Ausencias, silencios y brechas. Voces de mujeres sobre el conflicto y el posconflicto peruano

Karina Pacheco

En su libro La guerra no tiene rostro de mujer, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, señala que a lo largo de la historia las guerras han sido registradas fundamentalmente por varones, desde la mirada masculina, convirtiendo en hegemónico el análisis que del conflicto y del posconflicto hacen los hombres:

Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la «voz masculina». Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones «masculinas». De las palabras «masculinas». Las mujeres mientras tanto guardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado nada a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre. Guardan silencio incluso las que estuvieron en la guerra. Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra «femenina», sino la «masculina». Se adaptan al canon.1

Sus reflexiones sobre la participación de las mujeres soviéticas en la Segunda Guerra Mundial podrían hacer eco en cómo se ha registrado las historias de conflictos y guerras en el Perú desde el pasado remoto. Así, hasta el momento no contamos con libros de memorias, autobiografías, ficción o ensayo donde las mujeres indígenas de los sectores más golpeados por el conflicto armado interno cuenten cómo lo atravesaron y eventualmente sobrevivieron. Es más, los libros de mujeres (indígenas o no) que en el Perú han publicado sobre este tema, en su mayoría son poco conocidos fuera del ámbito académico o de los derechos humanos y reciben escasa atención en los medios.

Mujeres dando cuenta del conflicto armado interno

Los años de violencia política desatados entre 1980 y 2000 significaron la etapa más cruenta sufrida por el país en su vida republicana. 69.270 fueron muertos o desaparecidos y otras decenas de miles padecieron amenazas, torturas, violaciones, desplazamientos forzados o despojo de bienes. La violencia política azotó especialmente las zonas rurales andinas y la selva central, de manera abrumadora en las regiones de Ayacucho, Huancavelica, Junín y Apurímac: de esta manera, el 75% de las víctimas tenía como lengua materna el quechua y otras lenguas originarias.

Sobre este periodo se han producido innumerables estudios desde diferentes disciplinas y son muchas las autoras que han publicado sobre el conflicto armado interno (CAI) y la etapa del posconflicto. En Ciencias Sociales, esta producción es particularmente amplia, presta significativa atención a la situación de las mujeres y ha dado lugar a títulos de indispensable lectura; por solo citar algunos libros: Reparando mundos. Víctimas y Estado en los Andes peruanos, de María Eugenia Ulfe y Ximena Sabogal (PUCP, 2021); Los silencios de la guerra. Memorias y conflicto armado en Ayacucho, Perú, de Valérie Robin Azevedo (La Siniestra, 2021); Género y conflicto armado interno en el Perú. Testimonio y memoria, editado por Mercedes Crisóstomo Meza(PUCP, 2018); y coincidentemente, con ese mismo título y ese mismo año, Anouk Giné et al publicaron Género y conflicto armado interno en el Perú (La Plaza Editores, 2018). Destaca también Violencia sexual en la guerra y en la paz. Género, poder y posconflicto en el Perú, de Jelke Boesten (BNP, 2016); Dando cuenta. Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú, editado por Francesca Denegri y Alexandra Hibbett (PUCP, 2016); Tiempo de violencia. Violencia política a mujeres de Seclla (1980-2000), de Zoila Hernández (IED, 2013); Cajones de memoria: la historia reciente del Perú a través de los retablos andinos, de María Eugenia Ulfe (PUCP, 2011); El factor asco. Basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú (RDCSP, 2008) de Rocío Silva Santisteban (que en poesía ha dedicado al CAI el libro Las hijas del terror, Ediciones Copé, 2007); o el ya clásico Entre prójimos: el conflicto armado interno y la política de reconciliación en el Perú (IEP, 2004), de Kimberly Theidon.2

