Este libro reúne once ensayos publicados con antelación -aunque sin precisar la fecha-, cuyo hilo conductor es el proceso de independencia del Perú. Si bien los trabajos editados no guardan un orden cronológico, un ensayo referido a la junta huanuqueña de 1812 cubre el período de la temprana independencia, mientras que un capítulo titulado “Pensar la República desde el Bicentenario” cierra el volumen. El libro se enfoca en la participación popular, principalmente fuera de Lima, aunque incluye también una serie de reflexiones sobre el papel de la nobleza en este proceso. La idea de “independencia controlada” emparenta el trabajo de Montoya con el análisis pionero de Timothy Anna, quien propuso hace ya muchos años que la postura de José de San Martín y de los sectores dominantes de la elite de Lima fue la de contener la violencia de los grupos armados rurales.1 Volveré a la conexión entre estos dos sectores en la sección final de este comentario.
El autor comienza haciendo un recuento de los trabajos que se han publicado en el presente siglo sobre el tema. Es interesante constatar que cita aportes inéditos como el de Cipriano Quispe, además de los artículos publicados por Glave, Peralta, Domínguez y Chassin, sin aludir, no obstante, al libro de Nieto Bonilla ni a los estudios de O’Phelan y Bazán, siendo este último también un ensayo de corte historiográfico.2 De haber sido incluidos los mencionados trabajos en el análisis, el autor hubiera podido tener un acercamiento más consistente a la presencia de los indios panataguas (o “indios de frontera”), quienes sin duda tuvieron injerencia en los acontecimientos, al ofrecer, guiados por sus curas doctrineros, un apoyo masivo que consiguió atemorizar a las autoridades peninsulares, propiciando su huida de la ciudad. Hay que acotar que, a pesar de que el autor hace mención del artículo de Javier Campos sobre la presencia de los sacerdotes agustinos en el suceso, habría resultado interesante establecer una distinción entre clero regular y clero secular con la finalidad de afinar el análisis. En este sentido, los estudios de Klaiber (2001, 2013) siempre resultan de utilidad.
Evidentemente, por su cercanía con el valle del Mantaro, Huánuco jugó un papel relevante en la década de 1820, durante la segunda fase de la independencia, la de los proyectos continentales marcados por la llegada de los ejércitos de San Martín y Bolívar. De hecho, entre 1820 y 1824, el general realista de origen francés, Canterac, intentó posesionarse de la sierra central para con ello tener acceso al mineral de Cerro de Pasco. Aunque Montoya afirma que Huánuco ya muestra con nitidez pruebas de autonomía política, no hay que olvidar que tanto la junta huanuqueña (1812) como la cuzqueña (1814) escribieron al virrey Abascal para participarle oficialmente su conformación, buscando así, aunque sin éxito, el reconocimiento del virrey, quien declaró a ambas juntas subversivas, iniciando de inmediato una campaña represiva hasta doblegarlas. Adicionalmente, no queda demostrado que la vanguardia de esta rebelión estuviera conformada por la plebe indígena, pues una cosa es hablar de vanguardia y otra de bases. En todo caso, da la impresión de que, entre bambalinas, el clero local jugó un papel determinante en promover la insurrección, con una mayor llegada incluso que los propios criollos Berrospi y Crespo y Castillo, quienes se constituyeron en las cabezas visibles de la insurgencia.
En “Aproximación a la cultura política de la plebe indígena en los Andes centrales”, el autor ensaya algunos conceptos interesantes, como los de “memoria social subversiva” y “memoria disidente”, planteando que tanto los sectores dominantes como los explotados hicieron uso de la memoria en la coyuntura creada por la crisis que provocó la guerra separatista. Alude también en este capítulo al impacto político del rumor, tema que ha sido explorado para Europa por Farge y Ravel, Kapfere, y Gauvard, entre otros. Analiza también la secuela que dejan los escritos anónimos en un contexto insurgente, un tópico que ha merecido hace ya tiempo la atención de E. P. Thompson para el caso inglés.
Un enfoque interesante del libro es el de entender a la “plebe indígena” (que es una terminología que propone Montoya) no como simples espectadores sino, como nos recuerda Soux, como actores con agenda propia. Además, no es que esta “plebe indígena” irrumpiera en el conflicto bélico con la llegada de San Martín al Perú. Ya desde el gobierno del virrey Abascal, los pobladores indígenas habían sido, o bien incorporados a las filas del ejército realista, o combatido a favor de las juntas de gobierno y sus alcances. No eran novatos en la lucha armada. Es interesante comprobar que Montoya considera que, luego de la batalla de Pasco, “la conducta de la plebe indígena en los alrededores fue clara y contundente” (se entiende que a favor de los patriotas). Es decir, se dio una definición política.
