El último libro de Fernando Ampuero —titulado Tanta vida yo te di (2024)— reúne cinco historias que transcurren en espacios familiares. Dentro de la atmósfera tribal, por lo demás bastante hermética, ocurren encuentros y desencuentros entre parejas, padres e hijos o hermanos. Pese a la diversidad de temas abordados, de un modo o de otro, la ciudad de Lima es el espacio donde interactúan individuos de pronto sometidos a situaciones límite y frente a las cuales deberán tomar decisiones, si desean continuar con sus existencias burguesas, altamente codificadas. Para los personajes de Ampuero, no es fácil encontrarse tenso entre la realidad conocida y el deseo que somete la voluntad y, con ella, las convenciones. Solo por dar un ejemplo, en “Las lágrimas se secan solas”, dos hermanas —Doris y Nina— se ven enfrentadas por el amor a Fabrizio, un joven convaleciente que necesita un singular tratamiento de masajes sexuales. Tras la muerte de Fabrizio, el conflicto entre ambas se disipa, convirtiéndose en la historia de una “amena” y hasta “simpática” trifulca en la memoria familiar (77). Todo regresa a su cauce, pero nos queda ese relato de un acto transgresor.
Ampuero (1949) es uno de los cuentistas de más trayectoria en las letras peruanas. Algunos de sus relatos son emblemáticos cuando se trata de ficciones relacionadas con el periodo de violencia interna. En particular, pienso en “El departamento”, un cuento cuya economía de medios y lenguaje transparente enfatizan lo sugerido, lo no dicho, aquello que se queda en la penumbra. Otro texto valioso en la obra de Ampuero es El enano, una suerte de caricatura y libelo dedicado a César Hildebrandt. Estoy convencido de que esa mezcla de ajuste de cuentas con burla directa fue lo que reprimió un acercamiento más allá de lo coyuntural, impidiendo a los lectores entender el extraordinario perfil del personaje constituido por Ampuero. Quizá se trata de uno de los ejemplos más acabados de literatura panfletaria de los últimos años en Lima —que para Ampuero es el Perú—, tradición literaria que cuenta con sus mejores exponentes en el siglo XIX. Ex editor de Somos, formador de diversas generaciones de periodistas, en sus mejores momentos Ampuero delinea sujetos conflictuados entre la idea que tienen de sí mismos y aquello a lo que el mundo los arroja, personajes no tan complejos como debatidos entre los valores burgueses y su transgresión.
Así, en Tanta vida yo te di, los individuos parecen despertar a situaciones extraordinarias que los llevan, en el espacio de un instante, a reconfigurar sus coordenadas y expectativas determinadas por sus niveles sociales. En el cuento que da título al libro, un narrador que bien puede confundirse con el autor (porque también es escritor) se encuentra descansando en el balneario de Punta Hermosa donde “compra botellas de vino, aceitunas carnosas, lonjas de jamón pata negra y helados Alore” (13). Lo que se anuncia como una placentera tarde de consumo termina convertido en un asomo a la catástrofe por culpa de las distracciones y el clima. En efecto, el personaje escritor confunde paracetamol con alprazolam, lo cual lo deja adormecido durante largas horas. Tras despertar, se encuentra con un escenario de apocalipsis en el cual la apacible Punta Hermosa se ha convertido, por culpa de la “masa de troncos y maleza que arrastraba la encrespada correntada de lodo”, en algo parecido a una pesadilla (13).
A la par de la metamorfosis espacial, el huayco genera otros cambios, más de corte social. Atrapado, sin poder salir, el narrador se asoma a su terraza, donde se encuentra con una mujer que grita lisuras, “alta y gorda, sin cintura, bien entrada en la cincuentena; tenía el pelo rubio o más bien teñido de rubio” y “sostenía un […] trago con sombrillita” (18). Frente al escritor acomodado que lee a Borges, que consume productos importados, aparece una mujer que privilegia la oralidad de las lisuras y los insultos —“maricón”, “carajo”, “cobarde” (18)—, encarnación del mal gusto, teñido de arribismo. El estatus no se alcanza pintándose el pelo, sino más bien perteneciendo a una clase social, lo cual se hereda, jamás se compra. Pese a ser dos personajes antagónicos, ambos se encuentran reunidos por la catástrofe, razón por la cual deciden formar una pareja de baile que dura los minutos de un bolero y una balada. Ese acto transgresivo que funde las distancias sociales termina disolviéndose tras el final de la última canción, como si lo que importara no fuera tanto el resquebrajamiento del orden, sino ese instante fugaz que anuncia el regreso a lo inconmovible. Al final del cuento, la mujer desaparece y deja al escritor con esa anécdota que nos ha relatado, de catástrofes naturales y mujeres tan solitarias como vulgares.