Ahora bien, aunque todos estos libros han sido publicados por conocidas editoriales peruanas y circulan en un gran número de librerías, al igual que sucede con la literatura de mujeres sobre el conflicto, por lo general reciben una reducida atención de los medios, de modo que en el imaginario colectivo se reproduce la idea de que “la guerra es asunto de hombres” y que los mejores análisis sobre la violencia política serían hechos por hombres. Así, tras la muerte de Abimael Guzmán y el revuelo que causó, en septiembre de 2021, por los medios de comunicación y las redes sociales circularon numerosas listas de «los mejores libros» para comprender la época del terror. En ellas, todos o casi todos los libros señalados eran de hombres. En su lista “Diez libros para entender desde distintos ángulos lo ocurrido durante la barbarie terrorista”, El Comercio incluía solamente títulos de ensayo, novela, historia o historia gráfica de varones, salvo Yuyanapaq, el resumen fotográfico de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, de autoría colectiva. Del mismo modo, en su edición del 12 de septiembre de 2017, tras el revuelo por la liberación de la senderista Maritza Garrido Lecca, en el diario Perú 21 aparecían las “10 obras publicadas tras la captura de Abimael Guzmán que no debes dejar de leer”. De estas, entre ensayos, novelas y películas, ninguna traía la firma de una mujer. Otro ejemplo es la lista de “10 libros que tocan el tema del terrorismo en el Perú”, publicada en mayo de 2021 por el portal Leerlo todo. Otra vez, todos eran títulos firmados por hombres (nuevamente con la excepción de Yuyanapaq, la memoria fotográfica de la Comisión de la Verdad).

Narrativas literarias sobre el CAI: una síntesis

Los primeros cuentos sobre este periodo aparecieron en los años en que la violencia se expandía con su mayor crudeza, de la mano de autores como el ayacuchano Julián Pérez Huarancca (“Camino largo”, 1984), el apurimeño Luis Rivas Loayza (“Esperanza”, 1985), el cusqueño Enrique Rosas Paravicino (“Al filo del rayo”, 1985) y el huancavelicano Zein Zorrilla (“Castrando al buey”, 1985), a los que siguieron otros muchos en los años siguientes. Entre las primeras novelas (cortas) sobre el CAI podemos mencionar Adiós Ayacucho (Mosca Azul, 1986), de Julio Ortega y La joven que subió al cielo (Zorro de abajo, 1988) de Luis Nieto Degregori. La primera dio lugar a una conocida adaptación teatral del grupo Yuyachkani.3

En los años 90 se fueron publicando más novelas sobre este periodo, con perspectivas y lugares de enunciación muy dispares. Por citar solo dos ejemplos, en 1993 Mario Vargas Llosa recibió el Premio Planeta por su novela Lituma en los Andes y en 1996 Oscar Colchado ganó el Premio Nacional de Novela Federico Villarreal con Rosa Cuchillo (UNFV, 1997), que dio lugar a otra célebre adaptación teatral de Yuyachkani. En la década siguiente, la atención mediática sobre la literatura del CAI se intensificó con la obtención sucesiva de dos importantes premios internacionales para las novelas La hora azul de Alonso Cueto, que a fines de 2005 recibió el Premio Herralde; y Abril rojo, de Santiago Roncagliolo, que en 2006 obtuvo el Premio Alfaguara. No obstante, para entonces ya se habían publicado más de 40 novelas sobre el CAI.4

La aparición de Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán (IEP, 2012) y de Los rendidos (IEP, 2015) de José Carlos Agüero supuso un giro en la narrativa sobre la violencia. Sin recurrir a la ficción: memorias en el caso de Gavilán; y ensayo, memoria y reflexiones, en el de Agüero, ambos textos evidenciaron la trascendencia de las narraciones de primera mano, escritas por protagonistas de origen indígena del CAI (Gavilán) o de quienes fueron familiares y testigos más directos de sus antecedentes y efectos (Agüero).5

La literatura sobre el CAI escrita por mujeres

Los primeros relatos sobre este periodo publicados por mujeres se remontan a fines de los años 80. Es el caso de autoras como Pilar Dughi, con “Los días y las horas” (1989), Carmen Luz Gorriti, con “El legado” (1989-1990) y Zelideth Chávez (“En el centro de la borrasca”, 1996). Pilar Dughi, fallecida en 2006, siguió abordando relatos sobre este periodo en su segundo libro de cuentos, Ave de la noche, ganador del Premio de Cuento de la Asociación Peruano-Japonesa 1996 (Peisa, 1997), que incluye los cuentos “El cazador” y “Tomando el sol en el club”.

