En su Historia de la República del Perú, Jorge Basadre menciona que la epidemia de dengue llegada a Lima en 1877 recibió localmente el nombre de “la argolla” y también el de “emisión Meiggs”, en alusión al ingeniero Henry Meiggs, encargado de la construcción de ferrocarriles impulsada en ese entonces por el Partido Civil, liderado por el presidente Manuel Pardo (1872-1876). En un artículo sobre la morgue de Lima, Luis Jochamowitz sugiere que ésas habrían sido formas de ironizar sobre la “calamidad de los tiempos”, refiriéndose posiblemente a un descontento con las elites políticas, toda vez que “La Argolla” era el apelativo del Partido Civil, con el que sus opositores enfatizaban su carácter “exclusivista”, mientras que los sectores populares llamaban “argolla” no solo a los políticos civilistas, sino también a diversos grupos privilegiados, como los “banqueros” o la “clase rica”.1
Pero la primera argolla en el Perú no fue la del Partido Civil. Ya en 1838, según Martha Hildebrandt, se llamó “La Argolla” a un grupo de políticos peruanos integrado por Felipe Pardo y Aliaga (padre de Manuel, ambos descendientes del conquistador Jerónimo de Aliaga) y otros aristócratas, quienes retornaban al país junto a un ejército chileno buscando derrocar al gobierno de la Confederación Perú-Boliviana. Documentos anteriores nos ayudan a entender por qué se identificó como “argolla” a ese grupo: En España y sus colonias americanas, la argolla había sido usada durante siglos como instrumento de sujeción, castigo, esclavismo y servidumbre, por lo que llegó a simbolizar al estamento aristocrático, terrateniente o señorial, e incluso al Antiguo Régimen en su totalidad. Desde entonces, los peruanos han empleado la idea de “argolla” atribuyéndole múltiples sentidos, para expresar malestares u oposiciones frente al poder y a las figuras de autoridad, reconociendo su perniciosa presencia en la política y el Estado, el mundo económico y laboral, las organizaciones civiles, los barrios populares, la academia, las artes, los deportes y muchos otros ámbitos de la vida social.
En los pocos trabajos dedicados a la transversalidad y omnipresencia de las argollas en la sociedad peruana, así como en algunos diccionarios de peruanismos, la argolla suele ser definida como un tipo de grupo, una red de personas o “camarilla” que aprovecha bienes y privilegios en algún espacio o ámbito de actividades, excluyendo a quienes no forman parte de ella. Estas definiciones, sin embargo, captan solo un pequeño aspecto de la argolla, pues ésta desborda cualquier encorsetamiento intelectual. Mi investigación etnográfica sobre el tema, realizada de 2017 a 2020, revela que la idea de argolla funciona en realidad como un lenguaje complejo que los peruanos han creado y desarrollado colectivamente, para interpelar al poder arbitrario, la injusticia y la exclusión en todas las esferas de la vida social. He registrado (a la fecha) alrededor de seiscientos diferentes usos del término argolla. Si bien el mismo puede apuntar a grupos o redes, en la práctica se usa también para designar o valorar a personas, acciones, relaciones, sucesos o situaciones, e incluso para formular y nombrar elaboradas teorías nativas sobre el poder y la dominación.
Para algunos peruanos, el vocablo argolla alude solo al “amigo”, al favor, al “apoyo mutuo” o a la collera (grupo de amigos), sin una especial connotación negativa, como veremos más adelante; para otros, la argolla es el privilegio, la gollería, la vara, el amiguismo o “contactarse”. También puede ser “tejer lealtades”, “acaparar”, la “repartija”, “sobonería”, el “creerse superior”, “joder al resto”, “estar con el jefe”, “subirse al coche”, los “amarres” y muchísimas otras acciones que las personas desaprueban o condenan. Cuando alguien dice que en una institución hay “mucha argolla”, puede estar refiriéndose a una variedad enorme de prácticas o situaciones, no siempre relacionadas con la presencia de “una argolla” como grupo. Pero los grupos identificados como tal son muy distintos: una cúpula partidaria, el partido político en su conjunto, o todos los políticos del país; o un sindicato, los círculos familiares, un colegio profesional y una larga lista que incluye, también, a clases sociales, a segmentos de estas clases o a categorías como pitucos, señorones, “blancos”, “limeños”, “la casta oligárquica”, los “banqueros” o las “elites”. También se usa la palabra como equivalente de discriminación, injusticia, dedocracia, anarquía, servidumbre, rentismo, o centralismo (limeño). Más aún, argolla puede ser un modo de nombrar un sistema complejo: un “cacicazgo político”, una “institución cultural”, una “estructura de dominación”, una “psicopatología organizacional”, un conjunto de “valores tribales”, una “cultura política”, “El Sistema” que gobierna al país, “El Poder” en sí mismo, o la “corrupción” en sus muy variadas formas.
