¿Qué implica humanizar al otro? Sobre «Perros y promos»

María Eugenia Ulfe

En el verano de 2013 se llevó a cabo en el Instituto de Estudios Peruanos, en la sala donde usualmente teníamos nuestras reuniones del Grupo Memoria1, un evento que convocó por primera vez a tirios y troyanos a raíz de la publicación de las memorias autobiográficas de Lurgio Gavilán (Memorias de un soldado desconocido) y la segunda edición de En honor a la verdad (Comisión Permanente de Historia del Ejército Peruano). Este seminario nació por el impulso y la motivación de Cecilia Méndez y Carla Granados que se me acercaron, como miembro del Grupo, para llevarlo adelante. No dudamos en abrir este espacio porque nos parecía importante escuchar y discutir estas memorias de militares y licenciados, y ponerlas en tensión con las distintas voces que traía el libro de Gavilán, modeladas por su paso por Sendero Luminoso, el cuartel y una organización religiosa. El seminario, que titulamos “Diálogos por la paz y la memoria”, tuvo una gran acogida y el tiempo de cuatro horas que habíamos previsto se reveló corto para todas las preguntas que quedaron pendientes.

Además de las expresiones simbólicas de poder de las fuerzas armadas que llegaron a desplegarse en la mesa, era latente la tensión del momento. Escuchar al entonces mayor Carlos Freyre narrar sucesos en zonas de emergencia en una voluntad de contar sin esperar mucho a cambio se confrontaba con las acusaciones que se hicieron sobre violaciones a los derechos humanos. Hubo muchas preguntas, digamos incómodas, como, por ejemplo, los límites de las nociones de víctima, el papel de perpetradores, o por qué había sido necesario redactar el documento del Ejército si ya se tenía uno desde el Estado, el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003).

Diez años después, y tras otro libro de Lurgio Gavilán, investigaciones en curso de Carla Granados, textos de Eduardo Toche, novelas de Carlos Freyre y varias películas (sobre todo, esto último) de por medio –sólo por nombrar algunas publicaciones sobre el tema– llega Promos y perros de Jelke Boesten y Lurgio Gavilán, libro que acaba de recibir la mención honrosa del Premio Iberoamericano “Book Award” y el premio de libro “Flora Tristán” de la Sección Perú de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) 2024. En este texto, me acerco al libro con esta pregunta: ¿cómo comprender las memorias de perpetradores si el Informe final dibuja un perfil de víctima y no ofrece mucho material para conocer quiénes son estos perpetradores? ¿Dónde viven? ¿Cómo llevan sus vidas?

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En agosto de 2019 un evento en el LUM sirvió para reconectar a Lurgio con ex compañeros en el Ejército; la historia de uno de ellos aparece en este libro, que comenzó a gestarse a partir de esos diálogos. Se trata de una publicación que se organiza en dos secciones. En la primera parte, sobre la base de más de treinta entrevistas, los autores presentan diez testimonios de promos, esto es, jóvenes peruanos que ingresaron al servicio militar obligatorio –aunque un par lo hicieron de forma voluntaria para servir al Ejército en los años de la guerra. La segunda sección es más analítica y se organiza alrededor de temáticas. Interesantes me parecen los análisis desde el género, la comunidad, la subjetividad, los afectos y la heroicidad, especialmente en un  país como el Perú, que construye héroes, mas no ciudadanos. 

El libro brinda material interesante que nos ayuda a explorar las memorias de estos exlicenciados, lo que se podía decir en el Ejército y lo que se tenía que callar. Pregunta Lurgio: “¿Cómo lidiaron con las pesadillas?” Responde Lobo, “Yo perdía conocimiento al día. No me recordaba nada”. (56) Chakal se quiebra (57). Lurgio insiste, “Haber matado, haber violado, ¿cómo se siente uno?” (57). Responde Chakal, “Violación, creo que nunca hubo con nosotros. En el cuartel nunca hubo, jamás. Lo que hubo es enfrentamiento. Pero, así, por matar por matar, no”. “¡Pero uno se siente como culpable!”, replica Lurgio (47). “Claro”, asiente Chakal (57). Es una conversación entre pares, entre promos que han vivido las mismas experiencias. Lurgio les habla también desde su propia experiencia. Las respuestas muestran hombres quebrándose, algunos convertidos al adventismo y evangelismo para abrirse a nuevas vidas. Otros cuentan lo mal que la pasaron psicológicamente. Hay mucha insistencia en contar que ellos también la pasaron mal en el cuartel. Un deseo de contar cómo era esa vida, lo que se les permitía decir y hacer, las privaciones, los maltratos que padecieron.