En el campo de la novela, en 1992 Carmen Ollé había publicado un libro donde el relato de la relación de dos poetas, marido y mujer, tiene como telón de fondo la crisis y la violencia política de los años 80: Por qué hacen tanto ruido (Flora Tristán, 1992; Intermezzo Tropical, 2017). Este tema aparece de manera tangencial pero recurrente en otras obras suyas, como Retrato de mujer sin familia ante una copa (Peisa, 2007). Entre las voces surgidas a partir de 2000, podemos mencionar a Rossana Díaz Costa con Los olvidados (No los de Buñuel, los míos) (PUCP, 2005),que incluye dos cuentos sobre aquella época: “No es serio este cementerio” y el cuento final que da título al libro. De ambos salen las bases para la película dirigida por la autora, Viaje a Tombuctú, que traza la crisis y la violencia política vivida en Lima en los años 80.6

En 2006 Arely Aráoz publicó Después del silencio, obra ganadora del Premio Regional de Novela del INC Cusco 2006. En mi primera novela, La voluntad del molle (San Marcos, 2006), las cuestiones del racismo y la violencia política han sido los temas centrales, también abordados en la más reciente, El año del viento (Seix Barral, 2021). En El silencio de la estrella (Campodónico, 2009), Christiane Felip Vidal ofrece una historia donde las hermanas Marilyn y Brigitte van descubriendo el mundo a través de películas hasta que al final de la novela se nos revelará el porqué del posterior silencio de Marilyn y cómo termina su vida como militante de Sendero Luminoso. El tema vuelve a aparecer en la más reciente novela de Felip, Los espejos opacos (Planeta, 2018). El CAI, como entorno y final, aparece también en la primera novela de Alina Gadea, Otra vida para Doris Kaplan (Borrador, 2009). En la primera novela de Claudia Salazar Jiménez, La sangre de la aurora (Animal de Invierno, 2013), la violencia contra las mujeres durante el CAI es abordada a través de la vida de sus tres protagonistas: una campesina, una terrorista y una periodista. En 2014 esta novela obtuvo el Premio Las Américas. El entramado de los años de la violencia y la irrupción del neoliberalismo son el escenario de la vida de Nadja, el personaje de Un golpe de dados (novelita sentimental pequeño-burguesa) (Ceques, 2015), de Victoria Guerrero Peirano, una obra que discurre entre el diario, el ensayo, la novela y la poesía.

En las dos últimas décadas, un creciente número de autoras han publicado cuentos sobre ese periodo, de manera puntual o como parte de sus libros de cuentos. Una muestra de ellos se puede encontrar en la antología sobre el posconflicto Al final de la batalla, editada por Ana María Vidal (Cocodrilo, 2015). Un elemento que caracteriza la escritura de las mujeres sobre la violencia política –y que sin duda la enriquece– es que los personajes femeninos tienen un notable protagonismo en las tramas abordadas y, por lo general, están construidos con complejidad, saliendo de roles secundarios, pasivos o estereotipados (la víctima absoluta, la seductora o la asesina incandescente).

Las brechas

Ahora bien, las autoras peruanas que hemos publicado cuentos, novelas y ensayos sobre la violencia política, hasta donde ha llegado mi pesquisa, procedemos de la variada gama de clases medias, hemos podido cursar estudios secundarios y universitarios en el sector urbano, y tenemos como lengua materna el castellano, el idioma privilegiado a la hora publicar en el Perú. Aunque nuestros libros suelen recibir menos atención en los medios que los de nuestros pares varones, son bastante más conocidos y debatidos entre el público que las narrativas procedentes de mujeres indígenas. Es más, ni en narrativas de ficción ni en las de no ficción contamos hasta ahora con publicaciones sobre el CAI que en forma de novela, cuento, memorias, ensayo o autobiografía hayan sido escritas por mujeres indígenas, precisamente el sector de población que sufrió el mayor embate de esa violencia. Esta narrativa debería ser indispensable y enriquecería radicalmente nuestras reflexiones y discusiones. Baste recordar de qué manera la publicación de Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012) supuso un parteaguas en la historia de las narrativas del CAI, dado que Lurgio Gavilán es el único autor de origen indígena que hasta la fecha ha publicado un retrato de aquel tiempo desde su experiencia íntima: primero como un niño que se enroló en las filas de Sendero Luminoso, luego pasó a las filas del ejército, de donde salió para convertirse en franciscano y más tarde antropólogo.7 Sin embargo, hasta antes de la aparición de este libro, las y los lectores peruanos no nos habíamos percatado de la falta que hacía ni nos habíamos preguntado el porqué de su ausencia.

