El presente cae bajo el peso del pasado o, mejor, de cierta idea del pasado, en la 60 Bienal de Venecia. Curada por Adriano Pedrosa, responsable de la reciente y extraordinaria transformación institucional del Museo de Arte de São Paulo, la muestra se organiza con ambición bajo el título de Stranieri ovunque (Extranjeros en todas partes), un tema que define el propósito de una bienal que explora la migración y la descolonización. Pedrosa pone el foco en el artista queer “que se ha movido entre diferentes sexualidades y géneros”, en el “outsider, situado en las márgenes del mundo del arte, al igual que el artista autodidacta o el artista popular; o el artista indígena, que a menudo es tratado como extranjero en su propia tierra”.1 La propuesta curatorial, limitada a la exposición central, no alcanza las representaciones en los pabellones nacionales, en los que cada país define sus propias reglas de juego, aunque algunas propuestas coincidan en el tema, como lo hace España representada por Sandra Gamarra, artista peruana que vive hace treinta años en Madrid pero que todavía –vista la respuesta a su elección– pareciera ser extranjera allí.
La exposición central se distribuye entre los dos espacios en que tradicionalmente se lleva a cabo la exposición: el Arsenal de Venecia y el edificio en los jardines al este de la ciudad, sede de la bienal desde su fundación en 1895 (e intervenido para esta versión con un gran mural de MAKHU, Movimiento de artistas Huni Kuin, colectivo basado en Acre). En esos espacios se presenta la obra de los 331 artistas seleccionados, reunidos en las salas generales dedicadas al arte contemporáneo o en los “núcleos históricos” que miran hacia el pasado reciente y que, según Pedrosa, buscan saldar la deuda de la historia del arte con los artistas marginados de las narrativas centrales. En la sede del “Giardini” se ubican dos de esos núcleos, uno centrado en la abstracción, y otro titulado engañosamente “retratos”; los dos volcados a explorar el modernismo en pintura como eje de una particular perspectiva sobre el arte del siglo XX, una que determina el subtexto de todo el proyecto.
La muestra de “retratos” se presenta en dos grandes salas tapizadas casi de piso a techo con pinturas sobre tela que, según el texto, reúne “representaciones de la figura humana creadas entre 1915 y 1990 en África, Asia, el Medio Oriente y América Latina”, una propuesta difícil de superar en amplitud, pero que daría cuenta de una “crisis de representación” que “asume elementos radicales en el sur global”. La narrativa que subyace es la expansión del modernismo europeo –que aparece aquí como un objeto sólido, perfectamente coherente, entero de origen–, y la forma en que es absorbido, canibalizado y transformado desde las periferias artísticas. Pero gran parte de lo que está exhibido en la sala –figuraciones de distinto tipo y calidad– no tiene que ver con el modernismo. Muchas obras miran más bien hacia atrás, hacia los lenguajes académicos que extienden la vida de cierta idea de la pintura incluso hasta fines del siglo XX. Y si de los lenguajes pasamos al objeto de la representación, son pocas las obras que pueden pasar por retratos. Son en buena parte tipos étnicos del academicismo moderno (o modernista, si cabe), que muestran los rostros anónimos de personas que no serían consideradas “blancas”, vestidas en traje tradicional. Esos tipos operan en un registro que, más que engarzar con alguna noción de ruptura, o con los discursos del modernismo estético, calzan con las expectativas que imponen los nacionalismos etnolingüísticos sobre el campo artístico, que es también una cara –aunque distinta– de la modernidad.
Las pinturas más diversas conviven sobre los muros de la sala en un espacio tan indeterminado históricamente que se vuelven ilegibles. Aquí, el “sur global” se revela en todas sus limitaciones como etiqueta que simplifica y reduce las diferencias. Un tipo de inicios del siglo XX, creado en el momento de auge de los indigenismos latinoamericanos, no significa –no puede significar– lo mismo que una pintura comparable producida en África a fines del mismo siglo. Y un cuadro cubista de Diego Rivera, un retrato propiamente, producido en Europa, nada tiene que ver con el refinado autorretrato de un pintor coreano, o con las pinturas indigenistas salidas del aula de academias de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima (entre las cuales obras de Julia Codesido y Elena Izcue, que colgarían cerca de haber llegado a tiempo para la apertura).2 Y, de hecho, Izcue habría estado mejor representada con uno de sus diseños textiles que con una obra de juventud; Codesido, con sus posteriores exploraciones vanguardistas en grabado y pintura. De todas formas, muchas de esas propuestas no pueden pensarse como algo alternativo a la producción de lo que llegaron a ser potentes cánones nacionales o, como en el caso de Rivera, incluso internacionales. Lo que habría podido configurar un diálogo tenso entre todos esos lenguajes, o entre la idea del tipo y del retrato, termina en un todo indeterminado, sin hitos cronológicos ni razón argumental, en que lo que se afirma finalmente es la esencialización de dos conceptos problemáticos: el modernismo estético y la idea misma de etnicidad que hoy se impone por todos lados en los discursos de la descolonización.
