El Estado editor

Carlos Aguirre

En la segunda mitad de la década de 1940, en Argentina, uno de los eslogans acuñados por militantes del peronismo -por entonces en el poder- fue “alpargatas sí, libros no”. Aunque empezó a usarse para atacar a intelectuales y estudiantes opositores, el lema se tomó literalmente y se interpretó como si fuera una exigencia de mejorar la vida material del pueblo argentino sin promover, al mismo tiempo, la circulación de ideas y el enriquecimiento espiritual a través de los libros, la creación artística y la producción intelectual. Visto de manera simplista y fuera de contexto (aunque es cierto que el peronismo tuvo un sesgo anti intelectualista), el eslogan planteaba, en efecto, un falso dilema: o alpargatas o libros. Que se puede y se debe atender tanto las necesidades materiales como aquellas que tienen que ver con la cultura y el intelecto lo prueban las revoluciones mexicana y cubana, el gobierno nacionalista peruano de 1968 y el socialismo chileno de Allende: en todos estos casos el Estado promovió, al lado de profundas reformas sociales, una vigorosa actividad editorial guiada por la convicción de que ella beneficiaría a los ciudadanos al elevar su nivel cultural, promover la circulación de ideas y llevar el libro -considerado pieza fundamental en la adquisición de educación y cultura- a todos los rincones de los respectivos países. Las ediciones masivas de la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos en México, los centenares de miles de libros impresos por la Editorial Nacional que dirigió Alejo Carpentier en Cuba, el apoyo a numerosas iniciativas editoriales (del INC, INIDE, SINAMOS, la Biblioteca Peruana de PEISA y otras) del gobierno de Velasco en el Perú y la notable experiencia de la editorial Quimantú en el Chile de Allende, son ejemplos de una manera de ver el rol del Estado en la industria editorial: un Estado editor y promotor de libros de consumo masivo que lleven la literatura y el pensamiento a la mayoría de hogares, incluyendo los más humildes. Para Fidel Castro, el objetivo debía ser la formación de “una biblioteca en cada casa”.

En el Perú, la actividad editorial del Estado, aún durante el régimen velasquista, ha sido incoherente, discontinua y carente de objetivos claros. En las últimas décadas, el Estado peruano ha estado produciendo libros y otros materiales impresos (revistas, boletines, catálogos) a través de algunas de sus instituciones: la Biblioteca Nacional (con altibajos, dependiendo del impulso de cada director), la cancillería (de manera más bien esporádica), el Ministerio de Cultura (en particular, publicaciones relacionadas con cuestiones étnicas y raciales), el Jurado Nacional de Elecciones (libros y revistas sobre la historia política y electoral del Perú) y el Congreso de la República, el proyecto más longevo y de mayor envergadura, en tiempos recientes, por impulsar un fondo editorial en alguna institución del Estado.

No es éste el momento de hacer un balance de estas y otras iniciativas, pero quizás sea pertinente apuntar algunos aspectos de estas experiencias que nos sirvan para aprender de ellas y pensar, colectivamente, en el futuro de las ediciones estatales. Primero, se trata, casi siempre, de iniciativas carentes de una planificación a mediano o largo plazo y que va construyendo su catálogo sobre la marcha, a veces casi de manera casual. Segundo, dependen excesivamente de la capacidad individual, tanto intelectual como gerencial, de sus directores, así como de sus contactos personales y redes de amistad o de trabajo académico, de modo que se extraña la presencia de equipos de trabajo plurales y diversos que puedan orientar los esfuerzos editoriales de esas instituciones. Tercero, y con las excepciones de rigor, las ediciones de estas entidades suelen tener un impacto reducido entre la ciudadanía. Es cierto que los niveles de lectura en el país han disminuido considerablemente (el número de publicaciones cuyos tirajes son de 500 ejemplares o menos es alarmantemente alto) pero también es verdad que se hace muy poco por difundir el libro entre aquellos sectores que no pertenecen al reducido ámbito de la intelectualidad y la academia. Esto tiene que ver con el precio de los libros, seguramente, pero también con la selección de autores y temas. ¿Cuándo fue la última vez que un libro publicado por una entidad del Estado fue pirateado? Ésta es una manera quizás provocadora y arbitraria de medir no la importancia sino el interés y la demanda de esas publicaciones entre la población, pero resulta ciertamente reveladora. Por cierto, no se trata de negar la calidad de muchos de los productos nacidos al interior de estas instituciones –pienso, por ejemplo, en las ediciones de las Obras Completas de Garcilaso y de la Nueva Crónica de Guaman Poma que preparó Carlos Araníbar y publicaron la cancillería y la BNP- sino de promover una política editorial más inclusiva, democrática, transparente y relevante para amplios sectores de la población.

Esta política no se logrará manteniendo el statu quo ni, mucho menos, centralizando la producción en una editorial estatal única. Como contribución a un debate que espero sea amplio y productivo, propongo algunas pautas generales: 1) mantener la producción de libros por parte de instituciones estatales pero exigiéndoles planes a mediano y largo plazo, consistentes con su función dentro de la sociedad; 2) instituir, en la medida de lo posible, series o colecciones, cuya mera formulación, como se ha probado en numerosos casos, orienta la lectura e invita al consumo de libros; 3) formar, en cada caso, comités de asesoría en el diseño de las colecciones y en la evaluación de los títulos a publicar, para tratar de reducir (sería iluso pretender eliminar) la arbitrariedad en la selección de títulos y autores; 4) descentralizar efectivamente la programación, producción y distribución de los libros, buscando abarcar todo el territorio nacional; y 5) dado que se trata  de instituciones del Estado y, por tanto, financiadas con dineros públicos, exigir la producción simultánea, cuando sea pertinente, de ediciones populares y digitales de sus títulos y colecciones.

Confío que podamos ayudar, entre todos, a definir políticas editoriales coherentes y relevantes para nuestro tiempo.

José Bracamonte Vera. Isotipo para los Festivales del Libro, 1956.
Cortesía de Carlos Aguirre.

06.09.2020

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