Por todo esto, en un trabajo reciente he señalado que la argolla peruana no puede ser objeto de una única “definición” lingüística. En lugar de eso, sostengo que la argolla se entiende mejor como un significante vacío, un término que cada persona usa a su manera, atribuyéndole el sentido que más se ajuste a sus intenciones comunicativas. Esto no implica, sin embargo, que el lenguaje de la argolla agregue sentidos de una manera caótica o caprichosa. Antes bien, las nociones individuales de argolla se forman por las diferentes experiencias de injusticia o abuso de poder que cada peruano pueda sufrir u observar en su trayectoria de vida.
Así, por ejemplo, un joven que termina el colegio puede no saber qué es la argolla, aunque capta su connotación negativa porque ha oído que sus familiares o los periodistas se quejan de ella cuando hablan de fútbol o de política. Si va a la universidad, es posible que escuche a otros hablar sobre argollas cuando se refieren a manejos oscuros de las autoridades universitarias o a los profesores que favorecen a los estudiantes más “sobones”. Luego, al ir a trabajar a alguna empresa, este joven observaría que sus compañeros hablan otra vez de argollas, refiriéndose a los “favoritismos” y la vara en las contrataciones, o a las gollerías o privilegios que ostentan algunos trabajadores, todo lo cual podría llevarlo a juzgar que en esa empresa “hay mucha argolla” o que allí las personas entran a trabajar “por argolla”. En algún punto, notaría que ese lugar está gobernado por “una argolla”, un grupo integrado por un jefe y sus allegados, todos ellos unos argolleros que ejercen diversos actos que igualmente se reconocen como “argollas” (“repartijas”, “joder al resto”, “tejer lealtades”, etc.). Más adelante, nuestro joven podría advertir que las argollas son también las redes que conectan a ciertos jefes de la empresa con funcionarios estatales, con quienes establecen “amarres” para obtener beneficios impropios en ambos lados. Años después, esta persona podrá llegar a trabajar a una institución pública, encontrando que también ahí se repiten las argollas que ha conocido antes, además de nuevas formas que entrarían a enriquecer su concepto múltiple de argolla. Asimismo, al observar que los mayores beneficiarios de las argollas son personas de un estatus social más elevado que el suyo, puede desarrollar el entendimiento de que las argollas son, también, los pitucos, los blancos o las elites en general. Y si es muy perspicaz, en cierto momento de su vida este sujeto podrá juntar todas estas piezas de su experiencia de vida para teorizar y comprender, finalmente, que la argolla es una pauta cultural, un “sistema” con muchos componentes, o la esencia de la “corrupción” que existe en el país.
Mis análisis de las historias educativas y laborales de personas que participan o trabajan en un amplio rango de organizaciones muestran que todas ellas manejan sus propias nociones de argolla, por lo regular disímiles. En cada caso, la idea es consistente con las experiencias individuales y, sobre todo, laborales, presentándose siempre la misma regularidad: mientras mayor es en el sujeto la experiencia de vivir u observar la injusticia, la exclusión y el abuso del poder, más amplio, denso y múltiple se va volviendo su particular concepto de argolla con el paso del tiempo. Y no es casual, por esto mismo, que quienes manejan nociones más simples o acotadas de argolla–quienes la ven sólo como el “grupo de amigos” o el privilegio inmerecido, o que no le atribuyen una connotación negativa–son típicamente personas, o muy jóvenes, o que han pasado toda o la mayor parte de su vida laboral en grandes empresas transnacionales gobernadas por reglas impersonales y con aparatos efectivos para asegurar el cumplimiento de esas normas.
