar luz sobre sus luchas específicas por un trato justo. Al integrar los registros oficiales con las historias personales, mi investigación pretende ofrecer una comprensión matizada de la vida de los trabajadores domésticos y de los retos a los que se enfrentan.

«Jovencita». Última Hora, noviembre de 1962

Al examinar los expedientes del Ministerio de Trabajo, observé un tema recurrente: los empleadores solían eludir el pago a los trabajadores domésticos afirmando que los consideraban “como miembros de la familia” y no empleados; las trabajadoras domésticas, por su parte, demostraban que se consideraban trabajadoras al presentar demandas contra sus empleadores. Descubrí que, entre 1966 y 1980, se presentaron 77 casos en los que los empleadores utilizaron esta excusa para evitar pagar salarios, pagar de menos a los trabajadores, o maltratarlos y abusar de ellos. Esta situación era especialmente frecuente cuando el trabajador doméstico era un niño. Para demostrar estos puntos, recojo dos ejemplos: Regina Cruz Pizarro y Águida Manacho Carranza, trabajadoras domésticas que se enfrentaron a problemas similares.

El 22 de enero de 1970, la trabajadora doméstica Regina Cruz Pizarro presentó una demanda contra su antigua empleadora, Rosa Carner. Regina trabajó para Rosa de 1966 a 1970 pero, durante siete meses, no recibió su salario mensual de 1.200 soles, una suma que ascendía a 8.400 soles en salarios impagos. Durante la entrevista en el Ministerio de Trabajo, Rosa negó vehementemente deberle dinero a Regina, alegando que no estaba empleada como trabajadora doméstica, sino que vivía en su casa porque era miembro de su familia extendida a la que llamaba “coprovinciana”. Rosa declaró que Regina le ayudaba ocasionalmente con las tareas domésticas, labor por la que le pagaba con pequeñas propinas y ropa de segunda mano. Según Rosa, este acuerdo no entraba en la categoría de trabajo y, por tanto, no era responsable de pagar el salario a Regina ni de inscribirla en la seguridad social ni cumplir ninguna otra ley que regulara el trabajo doméstico. Aunque no está claro si Rosa realmente creía que este acuerdo no era una relación empleador-empleado, está claro que Regina se identificaba como trabajadora. Regina aportó pruebas para rebatir las afirmaciones de Rosa, sobre todo sus recibos de los salarios mensuales de 1,200 soles que le habían pagado entre 1966 –el año en que, según Regina, la madre de Rosa la contrató verbalmente– y junio de 1969. Las pruebas fueron consideradas suficientes por el Ministerio de Trabajo para validar la condición de Regina como trabajadora y su derecho a los salarios impagos. Lamentablemente, el caso sufrió retrasos prolongados y, finalmente, Regina se conformó a regañadientes con un pago reducido de 1.000 soles.4 Regina fue una de las muchas trabajadoras domésticas que debió enfrentar intentos similares por desdibujar su estatuto laboral, con el fin de defender sus derechos legales y obligar a sus empleadores a rendir cuentas.5

La distinción entre trabajador y miembro de la familia es especialmente compleja cuando el trabajador doméstico empieza a trabajar de niño. Tal fue el caso de Águida Manacho Carranza, cuya vida y experiencia se vieron profundamente afectadas por esta relación deliberadamente borrosa con su empleadora. El 7 de octubre de 1977, tras 21 años trabajando para su empleadora, Magdalena Galindo Rodríguez, Águida se dirigió finalmente al Ministerio de Trabajo. Águida relató que, en 1956, cuando apenas tenía trece años, fue sacada de su casa en la Hacienda Naranjal, San Martín de Porres, conducida al Callao y entregada en casa de Magdalena. Allí le informaron de que ahora era la empleada doméstica de Magdalena y que le pagarían 1.200 soles al mes. Durante las dos décadas siguientes, Águida cocinó, limpió y lavó la ropa de Magdalena y de su familia todos los días. Rara vez abandonaba su lugar de trabajo y sólo vestía ropa de segunda mano. A lo largo de esos años, Magdalena aseguró repetidamente a Águida que estaba ahorrando su sueldo y que se lo proporcionaría si se lo pedía. Cuando ésta finalmente se atrevió a exigir el pago, Magdalena respondió con excusas, la privó de alimentos y, finalmente, la despidió el 18 de septiembre de 1977. A pesar de los claros maltratos y abusos, Magdalena acudió a la cita del Ministerio de Trabajo con una serie de excusas. Alegó que el tío de Águida había dispuesto que ella cuidara de Águida y la trasladara a su casa en El Callao en 1956. Magdalena negó rotundamente cualquier tipo de relación laboral con Águida, tachando sus acusaciones de “absurdas” e “ilógicas”. Lamentablemente, el Ministerio de Trabajo fue incapaz de atender el reclamo, el cual se cerró sin resolución en junio de 1978. El caso de Águida ejemplifica vívidamente las complejidades que rodean al trabajo doméstico informal y los importantes retos que plantea la estrategia de desdibujar los límites entre empleado y miembro de la familia. Como resultado, Águida se encontró sin ningún salario sustancial después de 21 años de trabajar lejos de su familia, sin contacto alguno. Tras el proceso irresuelto, Águida informó al Ministerio de Trabajo que había vuelto a vivir con su familia en la Hacienda Naranjal, sin saber cuáles serían sus próximos pasos.6