La normalización del racismo y la exclusión podría darnos una primera respuesta. Como una tara histórica, el Estado peruano ha desatendido la prestación de servicios educativos y sanitarios entre las poblaciones indígenas. Cuando lo hace, no presta interés para que tengan calidad. Ahora bien, si hoy el acceso a una educación pública de calidad sigue siendo limitada para niños y adolescentes en el sector rural, esta situación era más dramática en el siglo XX, en la época en la que irrumpía el conflicto armado interno. Si a ello añadimos que la mayoría de niñas y niños en el sector rural andino y amazónico tiene idiomas maternos distintos al castellano en el que se imparte la educación en el Perú y en el que se publican prácticamente todos los libros de ficción y no ficción, queda claro que las brechas para poder escribir, publicar y ser leídos coloca a los autores de pueblos originarios en una situación sumamente desventajosa. Para las mujeres indígenas estas brechas son aún mayores, pues la cultura machista también está extendida en los sectores rurales. Históricamente, las niñas de familias campesinas han sido las más sacrificadas a la hora de asumir las labores domésticas en desmedro de asistir a la escuela; así, en Mujeres y Fuerzas Armadas en un contexto de violencia política. Los casos de Manta y Vilca en Huancavelica (IEP, 2015: 25), Mercedes Crisóstomo apunta:

Las mujeres de Manta y Vilca tienen como lengua materna el quechua. En su mayoría no han concluido sus estudios primarios y/o secundarios y en promedio tienen cinco hijos […]. En este contexto, la niña realiza las labores domésticas, mientras que el niño tiene el privilegio de asistir a la escuela. Esta distinción por sexo, desde la infancia, responde a la costumbre y a patrones mediante los cuales la sociedad y la historia se han organizado y desarrollado a partir de las características biológicas de los individuos. Así, las diferencias sexuales son la base sobre la que se determinan los roles de hombres y mujeres.

Por tanto, cómo podrían publicar esas mujeres sus relatos cuando el acceso elemental a la palabra escrita les está severamente limitado y cuando hay muy pocas plataformas para dar difusión nacional a sus voces y memorias en quechua, aymara, shipibo, kakataibo, asháninka…

El silencio

Ante la ausencia de libros de memorias, cuentos o novelas sobre el CAI escritos por mujeres indígenas, se podría, al menos parcialmente, acceder a sus testimonios, aunque estos apenas encuentran ecos fuera de las organizaciones y activistas de derechos humanos. Así, el libro ¿Hasta cuándo tu silencio? Testimonios de dolor y coraje, editado por la Asociación de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos (Anfasep, 2007, reeditado en 2015), que reúne testimonios cortos de treintaisiete mujeres, en su mayoría quechuahablantes, que sufrieron el desplazamiento, la violación, la desaparición forzada o el asesinato de familiares, hasta hoy pasa desapercibido. 

Hay muchos más testimonios de mujeres sobre el tiempo de la violencia: han sido miles los registrados por la CVR, así como por el trabajo de campo de investigadores para muy diversos estudios. Todos estos suponen una fuente extraordinaria para analizar la magnitud y los efectos del CAI sobre comunidades enteras, sobre el país y sobre las intimidades de las afectadas. Ahora bien, estos testimonios, como tales, son en su mayoría breves y están focalizados en el acontecimiento violento y en la búsqueda de reparación y justicia. De esta manera, el relato aportado por las mujeres indígenas, sean andinas o amazónicas, queda básicamente fijado en el hecho traumático.

Es un gran pendiente conocer el antes y el después de sus vidas y perspectivas, el cómo observan la sociedad que las rodea, las sutilezas y complejidades de su agencia en el pasado, el presente y el porvenir. La ausencia de estos relatos de mayor espectro y más largo plazo nos impide a todos entender mejor las causas y mecanismos que dieron lugar a la violencia política, a conocer en mayor profundidad sus consecuencias íntimas y públicas, o a reflexionar sobre la universalidad de esta tragedia y las maneras de prevenirlas o repararlas. Asimismo, estos relatos nos llevarían a un mayor cuestionamiento del sistema cultural, social, político y económico que nos rige. Para atisbar cuánto perdemos por la ausencia de estos relatos (durante el CAI o en otros momentos trágicos del último siglo), baste imaginar cuál sería nuestra visión de la Segunda Guerra Mundial  si no contáramos con el Diario de Ana Frank; sin el relato autobiográfico en la Francia ocupada que da Marguerite Duras en El dolor; sin las memorias que la superviviente de un campo de concentración Olga Lengyel ofrece en Los hornos de Hitler; sin novelas como Suite francesa, legada por Irène Némirovsky antes de ser deportada a Auschwitz. Menciono aquí solo unos cuantos títulos. Y más cerca a nuestro tiempo y complejidad cultural, cabe recordar la trascendencia para la narrativa de la violencia en Guatemala –y todas las discusiones que abrió– del libro testimonial Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1982)8 de la líder indígena maya que diez años más tarde obtendría el Premio Nobel de La Paz.

