Perú: un Estado organizado para evitar que leamos

Javier Arévalo

El Estado peruano, respecto al sector del libro y la lectura, es un mono con dinero: cada año desperdicia una gigantesca cantidad de recursos materiales y humanos en actividades absurdas, ni escalables ni sostenibles, cuyo impacto en nuestra sociedad es nulo: si este país tiene lectores no es como consecuencia de políticas públicas; es resultado de actividades civiles y privadas.

Que gobiernos centrales o regionales, municipios, ministerios, congresos y poderes legislativos creen fondos editoriales no es extraño; instituciones equivalentes en todo el mundo hacen lo mismo para registrar su historia y los propósitos lógicos detrás de estas acciones son, primero, producir una memoria, y segundo, hacer que sea accesible a sus ciudadanos. El segundo objetivo lógico, ciudadanos con acceso al libro y a la lectura, es inexistente en nuestro medio: todas las actividades editoriales del Estado y las normas sobre el libro y la lectura peruanas no contemplan lo único que debería asegurar el Estado a sus ciudadanos: un servicio que les permita acceder libremente al libro y la lectura, tal como lo han hecho las sociedades que alcanzaron durante los últimos ciento cincuenta años altos niveles de desarrollo humano y calidad de vida.

La relación entre ciudadanos y acceso a la lectura tiene un punto de quiebre en 1982, cuando el gobierno de Fernando Belaúnde eliminó la dirección nacional de bibliotecas escolares del Ministerio de Educación. Desde entonces, no existe entidad alguna que resuelva la exclusión que millones de escolares y maestros viven respecto del libro y la lectura. 

La situación es peculiar y no parece existir caso alguno en el mundo donde un Ministerio de Educación (Minedu) no provea del servicio de biblioteca a sus escolares y maestros. Sin embargo, el Minedu hace compras multimillonarias de libros de texto que no han movido, en décadas, un ápice los indicadores de comprensión de lectura. Esas compras parecen ser puro papel pintado para que algunas editoriales e imprentas obtengan enormes ingresos.

El Minedu convoca a licitaciones para adquirir libros elegidos por funcionarios, que luego son impresos y, por lo general, acaban en cajas, en direcciones escolares o en cualquier habitación vacía de la escuela, debido a que no existe quien reciba, ordene y administre las colecciones para que sean utilizadas por la comunidad educativa: sin servicio de biblioteca es imposible que esos libros circulen.

¿Para qué edita un Estado si no es para que lean sus ciudadanos? ¿Es para vender libros y obtener recursos como si fuera un sello editorial privado? No lo creo así. Todo libro editado por el Estado debería tener como destino primero las bibliotecas públicas del país y las del extranjero. Un sistema nacional de bibliotecas escolares públicas tendría la visión de hacer efectivo el derecho a leer que tienen maestros y escolares. Vigilaría que cada región cumpla con los estándares de cantidad y bibliodiversidad que este servicio tiene en aquellos países donde formar lectores es una condición para el desarrollo de su ciudadanía. El impacto en la industria cultural sería continuo y sostenible y nos libraría de lecturas verticales y de verdades únicas como las que hoy imponen a todos los niños del país los libros de texto que se compran cada año o dos como si toda actualización no estuviera ya en internet.

Una visión de creación de ciudadanía pasa porque el Estado asegure el acceso a la lectura a las personas de modo que puedan agudizar sus habilidades y destrezas y sean competentes, no sólo para comprender lo que leen, sino sus vidas y el mundo donde viven. En el Perú de hoy siete de cada diez adolescentes fracasan al intentar leer un texto sencillo, y cada día se agudiza más el problema. El rechazo a una política de servicio de biblioteca escolar en el Minedu es sintomático, y de alguna forma consecuente. Como ha quedado en evidencia en los últimos años, los cargos públicos han sido botines de guerra. Los políticos gobiernan luego de ganar elecciones con campañas financiadas por grupos económicos que buscan que se legisle a favor de sus intereses: desde Lava Jato hasta Richard Swing, ha sido evidente que quien se sirve del Estado no es el ciudadano que debería ser su razón de ser.

Camilo Blas [José Alfonso Sánchez Urteaga]. Mujer leyendo, ca. 1930-1935. Xilografía sobre papel, 24 x 19.5 cm. Museo de Arte de Lima. Donación Colección Petrus y Verónica Fernandini. 2008.3.1667. Cortesía del Archivo Digital de Arte Peruano.

12.09.2020


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