El estudio de las trabajadoras domésticas en Lima durante el periodo entre 1960 y 1980 arroja luz sobre las difíciles condiciones de trabajo, el maltrato y los abusos a los que éstas se enfrentaban, así como también sobre su lucha por conseguir la igualdad de derechos y reconocimiento.7 El mito generalizado de que las trabajadoras domésticas se integraban en la familia del empleador, atenuando las fronteras entre trabajador y miembro de la familia, ha perpetuado la infravaloración y explotación de esta mano de obra esencial. Adoptando un marco de historia laboral y reconociendo el trabajo doméstico como lo que es, trabajo, podemos comprender las desigualdades de género y de raza a las que se enfrentan los trabajadores domésticos. El acto de presentar estas demandas es también un ejemplo de una de las estrategias empleadas por las trabajadoras domésticas para mejorar sus condiciones. Los estudios de caso de Regina Cruz Pizarro y Águida Manacho Carranza, entre otros, ejemplifican las complejidades que rodean la distinción entre trabajador y familiar, y pone de relieve la lucha por conseguir justicia al hacer valer su condición de trabajadoras. La experiencia de Águida, quien empezó como trabajadora infantil, demuestra las nefastas consecuencias de difuminar las fronteras entre empleado y familiar, lo cual se traduce en años de malos tratos y, en última instancia, en un caso sin resolver. Resulta crucial reconocer las contribuciones y luchas de esta mano de obra marginada, generalmente excluida de los estudios sobre la clase trabajadora. Al amplificar sus voces y poner de relieve sus luchas, desafiamos los mitos y conceptos erróneos que perpetúan su explotación.


Crédito de la imagen: Archivo El Comercio.

Notas

  1. McKinley, Michelle A. Fractional Freedoms: Slavery, Intimacy, and Legal Mobilization in Colonial Lima, 1600-1700 (Nueva York: Cambridge University Press, 2016), 39.
  2. Kuznesof, Elizabeth. “Una historia del servicio doméstico en Hispanoamérica, 1492-1980”, en Muchachas No More. Household Workers in Latin America and the Caribbean, Elsa Chaney y María García, eds. (Filadelfia: Temple University Press, 1991), 17-35.
  3. Mi proyecto de investigación doctoral en la Universidad de Pittsburgh se titula “Descubriendo la vida y el trabajo de las trabajadoras domésticas en Lima, Perú, 1956-1985”. Sobre el campo ampliado de la historia laboral, véase el trabajo de Jocelyn Olcott, “Introduction: Researching and Rethinking the Labors of Love”, Hispanic American Historical Review 91, n. 1 (2011): 1-27.
  4. Reclamo de Regina Cruz Pizarro, 29 septiembre 1970, Caja 737, Legajo 292, Archivo 007-71, Ministerio de Trabajo y Promoción Social, Archivo Intermedio, Lima, Perú.
  5. Sólo por mencionar otro caso, en una carta al Ministerio de Trabajo, la empleadora de Lucila Paz insistió en que ésta no estaba empleada en su casa como trabajadora doméstica. Alternativamente, declaró que había permitido que Lucila se quedara en su casa “por un acto de comprensión y solidaridad humana” porque ambas eran originarias de la misma zona de Huaraz. Explicó, además, que Lucila sólo realizaba tareas domésticas “por [su] propia voluntad”, como un favor, no debido a un empleo como trabajadora doméstica. Reclamo de Lucila de Paz Moreno, 15 julio 1980, Caja 1253, Legajo 2610, Archivo 3326-80, Ministerio de Trabajo y Promoción Social, Archivo Intermedio, Lima, Perú.
  6. Reclamo de Águida Manacho Carranza, Caja 2558, Legajo 28, Archivo 4669-77, Ministerio de Trabajo y Promoción Social, Archivo Intermedio, Lima, Perú.
  7. A guisa de ejemplo, Florentina Tapia Pares, trabajadora doméstica de 21 años, de Apurímac, no recibió ninguna paga por su trabajo durante todo un año. Florentina relató ante el Ministerio de Trabajo que, durante casi doce horas diarias, realizaba su trabajo “con sacrificio y humildad y realizando todas las labores que a mi empleador se le ocurrían como lavar, planchar, cocinar, limpiar la casa, cuidar y bañar a sus tres hijos.” Florentina no sólo nunca cobró por su trabajo, sino que enfermó de tanto trabajar. Fue la causal de su despido, pues su empleador sólo quería “gente sana” que trabajara para él. Reclamo de Florentina Tapia Pares, 4 octubre 1985, Caja 1297, Legajo 2692, Archivo 2642-85, Ministerio de Trabajo y Promoción Social, Archivo Intermedio, Lima, Perú.

12.06.2023

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