Este último punto marca una diferencia de la mayor relevancia para la comprensión de la realidad social peruana, pues trae al frente un elemento que suele ser pasado por alto en las eternas discusiones sobre la corrupción, la “informalidad”, la “falta de institucionalidad” y la “precariedad” del sistema político. Se trata justamente de las distintas formas culturales y de organización social que se despliegan en un lugar y otro, dependiendo de la existencia o no de mecanismos destinados a hacer cumplir normas impersonales, o lo que en el mundo de habla inglesa se conoce como law enforcement o policing.
Desde una mirada antropológica y comparativa de la formación de los estados modernos, el funcionamiento amplio y efectivo de esos aparatos institucionales para el cumplimiento de normas impersonales es una singularidad histórica. Se ha desarrollado en unas pocas sociedades, generalmente industrializadas, por la necesidad económica y política de establecer separaciones claras entre los ámbitos privado y público (y aún ahí de modo imperfecto). El clásico modelo teórico de la dominación burocrática y racional con arreglo a leyes, que Max Weber formuló teniendo en mente al poderoso Estado prusiano de los tiempos de su expansión imperial, presupone un funcionamiento a la manera de un Leviatán hobbesiano que se impone sobre la población, echa a andar una revolución cultural (como en el proceso descrito por Corrigan y Sayer para el Estado inglés) y pone en marcha tecnologías sociales, biopolíticas y de control (como lo advertía Foucault en diversas naciones europeas), hasta cierto punto arrasando la diversidad de culturas, valores y modos tradicionales de organización para implantar otros nuevos.
En contraste, en sociedades como la peruana, y en ausencia de aquellos mecanismos impositivos, la sola existencia de normas e “instituciones” no implica que las personas vayan a ajustar sus comportamientos a tal o cual esquema solo con llamados a la “toma de conciencia”, la promoción de “valores” y la educación cívica. Si el Perú es ya, incluso para los estándares latinoamericanos, un caso extremo de “informalidad”, lo es también de desregulación y de histórica debilidad de los sistemas de fiscalización para el cumplimiento de reglas formales e impersonales, que son también las normas de ciudadanía, democracia, igualdad, justicia y muchas otras. Frente a esto, como ocurre en cualquier otra sociedad del tipo “tradicional” (en la teorización de Weber), solo cabe el despliegue de las múltiples pautas culturales y de organización que los diferentes grupos o segmentos sociales hayan desarrollado para adaptarse mejor a sus entornos: sistemas de redes, reciprocidad y parentesco, asociados a valores de confianza y amistad; órdenes corporativos, cacicales, estamentales o jerárquicos; esquemas gamonalistas, patrimoniales o clientelistas; actitudes cínicas, entre otras.
El reino de la argolla es justamente el reino de las diversas adaptaciones que los peruanos desarrollan para el acceso a los recursos y el poder en ambientes desregulados o de muy débil presencia de aparatos formales de imposición de normas impersonales, donde cada quien puede operar con sus reglas particulares, personalísimas o de reciprocidad en pequeños colectivos. Esto se manifiesta en los propios discursos sobre las argollas. Por un lado, las personas aluden a ellas para denunciar la injusticia y la exclusión pero, por otro, cuesta encontrar a un peruano que no recurra a las argollas (en sus múltiples formas) para conseguir trabajo, obtener ventajas, acceder a recursos y servicios o buscar el ascenso social. Es bastante común que quienes se sienten marginados por una argolla (como grupo excluyente) terminen sumándose a otra o fundando la suya para enfrentar colectivamente la exclusión.