El autor considera que la intención de San Martín fue conducir una “independencia controlada”, tratando de prevenir “cualquier modalidad de insurrección plebeya en la capital.” De esta manera se definió el ingreso de San Martín a la capital y el retiro del virrey La Serna a los Andes. Es decir, es como si se hubiera negociado un cogobierno. Montoya no señala, sin embargo, que, en la entrevista de Punchauca también se definió el fraccionamiento del territorio peruano, quedando los patriotas acantonados en el norte y los realistas en posesión del sur andino. El Perú quedaba así dividido y, a todas luces, la independencia era incompleta.
Sobre el ensayo “El ejército ‘nacional’ en los Andes centrales”, el autor cuestiona el término “guerra civil” para denominar el enfrentamiento del ejército del sur andino contra las guerrillas y montoneras de la sierra central. En todo caso, en su opinión, “guerra civil” fue la que se dio a partir de la confrontación entre las guerrillas y montoneras tanto realistas como patriotas, conformadas ambas por mestizos e indígenas locales. Se considera que, entre 1820 y 1824, el territorio de la sierra central estuvo bajo el control realista, proporcionando a los peninsulares la reserva de hombres que requerían.
El autor propone que la recaptura de Lima por los realistas en dos ocasiones fue producto de la prolongación de la guerra, por un lado, y de la densificación de las ideas políticas, por otro. Sin embargo, es interesante observar que el primer intento de reconquista de Lima se produjo en 1823, a poco de haber llegado Sucre al Perú, y el segundo intento fue en 1824, cuando Bolívar se encontraba retirado en Pativilca, aquejado por problemas de salud. Da la impresión, entonces, de que, a pesar de estar funcionando el gobierno virreinal desde el Cuzco, La Serna ordenaba llevar a cabo periódicamente estas incursiones con el propósito de demostrar que Lima era una ciudad amenazada y que la ponderada independencia era relativa. El ataque realista a la capital de 1824 hizo incluso que Bolívar y Sucre se plantearan la posibilidad de abandonar la plaza y retornar a Colombia.
Al abordar el tópico del ejército “nacional”, el autor se refiere en varias ocasiones al “patriotismo de los pueblos”. Me pregunto si, más que un patriotismo consecuente, lo que tiene lugar en estos momentos es una inclinación -habría que ver qué tan sólida- hacia el ejército libertador. De otra forma no se explica la afirmación que hace Montoya de que “el patriotismo de los pueblos no solo disminuía, los montoneros patriotas huían ante la presencia del disciplinado y orgulloso ejército realista” (p. 86). Quizá sea entonces más pertinente hablar de un patriotismo en construcción, con una patria aún imaginada, en los términos propuestos por Benedict Anderson.
En este sentido, un valioso aporte del libro es la mucha información que acopia y elabora sobre las montoneras en la sierra central, además de visualizar en el análisis el fenómeno de ataques sorpresivos por fuerzas irregulares como un recurso bélico empleado tanto por los patriotas como por los realistas. Así, el autor observa que, en el valle del Mantaro, al igual que en Yauyos y Cañete, hubo una intensa actividad de guerrillas y montoneras, complementando de esta manera el estudio pionero de Vergara Arias publicado en 1973 y contribuyendo a la renovación de un tema que es distintivo de la lucha por la independencia en los Andes, como señala Lynch en su libro dedicado a San Martín.
Sobre la independencia de Puno, comparto con el autor la idea de que si bien en la junta del Cuzco de 1814 participaron actores sociales que ya habían figurado con antelación en la gran rebelión de 1780, ahora se trataba de un “nuevo ciclo ya decididamente independentista, fuertemente influenciado por la ilustración atlántica y el liberalismo hispánico” (p. 188). Esta última afirmación es crucial, pues pone en contexto a las juntas de gobierno de la década de 1810 y a la llegada de San Martín al Perú, en momentos en que estuvo en vigencia la constitución liberal de 1812 y, además, entre 1820-1823, el Trienio Liberal. Así, el autor observa que hubo elementos de la memoria de las revoluciones de 1780 y 1814-15 que “volvieron a emerger en un nuevo contexto a partir de 1820” (p. 192). Es decir, Montoya los identifica en un nuevo contexto, no dentro de una continuidad con la subversión anterior. En el temprano siglo XIX, ya no se recurre al estribillo de “Viva el Rey, Muera el Mal Gobierno”, tan repetido en el siglo XVIII; se habla de autonomía y un nuevo gobierno forjado por los patriotas. La ruptura final está en ciernes.
Quisiera concluir reflexionando sobre uno de los últimos ensayos del libro, “¿Peruanizar la independencia? El golpe de estado de José de la Riva Agüero: 1823.” Negar que Riva Agüero y Sánchez Boquete fue un personaje controvertido sería absurdo. Principalmente historiadores extranjeros como Anna, Lynch y Fisher han descrito su actuación en la arena política como ambigua y dubitante, acusándolo de haber mantenido, eventualmente, negociaciones con los realistas y de poner en riesgo la independencia del Perú. Bolívar calificaba a Riva Agüero y a Torre Tagle como “godos”, por su cercanía a los peninsulares y su distancia frente a los colombianos. No obstante, la imagen que transmite Montoya -al igual que lo hace Elizabeth Hernández en su monografía sobre el mismo personaje- es más condescendiente, presentándolo incluso como la carta que jugó políticamente el Perú, luego de que San Martín diera por concluido el Protectorado y se retirara, para siempre, del territorio peruano y de la política.