La ecuación que amalgama al huayco con la gente de otra clase social está demasiado connotada en nuestra cultura para que me explaye en ella. Quizá sea más conveniente resaltar la secreta coherencia entre los personajes de Tanta vida yo te di. Porque los individuos que pueblan sus páginas no solo leen a Borges, sino que también se refieren a Ortega y Gasset, Virginia Woolf, Abraham Valdelomar, y leen prensa extranjera como el Corriere della Sera. Por otro lado, comen en la Rosa Náutica y asisten a establecimientos como el Miraflores Park Hotel, el Club Nacional y el hotel Westin. También viajan por Estados Unidos e Italia. La famosa frase de Manuel Scorza, “Lima es una isla de felicidad rodeada de Perú por todos lados”, parece verificarse en los cuentos de Tanta vida yo te di. Se puede recordar que otro tanto ocurre con muchos de los personajes de Alonso Cueto (1954) y Guillermo Niño de Guzmán (1955), compañeros de ruta de Ampuero. Sin decantar la reflexión por lo generacional y lo social, quedándonos en Tanta vida yo te di, podría subrayar que los personajes asomados más allá del bien delimitado perímetro conocido, espacial y social —que se asoman una y otra cara de la misma moneda— lo hacen bajo su propio riesgo.
Ingresamos aquí en la dimensión ideológica de la ficción, si por esta entendemos los valores movilizados en los relatos y que, como voy viendo, mantienen en el volumen una imperturbable coherencia. Es tal que en ocasiones me recuerda a la literatura decimonónica que expresa incesantemente la clara diferenciación de espacios sociales, así como las consecuencias de franquearlos. Claro, estamos en el siglo XXI y el asunto requiere abordar el fenómeno en clave regional, más allá de Lima. Así, por ejemplo, en el sintomáticamente titulado “Pecados de familia” ocurre que el protagonista tiene una relación extramatrimonial con una argentina del “periférico Gran Buenos Aires” (27). Así como Lima se reduce a Miraflores, otro tanto ocurre con las periferias de otras capitales. Quienes vienen de allí, como la argentina Silvina, pueden entrar en contacto con los centros, pero siempre con la certeza de que nunca serán amalgamados a estos, sino que serán rechazados. Hay un determinismo social que es más que una fatalidad, ya que, incluso cuando parecen obtener beneficios legales —manutención, escuela— para los hijos ilegítimos, siempre es a cambio del “distanciamiento total”; en otras palabras, desaparecer del horizonte.
Desde luego, se me puede objetar que la literatura no está tanto vehiculando una manera de concebir el mundo como dando cuenta de lo que este siempre ha sido. Para el caso de Lima, el espacio social siempre fue una ciudad hermética a los cambios, acerca de la cual ya escribieron, en términos similares, autores como Julio Ramón Ribeyro, Luis Loayza o el mismo Mario Vargas Llosa. Se podría explicar la situación por el carácter colonial de la sociedad, tan atacado en su momento por Sebastián Salazar Bondy, quien publicó Lima la horrible (1964), persuadido de que los escritores podían contribuir a los cambios. No obstante, explicarlo de esta manera me genera malestar, pues la sociedad limeña, al igual que la ciudad, ha cambiado, se ha abierto a dinámicas que afirman sus centros, pero a la vez los cuestionan. Desde luego, esto se expresa en literatura; basta recordar los libros de Giovanni Anticona, Richard Parra o Martín Roldán Ruiz, quienes avanzan ficciones que representan la ciudad actual, múltiple y heterogénea, donde diversos tipos de migrantes se reúnen, salen adelante, se enfrentan a la violencia del sistema.
El libro cierra con una suerte de ensayo en tono íntimo titulado “Noches de bohemia en Lima”, donde el autor describe su vínculo con la ciudad:
Tengo setenta y dos años al momento de escribir esta nota y lo que hoy puedo decir sobre Lima, en tanto territorio de mi infancia y juventud, se reduce a un manojo de recuerdos vívidos y una que otra postal amarillenta. Aquella Lima, ciudad enclavada en un florido valle y que Sebastián Salazar Bondy definió como “una tregua en el desierto”, ya no existe; el desierto ha desaparecido del entorno, tras dar cobijo a las sucesivas olas de migrantes del interior. Y en cuanto a su paisaje de antaño, pleno de “acequias rumorosas”, ha sido también desfigurado por el incremento de barrios de una gran clase media, cada día más dominante. Cuando yo nací, en 1949, la población no llegaba al millón de habitantes —en 2021 tiene alrededor de diez millones—, y la impresión que retengo de esos días es la de haber vivido en una ciudad pequeña y simpática, que atesoraba su raigambre virreinal y exhibía con orgullo una lenta pujanza de renovación: el Hotel Bolívar, el jirón de la Unión, el Paseo Colón, o bien los cinemas, los tranvías, las tiendas elegantes, las heladerías de moda; la moderna escalera mecánica de las Galerías Boza, la única de entonces, era la gloria (99).