Una joven, por ejemplo, me hablaba del despotismo de la “argolla familiar” que gobernaba una empresa donde había trabajado. En otro momento, me refirió que buscaba oportunidades laborales mediante un grupo de Facebook exclusivo para quienes egresaban de su universidad (pública) en su misma carrera: “Es un grupo cerrado, y solo se acepta a gente de [esa universidad]… creo que estamos formando una argolla.” Al respecto, precisó: “no sé si hacer argolla está bien o mal, pero es una herramienta.” Esta joven lo veía como una forma de “compensar” las inequidades que ella y sus colegas experimentaban en la educación y el acceso al mundo laboral; en tal sentido, le parecía que hacer argolla “es válido, totalmente válido.” Otro joven, por su parte, frecuentemente protestaba por las redes argollísticas en el Estado, hasta que, en una ocasión, me dijo: “¡Yo detesto las argollas!… cuando estoy afuera.” Algo de todo esto se refleja en una frase popular registrada por Martha Hildebrandt: “el sueño de todo peruano es el sueño de la argolla propia”.2
Estas ambigüedades manifiestan un conflicto entre, por un lado, las creencias democráticas que son propagandizadas en los medios de comunicación, los discursos políticos y la educación cívica y, por otro, las realidades cotidianas en que los sujetos viven y trabajan: un mundo desigual, jerarquizado y excluyente al que se enfrentan mediante la “ayuda mutua” entre parientes, amigos y conocidos, organizándose en grupos de afines, disputando con otros el acceso a bienes y servicios, recurriendo a “padrinos”, la vara o el tarjetazo, generando así, y de muchísimas otras formas, nuevas exclusiones y abusos de poder. Quienes se sientan excluidos podrán, a su vez, calificar esos círculos y esas prácticas como “argollas”, apelando a sus creencias democráticas, de igualdad, justicia y “meritocracia”, aunque en sus vidas personales recurran a esas mismas prácticas y a sus propios círculos. Algunos podrán hacerlo cínicamente, pero con mucho mayor frecuencia esos idearios democráticos se asumen como convicciones sinceras. La discreción impide nombrar a los profesores universitarios que escriben libros sobre ciudadanía, democracia o corrupción que, sin embargo, en mi etnografía son calificados como “argolleros” por quienes fueron sus propios estudiantes.
Este planteamiento acerca de cómo opera la argolla en espacios desregulados puede servir, además, como un recurso conceptual para apreciar que muchos de los problemas nacionales son, en realidad, interdependientes. Por ejemplo, innumerables estudios dan cuenta de la corrupción, el clientelismo, el tarjetazo, la vara y la ineficiencia en el Estado. Hasta los “tecnócratas” del MEF y de otros ministerios que lamentan la “informalidad” de la población acceden a sus puestos a través de favores y redes de amigos, como se ha mostrado no hace mucho en una investigación.3 Escenarios semejantes han sido descritos en empresas, clubes políticos y otras organizaciones civiles. No obstante, la fragmentación de la realidad en estudios particularistas y líneas temáticas impide advertir el tremendo impacto que todo eso tiene en los paupérrimos resultados del sistema educativo, un problema que para muchos debería ser resuelto por el Ministerio de Educación o la SUNEDU.
En cambio, el enfoque en las argollas lleva a observar la muy estrecha conexión entre unos ámbitos laborales a los que se accede sobre todo mediante favores, contactos o redes de relaciones, y la irrelevancia de la educación frente a ese panorama. En principio, la obtención de mejores resultados en la educación peruana presupone que muchos jóvenes estarían dispuestos a esforzarse en su preparación académica, asumiéndose así que la adquisición de conocimientos y capacidades les serviría para su inserción laboral y desarrollo futuro. Debería ser así, pero incluso quienes adoptan ese ideario, junto a sus familias, se encuentran con una realidad en la que el cultivo de vínculos provechosos y la inserción en redes de relaciones son la vía privilegiada y preponderante para obtener empleo y aspirar al ascenso social, mucho más que el camino del estudio y los logros académicos. Muchas veces éstos terminan valiendo menos que el certificado o el “cartón” que ha de exhibirse al momento de justificar el jale a un puesto de trabajo gracias al amigo, el pariente o el conocido. Por la misma razón, los discursos técnicos sobre la “calidad educativa” raramente tienen eco en las instituciones, las familias o las demandas políticas de los gremios y movimientos estudiantiles (mientras que sí ha habido protestas de universitarios para exigir la “graduación sin tesis” o la apertura de “cursos de verano” abreviados que ayuden a salir de las aulas lo antes posible).