Comienzan los autores diciendo: “Si, como resaltó Degregori, para comprender a Sendero Luminoso hay que entender y humanizar a los senderistas y, más que nada, a los jóvenes de base (Sandoval y Agüero 2015), de igual manera creemos que para entender las acciones de las Fuerzas Armadas y los abusos que la CVR registró, hay que hacer el esfuerzo de entender y humanizar a los jóvenes reclutas, a las tropas, escuchando al otro sin prejuicio” (21; las itálicas corresponden al texto original)”. Leo con atención que no hablan de crímenes sino de acciones y abusos. Unas páginas después, en sus preguntas a Lobo y Chakal, Lurgio describirá violaciones y muerte. Pregunto, entonces, ¿qué implica “humanizar al otro”?

Unos años atrás, el antropólogo francés Didier Fassin escribió sobre la razón humanitaria, enmarcándola en discursos morales: afectos y lealtades confundidos con valores, sufrimientos, emociones de sacrificio.2 Los discursos morales permean la política; las buenas intenciones que se presentan como correctas y solidarias. Se usan, muchas veces, para legitimar relaciones de poder, apropiaciones de sufrimientos e, incluso, el colocarse en vez del otro. En otro texto, Fassin ahonda en la tensa relación entre víctima y testigo, cuando el testigo es capaz de comenzar a hablar con la voz de la víctima.3

El viejo debate en antropología sobre relativismo cultural confrontaba el evolucionismo y buscó mostrar la “humanidad” del otro, a partir del reconocimiento de prácticas culturales distintas. A esa humanidad, sin embargo, no hacen referencia los autores del libro. Hay un debate, que tiene también varios años, que confronta al relativismo cultural con los derechos humanos: ¿Qué sucede cuando se hace daño al otro? ¿Cuáles son los límites de la acción humana y cuáles sus implicancias? ¿Cuáles son sus responsabilidades?

En un conflicto no hay claroscuros ni víctimas puras (véase Primo Levi), pero están los perpetradores. ¿Pueden éstos bajo el recurso del humanitarismo también reclamarse víctimas? ¿Dónde quedan sus responsabilidades individuales? 

“Consideran que, en esos años, “no había derechos humanos”. Chakal dice que se siente traumatizado, pero no culpable. Se trata de órdenes y no de “matar por matar”… Sumer y Puquiano, igualmente promos, recalcan que fueron entrenados para obedecer: si no lo hacían, los mataban”. (228). 

Líneas después, Mapache explica que sí es necesario rendir cuentas. Lo articula así: 

“Es verdad, en mi Unidad se cometieron atrocidades […]. Lo que pasamos es trauma histórico, un accidente histórico. ¿Y cómo curar? Aceptando lo que cagamos. Aceptar la verdad. No hay justificación. […] Debemos asumir una responsabilidad política” (229).  

Éste es un relato cruento; no comprendo por qué los autores señalan que Mapache no sabe cómo rendir cuentas (229). Asumir una responsabilidad política comenzaría con abrir las bases de datos de quiénes estuvieron destacados y dónde, brindar sus nombres y seudónimos en tiempos del conflicto. Ello ayudaría mucho a las familias que buscan verdad y justicia, y que saben que sus hijos o familiares fueron detenidos y desaparecidos en alguna base, y que no los volvieron a ver más. 