La ausencia de relatos, autobiografías y ensayos escritos por este sector inmenso de mujeres peruanas es una interpelación, pero también podría ser una invitación. Si a aquellas que sufrieron la violencia en carne propia también se les privó de la posibilidad de escribir y publicar su historia, sus memorias, sus poemas, sus cuentos, novelas y cantos, siempre quedará la posibilidad de grabar sus voces, o que las nuevas generaciones presten sus lápices y sus oídos para traspasarlas al papel y a la lectura social. Antes de que sea tarde. Esa fue la tarea que Alexiévich abordó para dar al relato de la Segunda Guerra Mundial los rostros, las voces y las perspectivas de las mujeres soviéticas que la padecieron, recordándonos que “En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles” y que el relato de las mujeres sobrepasa el recuento de batallas, héroes, tiranos, picanas, dinamita. La sola lectura de ¿Hasta cuándo tu silencio? Testimonios de dolor y coraje (edición de 2015), permite atisbar el potencial narrativo, incluso lírico, que ofrecerían textos de memorias o reflexiones de las mujeres atravesadas por la guerra interna en nuestro país. Son textos que traspasan el marco testimonial sobre la violación de derechos humanos sufrida. Entre sus páginas podemos encontrar pasajes como estos:

P. 113. El 23 de abril del 1985, después de haber teñido de noche las frazadas en una lata, nos pusimos a dormir; yo no podía dormir, me revolcaba en la cama, decía: ´¿Por qué no me da sueño?’. Él estaba durmiendo en el cuarto. A eso de las dos de la madrugada los guardias entraron a mi casa, vestidos con ropas verdes, con poncho y todos encapuchados. Eran varios. No recuerdo cuántos. En esos momentos una linterna alumbró el segundo piso de mi casa, la luz de la calle también alumbraba mi casa.

Sabina Ventura de Cueto (n. 29/08/1937), cuyo hijo Francisco Cueto está desparecido desde el 23/04/1985.

P.163. Cuando desapareció mi hija Julia, yo lloraba; cuando ladraba el perro yo tenía miedo y decía tal vez sea mi hija. Miraba por la ventana y esperaba su regreso, ya no era igual, era diferente. (…). Yo quisiera para el futuro que construyan mi casa, como recuerdo de mi hija y solo espero la justicia, hasta que Dios me recoja.

Alejandra Arango Vargas (n. 01/03/1925), en busca de su hija Julia Melgar Arango, desaparecida desde el 08/12/1983.

P. 107. Yo me casé a los 15 años y tuve 16 hijos, de los cuales murieron 12 con sarampión. Vivíamos en Putaqa, pero cuando empezó la violencia nos mudamos aquí a Ayacucho. Aquí en la ciudad preparaba comida y la vendía para mantenernos. Mi esposo trabajaba como artesano, incluso mi hijo Gerardo tejía bonitas figuras de patitos y leoncitos. Yo ayudaba también a enrollar las lanas para tejer, las teñía y las amontonaba en orden.

Lucía Pariona Llamocca (15/10/1931), en busca de su hijo Gerardo Pablo Albites, detenido y desaparecido desde el 24/06/1984.

P. 155. Luego vino un capitán diciendo: “Carajo, debemos matar a esta vieja”. Allí le dije: ‘Señor, yo no tengo miedo a morir, moriré, les daré los cinco solcitos que tengo, por la pérdida de su bala; pero, primero díganme dónde está mi hijo, cuando sepa dónde está mi hijo voy a morir tranquila”.

Angélica Mendoza (n. 01/10/1928, m. 2017) socia fundadora de Anfasep, en busca de su hijo Arquímedes Ascarza Mendoza.

A modo de conclusiones

En este artículo he enfocado la escasa visibilidad de la narrativa de mujeres sobre el CAI en general, y en especial el doble silencio que afecta a los relatos de las mujeres indígenas. Sin duda, las brechas generadas por el racismo, el machismo y la exclusión histórica, que motivaron tantas más violaciones a los derechos humanos e impunidad en estos sectores, propician también el silencio de sus memorias y perspectivas.