En estos aspectos, los resultados de mi investigación sobre la argolla y los de una etnografía anterior que realicé sobre las culturas políticas de los universitarios apuntan al mismo fenómeno estructural de una interrelación entre el muy difundido argollismo en el mundo laboral y el penoso desempeño del sistema educativo. Aun cuando esta pauta no puede generalizarse, sus enormes dimensiones parecen innegables, como se puede inferir de los datos de una encuesta del INEI de 2015 a egresados universitarios. Solo un 3,7% reportó haber accedido a su primer empleo mediante “concursos”. La gran mayoría indicaba haberlo hecho a través de redes y relaciones personalizadas con parientes, amigos, profesores o empleadores. Así las cosas, la idea de que la educación peruana vaya a tener mejores resultados con nuevas políticas educativas (“sectoriales”) o exigiendo “condiciones básicas de calidad” difícilmente podrá conducir a algún avance, sin un enfoque más amplio de los factores que en el Estado, las empresas y otras organizaciones desincentivan la vía del esfuerzo educativo para acceder a ellas.
Esta mirada desde las interconexiones entre la educación, el trabajo, la economía y el Estado se podría extender a terrenos más acotados, como las organizaciones políticas, el sistema de justicia y otros ámbitos. En cualquier caso, es preciso distinguir entre las argollas que se manifiestan como prácticas o adaptaciones de organización social y el lenguaje de la argolla que expresa un malestar con esas mismas prácticas. Por ello, y por la carga crítica y cuestionadora que encierra, no se debe perder de vista que la argolla como lenguaje es un discurso peruano contra la injusticia y la exclusión, un objeto cultural de carácter simbólico que los peruanos han creado para interpelar al poder en cualquier espacio de la vida social; a veces solo en los ambientes más próximos, pero también –como hemos visto– como herramienta para la producción de teorías nativas sobre la inequidad y la dominación a gran escala. En este sentido, tampoco se debería soslayar el potencial político y movilizador del discurso de la argolla, el cual reclama una sociedad más justa y ordenada, y que, en su proliferación, nos da la cifra de lo que le resta al país para su conformación como un orden republicano y democrático.
Crédito de la imagen: Anónimo. «En esta tierra guanera ¡Qué buena es la mamadera!» El Cascabel, n° 16. Lima, 8 de febrero de 1873, p. [3]. Xilografía sobre papel. Biblioteca Nacional, Lima.
Notas
- Jorge Basadre, Historia de la República del Perú (1822-1933). 18 vols. Lima: El Comercio, 2014, VII: p. 216. En Ecuador, también a fines del siglo XIX, el recuerdo de una epidemia de dengue sirvió para atribuirle un sentido de calamidad social al régimen progresista, conocido en ese país como “el gobierno de La Argolla” (1883-1895). En abril de 1890, el periódico ecuatoriano El Argos (Ambato) publicó una nota titulada “Tras el dengue, la Argolla”, donde -no por casualidad- se mencionaba a un funcionario del régimen progresista vinculado con los ferrocarriles: “Nuestra idea es la de fugar cuanto antes de estas tierras, para no caer en las manos del Sr. Dn. Federico [de la Rivera]; pero el dengue ó la ‘Argolla’ ó el mismo demonio de epidemia, ha caído sobre nuestra humilde personalidad con toda la furia de un redentor ecuatoriano…”. Sobre las protestas populares contra la «argolla civilista», véase Carmen McEvoy, La utopía republicana. Lima: PUCP, 1997, pp. 224, 240.
- Martha Hildebrandt, El habla culta (o lo que debiera serlo). Lima: Espasa, 2000, p. 46.
- Álvaro Grompone, «La inacabable búsqueda de eficiencia: claves para entender las agendas tecnocráticas en el Perú actual». En Alvaro Gálvez & Álvaro Grompone, Burócratas y tecnócratas: La infructuosa búsqueda de la eficiencia empresarial en el Estado peruano del siglo XXI. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2017, pp. 97-233.
06.02.2021