No recuerdo otro caso reciente en literatura nacional donde el autor mismo incluya un texto que permita “entender” sus cuentos en clave personal. Porque, si bien Ampuero se refiere a la capital que conoció y en la que se formó como escritor, el ensayo resuena con los relatos leídos. En el fragmento citado también encontramos la imagen del huayco, presente en el cuento que da título al volumen, pero esta vez, por fin, personalizado: “sucesivas olas de migrantes”. El sujeto que escribe verbaliza un espacio perdido —la Lima de “raigambre virreinal”— y al hacerlo procura fijarlo para siempre mediante las letras, como si la literatura fuera el último refugio posible frente al aluvión de foráneos que llega para transfigurarlo todo. En su afán de marcar el contraste entre el adentro y el afuera, el pasado y el presente, incluso cita, sin cuidarse de ser fiel, Lima la horrible de Salazar Bondy. Al hacerlo, tergiversa lo planteado por Salazar Bondy, quien homologaba, en lugar de contraponerlos, el desierto y la ciudad, puesto que esta última nunca fue más que un “un barato contrapeso a la uniformidad del marco geográfico y a la pobreza de fantasía urbanística de los conquistadores”. De este modo, un texto combativo como Lima la horrible termina domesticado por Ampuero y su tendenciosa necesidad de encontrar protección en la literatura, por más antagónica que esta sea a sus planteamientos. Poco importa; al igual que sus personajes, la literatura siempre regresa al cauce de lo socialmente aceptado. Los huaycos, verdaderos y simbólicos, lo saben todos, nunca destruirán el “florido valle”.
Al final, se me ocurre, todo es un asunto de modernidades. Está la modernidad de un autor que —en relatos donde se valoriza lo autobiográfico— se representa a sí mismo con códigos sociales y culturales en sintonía con el mundo. Un autor cosmopolita que, desde la periferia, no duda en mostrar —mejor dicho, exhibir— su consumo de lo producido en otras latitudes. No obstante, no deja de ser una modernidad periférica que en su posicionamiento fascinado se limita a refrendar acríticamente los ascendientes. De ahí que en la escritura no se manifieste ningún gesto moderno, sino que —más allá de un talante bonachón, aunado a una lectura fácil— se formule, más bien, un texto sin mayor relieve ni riesgo. Líneas arriba resalté el valor de un cuento y un libro de Fernando Ampuero; ahora me gustaría añadir que, con los años, el autor se decantó más bien por otra vía, la misma que desemboca en Tanta vida yo te di, una vía que, por la manera en que concibe a su lectorado, termina derivando en una aporía constitutiva: con vocación universal, pero de consumo en circuito cerrado limeño. Modernidades conservadoras, usos y abusos.
Hace varios años se planteó el falso debate entre “andinos” y “criollos” en el que participó el mismo Fernando Ampuero. Digo falso debate porque ya Jorge Luis Borges desactivó estas dicotomías en su discurso, posteriormente convertido en el ensayo titulado “El escritor argentino y la tradición”. Trasladando los argumentos de Borges a la literatura peruana, podemos decir que poco importa en qué bando se ubica a un escritor cuando todos son individuos letrados. Así, la discusión se reubica de las representaciones y las legitimidades al territorio del lenguaje, donde tiene lugar el combate que de verdad importa para un escritor. El problema de la literatura peruana, si cabe tal, no se resuelve en qué tan andina o criolla sea nuestra tradición; si Gamaliel Churata o Mario Vargas Llosa, si José María Arguedas o Julio Ramón Ribeyro. Hay espacio para todas las voces que se añadan al cauce —huayco o río, a estas alturas qué más da— de nuestras letras. El problema es que se canoniza una escritura provinciana, por más limeña que sea en su concepción y alcances, una literatura que por su ascendiente editorial opaca o arrincona otras propuestas.
Fernando Ampuero, Tanta vida yo te di. Lima: Tusquets, 2024.
Crédito de la imagen: «Hace un mes Evangelina Chamorro sobrevivió al huaico de Punta Hermosa«. Perú 21 (en línea), 23 de agosto de 2019.
17.11.2024