Se ha señalado que Riva Agüero tenía la pretensión -o el capricho- de convertirse en el primer presidente del Perú y que orquestó el motín de Balconcillo para lograr este fin, teniendo como vocero en el congreso a Andrés de Santa Cruz. Para este fin, y para evitar confrontaciones, se arrestó antes al general La Mar. Montoya considera que el motín de Balconcillo fue el primer golpe de estado que se registró en el Perú, aunque Mónica Ricketts, por ejemplo, afirma que el motín de Aznapuquio, a consecuencia del cual La Serna removió del poder al virrey Pezuela, tuvo las características de un golpe de estado.
Ayudaron al ascenso de Riva Agüero el que el ejército patriota estuviese impago, a lo que se sumaron los vínculos que el aristócrata había tejido tanto con la élite a la que pertenecía como con los sectores populares, a quienes amparaba. Montoya recalca que hubo consenso en considerar que le correspondía a Riva Agüero hacerse de la presidencia. Pero, como me he preguntado con antelación, ¿podía realmente la nobleza engendrar caudillos militares como los que protagonizaron las guerras de independencia? Como afirmó el viajero Robert Proctor durante su estancia en Lima, Riva Agüero estaba “totalmente desprovisto de experiencia en asuntos militares”, aunque podía ofrecer reclutar hombres y abastecer de caballos al ejército patriota.
Si bien Riva Agüero se convirtió en la carta que jugaron ilustrados peruanos de la talla de Unanue y Sánchez Carrión, la gestión presidencial del aristócrata limeño no llegó ni a medio año. Por tanto, da la impresión de que fue colocado para cubrir temporalmente un estado de emergencia, fruto del vacío de poder que dejó el cierre del Protectorado. Habría que preguntarse por qué ni Unanue ni Sánchez Carrión fueron considerados como los candidatos más idóneos para convertirse -uno u otro- en el primer presidente del Perú. ¿Por qué ambos pusieron la mirada en Riva Agüero para que asumiera el cargo presidencial? Además, sería otro aristócrata titulado, Torre Tagle, quien estaría detrás de la deposición de Riva Agüero, obligándolo a huir a Trujillo y luego a exiliarse en Europa.
En este sentido, no creo, como señala el autor, que la suerte de Riva Agüero se decidiera en el Alto Perú. Su rival más cercano, Torre Tagle, quien además lo podía enfrentar en igualdad de condiciones, se encontraba en Lima y maquinó desde el congreso la caída del primer presidente peruano. Es interesante como el Perú sería el único espacio en Hispanoamérica donde los dos primeros presidentes pertenecieron a la nobleza titulada y se convirtieron en rivales en su afán por capturar el sillón presidencial. Es posible que ambos se sintieran genuinamente con el derecho de hacerlo y hubieran asumido que les correspondía ese privilegio; pero al ocupar el cargo ninguno de los dos estuvo en capacidad de consolidar la independencia peruana. Más bien, se les imputó haber entrado en negociaciones con La Serna, el último virrey del Perú.
Gustavo Montoya. La independencia controlada. Guerra, gobierno y revolución en los Andes. Lima: Sequilao Editores, 2019, 313 pp.
Crédito de la imagen: José Gil de Castro, José Bernardo de Tagle y Portocarrero, 1822, óleo sobre lienzo, 107 x 83.5 cm, Museo Histórico Nacional, Ministerio de Cultura, Buenos Aires. Fotografía: Instituto de Investigaciones sobre Patrimonio Cultural, Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires.
Notas
- Timothy Anna, The Fall of the Royal Government in Peru. Lincoln: The University of Nebraska Press, 1979.
- Víctor Nieto Bonilla, Control político, sectores sociales y la revolución de 1812: un estudio de la coyuntura política de Huánuco de fines del periodo colonial. Lima: Cultura Peruana, 2004; Scarlett O’Phelan Gody, “Huánuco (1812) y el Cuzco (1814): entre la promulgación y la derogación de la constitución Cádiz”. En Scarlett O’Phelan Godoy (ed.), 1814: La junta de gobierno del Cuzco y el sur andino. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú; Instituto Francés de Estudios Andinos; Fundación M. J. Bustamante de la Fuente, 2016, 291-314; Marissa Bazán, “Los documentos de la rebelión de Huánuco de 1812”. En Ella Dunbar Temple (ed.). La rebelión de Huánuco de 1812. 2da. edición. 4 vols. Lima: Universidad Peruana de Ciencias; Congreso de la República; Acuedi, 2018, I: 13-20.
20.02.2021