La sala dedicada a la abstracción, ubicada a unos pasos, alcanza mayor coherencia gracias a un campo cronológico un poco más delimitado. El texto curatorial sugiere que la selección recupera abstracciones disidentes de la “tradición europea, con su rígida grilla ortogonal de verticales y horizontales, su paleta de colores primarios, y sus pretensiones de pureza”, lo cual reduce el supuesto modelo a lo que no es sino una de sus formas canónicas. Las obras en la bienal, producidas también en el “sur global” a lo largo de la segunda mitad del siglo XX privilegiarían, por contraste, “formas más sinuosas y curvilíneas, colores vivos, en composiciones llamativas, a veces trabajando sobre soportes distintos del lienzo -desde hilos de lana y tejidos hasta bambúes”. En esta narrativa, incluso las propuestas geométricas “se resisten o cuestionan la noción del filo duro, ya que exploran la calidad de lo hecho a mano”. Pero todo eso está también en la abstracción de la posguerra europea, en la obra de artistas que tuvieron una intensa circulación internacional, desde Jean Dewasne y Pierre Soulages hasta Sheila Hicks y los pintores del grupo CoBrA, por citar solo algunos ejemplos que recuerdan la enorme diversidad de esa tradición abstracta que termina encasillada aquí en un modelo que solo existe como recurso retórico o invención historiográfica.
En la sede del Arsenal el núcleo histórico remarca un solo punto: busca recordar a los italianos que también han sido “extranjeros en todas partes”. En la rotonda se ubican cuadros de distintas épocas, estilos y lugares que solo tienen en común el haber sido creados por artistas emigrados que dejaron una Italia empobrecida a fines del siglo XIX e inicios del XX para buscar suerte por el mundo. Como propuesta es políticamente efectiva, al imponerse como respuesta a los discursos más reaccionarios del nacionalismo italiano frente a la migración. En lo que puede parecer un gesto acaso demasiado autorreferencial, las obras se montan sobre las bases de concreto y vidrio diseñadas por la arquitecta italiana Lina Bo Bardi en 1968 para el Museo de Arte de Sao Paulo, que son un hito clave en la historia de la museografía moderna. Pero el recurso nos devuelve al asunto central de la propuesta curatorial, porque esas bases modernistas fueron pensadas precisamente para exhibir pinturas. Y eso explica que salte extrañamente a la vista una imagen de Luis D. Gismondi, fotógrafo italiano radicado en el sur andino a inicios del siglo XX, que está representado por una única fotografía, también montada –algo incómodamente–, sobre uno de esos soportes entre preciosistas y brutalistas de concreto y vidrio. Es una de tres imágenes fotográficas –una de Paolo Gasparini y otra de Tina Modotti– que se incluyen en el núcleo histórico de la bienal, pero su pequeña dimensión cobra una presencia potente, que no se debe solo a las cualidades de la imagen (que las tiene), sino a su extraña presencia sobre ese muro de vidrio, flotando en medio de un mar de pinturas.
La fotografía abre una fisura que permite ver algo que la curaduría de la bienal naturaliza de un modo particularmente efectivo, su recurso a la pintura como medio que termina por representar el modernismo todo y sirve para validar el campo del arte. Porque en la bienal casi no hay espacio para tradiciones estéticas no occidentales o formas forjadas en la hibridez de las provincias más alejadas de los circuitos cosmopolitas. Y porque la idea de la pintura como medio dominante del modernismo construye a la vez una historia del arte figurada como historia de las bellas artes en tanto construcción de la cultura burguesa internacional. Lo que la bienal presenta es una particular versión del arte, una norma que con su avance global entre el siglo XIX y el siglo XX fue desplazando y excluyendo otras formas y tradiciones estéticas. Esa idea de la pintura como sinónimo de bellas artes es el filtro que sirve para validar la mirada al pasado pero que permea toda la curaduría de la bienal y tiñe incluso la lectura de la producción más contemporánea.