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Boesten y Gavilán presentan los siguientes argumentos: (a) que la dinámica del reclutamiento refleja la desigualdad social; (b) que los reclutados son sometidos a una socialización violenta, pues hay una estructura mayor de violencia ejercida desde la institución sobre los nuevos promos y perros y que es, además, una estructura que reproduce violencia (hogares y barrios de licenciados); (c) que entre ellos cultivan lazos de afecto intragrupal y (tal vez) sentidos de diferencia frente a los demás; y (d) que esos lazos sirven como estrategias para enfrentar sus propios traumas y experiencias dolorosas durante los meses o años que sirvieron.

Efectivos del Ejército acompañan a los esposos Ramón Laura Yauli y Concepción Lahuana, quienes declararon haber sido reclutados a la fuerza por Sendero Luminoso. La Mar, Ayacucho, junio de 1985. Foto: Abilio Arroyo / Revista Caretas. En Yuyanapaq. Para recordar. Relato visual del conflicto armado interno en el Perú, 1980-2000. 3ra. ed. Lima: PUCP, 2015, p. 22.

Por momentos, me queda la sensación de que en los puntos b y d se escapa el problema de la responsabilidad individual. Esto dejaría de verse como un problema y ya no cabe hacer la pregunta sobre la acción deliberada. El libro revela las secuelas gravísimas en estos hombres y en sus hogares: altos índices de violencia, dificultades para reajustarse a nuevas formas de vida y socialidad, y el traslado de mucho de ese maltrato del cuartel a sus hogares y barrios. Jerry, dirigente de una asociación de licenciados en Ayacucho, señala que quiere ser reconocido como “afectado de la violencia sociopolítica” y no sólo como licenciado (234). Jerry expresa algo que deja más preguntas y por lo cual los autores no se interrogan: ¿qué entiende Jerry por “afectado” a diferencia de víctima? ¿Qué implica ser licenciado hoy? ¿Qué dicen del Ejército después de Montesinos? 

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Hay tres puntos adicionales del libro que me interesa discutir. Al inicio, los autores escriben: “No somos jueces, ni abogados, ni antropólogos forenses; no visibilizamos para encontrar ‘la verdad’ sobre hechos en particular. Más bien queremos escuchar cómo los soldados vivieron la violencia y cómo la viven ahora, en sus sueños, en sus trabajos, en su vida comunitaria y en sus relaciones afectivas” (18). Me pregunto, ¿puede hacerse investigación sin reclamos de verdad? ¿Puede trabajarse un tema que es político en esencia, como las memorias de los perpetradores, desde la distancia y la separación? ¿Dónde quedan el posicionamiento (los lugares de enunciación) y la reflexividad de los autores, aspectos indispensables para comprender las dimensiones éticas de la investigación? El campo de estudios de la memoria es político en esencia. No existe el “plano neutro”, extra cultural, o fuera de lo cultural y de la historia. La contingencia es histórica y política y el conocimiento siempre es históricamente situado y parcial.4 Y este es un trabajo con perpetradores. ¿Se puede tomar distancia del dolor que ellos provocaron y de esas otras vidas que marcaron con desgracias y que aún esperan justicia? Definitivamente, no en el Perú.

Es imposible no escuchar un testimonio y sentir el corazón estrujarse, o indignarse al ver cómo los juicios de lesa humanidad se dilatan o se crean argumentos a partir de cuestiones inexistentes. Se escuchan muchas versiones de hechos que involucran la participación de actores diversos en un conflicto y se asumen compromisos. Por los temas que abordamos, nuestras investigaciones son políticamente comprometidas. Años atrás resaltó esto Kimberly Theidon en Entre prójimos, por ejemplo.5 No se escribe ni se escucha en el vacío, pues son temas que atraviesan las vidas de las personas como marcas de tinta indeleble convertidas en sufrimiento y dolor. 