Este hecho acentúa la necesidad de crear espacios para la expresión de estas voces en primera persona, memorias más completas sobre sus vidas y miradas con un largo alcance, y por qué no, ensayos, historias y ficción literaria. Ello enriquecería la reflexión y la discusión sobre el tiempo de la violencia, el retrato del país y las interpelaciones hacia la literatura sobre el CAI, hacia la sociedad radicalmente fragmentada en la que seguimos viviendo y a nuestras diferentes ubicaciones ciudadanas. ¿Cómo empezamos a mirar y enfrentar aquel círculo de silencio y silenciamiento normalizado? Asimismo, ¿de qué manera nos abrimos a otras maneras de narrar esa historia que no sean solamente las compartidas por quienes tenemos acceso a libros y bibliotecas? ¿Dónde están los cantos, imágenes y sueños que relatan de otras maneras esas historias? Obras de arte como las de Edilberto Jiménez, o las tablas de Sarhua ejecutadas por múltiples artistas indígenas -anónimos y reconocidos-, con todo el simbolismo y la profundidad que albergan, nos muestran que hay relatos inmensos que se vienen contando con voces y formas que superan largamente la discusión de la palabra escrita, sin requerir de mediadores ni traducciones. Solo es necesario que al otro lado de la orilla sepamos abrir los ojos y los sentidos.


Crédito de la imagen: Huérfana en la misión de Ocopa, de la serie «Ciertos vacíos» de Cecilia Larrabure. Puerto Ocopa, 1995. Biblioteca Virtual de la Verdad y Reconciliación. Perú (1980-2000), Fotografías, Yuyanapaq. CVR – Sala 17.

Notas

  1. Alexiévich, Svetlana, La guerra no tiene rostro de mujer, Debate, 2015: 13.
  2. Autoras como Theidon, Robin, Boesten o Giné no son peruanas, pero han desarrollado buena parte de sus investigaciones en el Perú y los libros que aquí citamos han sido todos publicados en el Perú.
  3. Para un mapa de los cuentos sobre el CAI en las dos primeras décadas del conflicto, véase las antologías publicadas por Mark Cox, El cuento peruano en los años de violencia (antología) (San Marcos, 2000); Gustavo Faverón, Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política (Matalamanga, 2006); y Enrique Cortez, Incendiar el presente. La narrativa peruana de la violencia política y el archivo (1984-1989) (Campo Letrado, 2018). A estas se puede añadir Narradores peruanos de los ochenta, de Roberto Reyes Tarazona (URP, 2012), que incluye relatos sobre este periodo. Un análisis que pone en evidencia la primera y rica oleada de novelas y cuentos sobre el CAI es ofrecido por Luis Nieto Degregori en “Los escritores andinos, la violencia y la invisibilidad”, en Argumentos, IEP, del 4 de noviembre de 2008. Ver también: Dispares. Violencia y memoria en la narrativa peruana (1980-1920), de Lucero de Vivanco (PUCP, 2021).
  4. En “Apuntes para el estudio de la narrativa peruana”, publicado dentro de su libro Pachaticray (San Marcos, 2004), Mark Cox contabilizó que hasta entonces se habían publicado al menos 46 novelas y 192 cuentos sobre el CAI.
  5. Hay más libros escritos por protagonistas o testigos directos del CAI, como es el caso de ex integrantes de grupos subversivos y el de militares que participaron en la lucha antisubversiva, pero suelen circular por canales periféricos. Una excepción es el escritor y militar Carlos Enrique Freyre, quien ha publicado sus novelas con editoriales que alcanzan una importante difusión en librerías y medios.
  6. En cine y documental hay numerosas realizadoras que han abordado el tema con perspectivas muy agudas. Por ejemplo, Mujer de soldado de Patricia Wiesse (2020), Las malas intenciones de Rosario García Montero (2011) y La vida es una sola de Mariane Eyde (1995).
  7. Gavilán ha tenido luego otras remarcables publicaciones, como Carta al teniente Shogún (Debate, 2019); y en calidad de editor, junto a Vicente Torres, Comunidades de América Latina. Perspectivas etnográficas de violencia y territorio desde lo indígena (Ceques, 2015).
  8. El libro fue recopilado a través de una serie de entrevistas con la antropóloga Elizabeth Burgos. Al año siguiente, en 1983, obtuvo el Premio Casa de las Américas.

17.09.2022


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