La sección de arte contemporáneo, que refleja la solvencia curatorial de Pedrosa, tiene puntos muy altos, entre los cuales un impactante y perturbador video de Elyla, artista nacide en Nicaragua, las pinturas tejidas de Claudia Alarcón y Silät, colectivo de tejedoras wichí del norte argentino, la instalación de Ana María Maiolino, o la del Mataaho Mamaori Women’s Collective, que mereció un reconocimiento del jurado. En una curaduría cuidada y coherente, la propuesta incluye la obra de artistas que emergen en la escena contemporánea como la Chola Poblete de Argentina o Violeta Quispe del Perú. El gesto de inclusión se exhibe en las cartelas, que indican cuando se trata de la primera vez que tal o cual artista es representada en la bienal, una frase que hace explícito el lugar desde donde se ejerce la validación. La política se concentra y contiene en el Archivo de la desobediencia, un espacio que recoge una selección de más de treinta registros en video de hitos del activismo a partir de la década de 1970. Pero el peso de la muestra recae en la pintura, y los efectos de ese énfasis se dejan sentir en decisiones curatoriales que enfatizan ciertos procesos mientras eluden otros. Es interesante la decisión de enfrentar la obra de abuelos, padres e hijos, como el trabajo del artista guatemalteco Andrés Curruchich, exhibida junta a la de su nieta Rosa Elena, del colombiano Abel Rodríguez, que se exhibe frente al de su hijo Aycoobo, o del peruano Santiago Yahuarcani –una de las figuras que domina la bienal– frente a la de su hijo Rember. Es interesante que Pedrosa construya narrativas que reflejan el proceso de inserción definitiva de artistas en los circuitos del arte contemporáneo, pero que no opte por mirar hacia atrás, a las generaciones anteriores de artistas activos en un espacio y en un momento donde la pintura existía sobre otros soportes o cumplía funciones que no eran las de ser colgadas sobre muros. Porque lo que queda es la narrativa de una inserción fluida y sin fricciones en un campo del arte cuyas premisas nunca se ponen en cuestión.
Lo que la bienal finalmente hace es validar la obra de los artistas más diversos a partir de un género puntual –la pintura– y de una idea –la del canon modernista europeo–, cuyas ficciones terminan por exaltar una idea del arte de la que resulta difícil tomar distancia. En su versión cosificada y deshistorizada, ese ideal retoma un concepto del arte que parecía ya definitivamente deconstruido. Regresa aquí con fuerza, como una verdad imposible de abordar críticamente, frente a la cual no hay distancia posible, convertida, paradójicamente, en la medida de consagración para artistas antes excluidos del campo artístico contemporáneo. Y lo que nos deja ese ideal finalmente formalista y desprovisto de criticidad es un marco esencialmente “occidental”, que solo permite pensar la descolonización como proceso de inclusión o, más precisamente, de absorción.
Portada: MAKHU, Huni Kuin Artists Movement. Mural sobre la fachada del edificio central en el “Giardini”, 2024. Fotografía: cortesía Bienal de Venecia.
Vistas del núcleo histórico de “Retratos”, sede del “Giardini”, Bienal de Venecia. Fotografías: Natalia Majluf.
Vista del núcleo histórico “Abstracciones”, sede del “Giardini”, Bienal de Venecia. Fotografia: Jacopo Salvi.
Vistas del núcleo histórico “Italianos por todas partes”, sede del “Arsenale” / Detalle de la fotografía de Luis D. Gismondi montada sobre panel diseñado por Lina Bo Bardi. Fotografía: Marco Zorzanello, cortesía Bienal de Venecia.
Notas
- “Statement by Adriano Pedrosa. Stranieri Ovunque – Foreigners Everywhere”, parte del dossier de prensa distribuido por la 60 Bienal de Venecia.
- Aunque en este caso la responsabilidad por la demora parece haber recaído sobre la administración de la Bienal, todavía no existen procedimientos diferenciados que simplifiquen la exportación temporal de obras del siglo XX, que terminan siendo tratadas igual que el patrimonio arqueológico o colonial, lo cual genera serios problemas para la circulación internacional de la obra de creadores del siglo XX.
02.05.2024