Segundo, si bien es cierto que el objetivo del Informe final de la CVR ha sido mirar las causas profundas que permiten comprender por qué estalló el conflicto, esta mirada correspondía también a las reflexiones teóricas y los acercamientos metodológicos de ciencias sociales de la época: el discurso de la modernidad inacabada, la herencia colonial, las utopías, los mundos andinos y hasta amazónicos (siempre relegados), la dominación y el centro. El libro incide en la representación de la violencia partiendo de la institución que la genera y reproduce entre sus miembros de una manera jerárquica y abusiva. La lectura de las entrevistas llevan a hacernos más preguntas: ¿cómo usan estos reclutas el discurso de la violencia institucional para describir su propia participación en los hechos? ¿Qué sucedió con compañeros que desafiaron las órdenes de sus superiores? ¿Qué significan estos discursos que parten de la institución como gestora e incubadora de seres violentos en términos de las responsabilidades individuales? 

Tercero, las diez historias de vida escogidas para esta publicación nos acercan a discusiones sobre desigualdad, paz, justicia, amistad, reciprocidad, sacrificio, lealtad, valentía, hombría, patriotismo, cobardía, heroísmo… puede decirse que es un material no abundante que nos ayuda a ahondar en estas vidas que conocemos poco pero, ¿qué aportan estos testimonios en términos de la discusión sobre la guerra como proceso? ¿Cómo pueden ayudar a conocer lo que realmente sucedió en los lugares donde estuvieron destacados? Saberlo tiene una gran importancia ya que nos encontramos frente a la aprobación por el Congreso de una ley que eliminaría procesos judiciales por derechos humanos previos al 2002. 

El libro dialoga con autores que estudian el militarismo en otras regiones del mundo, pero poco con la literatura acerca de perpetradores que existe en el sur, como por ejemplo el trabajo que viene realizando el Núcleo de Memoria a cargo de Valentina Salvi y Claudia Feld para el caso argentino. Creo que ayudaría a comprender mejor el espíritu de cuerpo militar, sus grados, procedencias y jerarquías. Tal vez las ideas sobre compañerismo y “espíritu de cuerpo” puedan comprenderse como “fraternidad” (29) pero, ¿puede la fraternidad estar cercana a la complicidad?  

Finalmente, llama la atención la estructura del libro en la que uno de los autores, el antropólogo local, por su historia de vida y comprensión del fenómeno, toma protagonismo y voz en la sección de los testimonios. Y por lo que se entiende, son ambos autores quienes realizan el trabajo de análisis. Sería necesaria una reflexión sobre el lugar desde donde se enuncia. Sería importante también situar el tiempo de publicación de la obra cuando el país está extremadamente polarizado, cunden los negacionistas, se denosta todo lo que no corresponda al establishment y se evita aclarar los posicionamientos políticos. Este cuerpo militar conformado por exparticipantes en el conflicto tiene hoy un peso y lugar importante en la escena política nacional. En este contexto, resulta crítico tomar posición frente a crímenes de lesa humanidad y volver a pensar las preguntas importantes que este libro nos deja. Cierro reiterando mis felicitaciones a los autores por los premios recibidos y por hacer posible este diálogo.


Jelke Boesten y Lurgio Gavilán. Perros y promos. Memoria, violencia y afecto en el Perú posconflicto. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2023.

Notas

  1. El Grupo Memoria fue creado por Carlos Iván Degregori y dirigido por Ponciano del Pino y mi persona. Estuvo integrado por Ricardo Caro, José Carlos Agüero, Gabriel Salazar, Carolina Garay, Tamia Portugal, Rosa Vera, Iván Ramírez, Vera Lucía Ríos y Sebastián Múñoz Najar. Funcionó como un espacio de presentación de investigaciones en curso sobre memoria y sociedades posconflicto entre el 2011 y 2013 con reuniones cada tercer jueves de mes en el IEP, sede Arnaldo Márquez.
  2. Fassin, D. (2012). Humanitarian Reason. A Moral History of the Present. Berkeley: University of California Press.
  3. Fassin, D. (2008). «The Humanitarian Politics of Testimony: Subjectification through Trauma in the Israeli-Palestinian Conflict». Cultural Anthropology 23 (3): 531-558.
  4. Haraway, D. (1991). «Conocimientos situados: la cuestión de la ciencia en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial». En D. Haraway, Mujeres, simios, ciborgs. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Alianza, 289-318.
  5. Theidon, K. (2004). Entre prójimos. El conflicto armado interno y la política de la reconciliación en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

07.04.2024