El bicentenario de la Independencia del Perú no tuvo el ánimo celebratorio que los promotores oficiales de la efeméride deseaban: se encargaron de arruinar los fastos patrióticos tanto la pandemia, con su enorme cortejo de muertes, como la crisis política, que hizo de la presidencia de la república un empleo precario. En contraste con ese deslucido y sombrío panorama, no ha faltado una rica reflexión sobre el pasado peruano y las luces (o sombras) que éste arroja sobre el presente. Prueba de ello es La nación radical, el último libro del historiador José Luis Rénique. A la elucidación de una importante vertiente ideológica y política de la historia republicana se consagra, con rigor polémico y notable pertinencia, este volumen. Diecisiete capítulos divididos en seis secciones forman lo que, en el plan original del autor, debía ser “una selección de trabajos previamente publicados” (18). En el proceso de su escritura, La nación radical incorporó textos inéditos y se convirtió en un libro orgánico sobre una “tradición intelectual” (17) cuyo deseo –formulado de maneras distintas a lo largo de más de un siglo— ha sido la realización en el Perú de “una revolución de base indígena que, sin renunciar a los avances del mundo moderno, recobre los fundamentos de su glorioso pasado” (17).
La nación radical es, en la concepción de Rénique, la franja contestataria de la intelligentsia peruana: una comunidad o linaje de rebeldes opuestos al centralismo, el racismo anti-indígena y la explotación secular del campesinado. Esta corriente nace en el último tercio del siglo XIX, sobre todo con la crítica ácida y la vocación profética de Manuel González Prada, y pasa a lo largo de las décadas por cauces diversos. Entre ellos se cuentan el indigenismo, el socialismo marxista, el APRA auroral y los grupos lanzados a la lucha armada tanto en la década de 1960 como, mucho más explosivamente, en los años 80 durante la guerra declarada por Sendero Luminoso y el MRTA contra el estado peruano.
Fue González Prada quien, en el “Discurso del Politeama”, afirmó que el “verdadero Perú” no estaba en tierras costeñas ni le pertenecía a la población criolla. El auténtico centro de gravedad del país no se hallaba realmente en Lima, donde Andrés Avelino Cáceres y sus ministros oyeron la incendiaria pieza del orador, sino en las alturas serranas. Así, la esperanza de refundar el país en otros términos subyace al enjuiciamiento del orden establecido. El contraste Sierra-Costa formula geográficamente una dicotomía que es, al mismo tiempo, moral y política. Por un lado, está la mayoría oprimida, cuyo rostro es el del campesino andino; por el otro, una minoría opresora que desde Lima mira hacia el extranjero y le da la espalda al país real. Bajo esta perspectiva, el anticentralismo de la “nación radical” no lleva a una propuesta federalista ni se limita a la mera reivindicación de las regiones postergadas. Se sostiene, más bien, en la afirmación de que el eje legítimo del Perú está en los pétreos Andes y no en el arenoso litoral del país. Otro rasgo importante de este discurso es la impugnación de unas clases dominantes vistas como, en esencia, antinacionales y racistas.
Para los ciudadanos de la ‘nación radical’, el largo presente que se abre con la Conquista y se prolonga en la república criolla no sería solo injusto, sino falso y superficial. Cancelarlo de una vez y para siempre sería la tarea heroica de esos inconformes. Revolución significa cambio y vuelta: ambos significados coexisten en el impulso ético, emocional y político que –en la versión del indigenismo radical—podría “transformar centurias de resentimiento acumulado en poderosa acción colectiva” (490). La fuerza motriz de la gran transformación vendría de ese “verdadero Perú”, capaz de generar una “refundación del país cuyo sentido–cósmico, telúrico, escatológico—había que buscarlo en la larga duración andina” (490).
Ideas y emociones: La visión radical
Fenómeno de la sensibilidad y el pensamiento, la “tradición radical” se centra en un argumento que es, al mismo tiempo, una tesis y una trama. El Incario, la Conquista, la Independencia, la Guerra con Chile y la Refundación futura son, en la visión de los radicales peruanos, episodios de un drama cuyo desenlace será una apoteosis popular y nacional: el reencuentro del Perú consigo mismo en aquel sujeto–el Hombre Andino—que mejor representa al país. Aquel que sufrió el despojo de la Conquista será quien sane el cuerpo social. Como en la promesa bíblica, los últimos serán los primeros. En definitiva, un aliento épico y mesiánico aviva el argumento básico —en este caso, el ‘mito’, en el sentido de relato movilizador— de la nación radical. No lo dice de esta manera Rénique, pero es lo que se infiere de la precisa exposición que despliega a lo largo de capítulos dedicados a figuras o movimientos de la política y la cultura peruanas: el ya mencionado Gonzáles Prada, Juan Bustamante, Enrique López Albújar, Ciro Alegría, José Carlos Mariátegui, el APRA y la guerrilla del MIR, el PCP-SL y Alberto Flores Galindo. Una mujer —Maruja Martínez— aparece en la sección final, enfocada en las historias de vida contadas por militantes, pero sería absurdo pedir una paridad de género: entre otras cosas, la nación radical es principalmente masculina (y, en casos como el de Luis E. Valcárcel y otros indigenistas, orgullosamente patriarcal).
En la nómina del párrafo anterior no está incluido José María Arguedas. Rénique no omite a Arguedas, pero la obra literaria y antropológica de este —que, sin duda, refuerza y afirma mucho de lo que se lee en La nación radical— recibe relativamente poca atención en el libro. Como sucede también en Buscando un Inca, de Flores Galindo, Arguedas es una presencia a la vez ubicua y esquiva: no es mucho lo que sobre él y sus escritos se dice, pero al mismo tiempo se percibe que los autores saben que la “nación radical” y la “utopía andina” perderían mucho sin la obra y sin la vida del novelista de Los ríos profundos. La muerte temprana de Tito Flores dejó trunco su proyecto de escribir una biografía de quien, en su trayecto vital y su escritura, encarnó como nadie en el Perú aquello que se nombra en las nociones de “utopía andina” y “nación radical”. Rénique lee con sagacidad Cuentos andinos, de López Albújar, y El mundo es ancho y ajeno, de Alegría. Por eso mismo, se deja extrañar más la lectura crítica de Yawar Fiesta y Todas las sangres, las dos novelas de Arguedas en las que los temas mismos de La nación radical ocupan un lugar de privilegio.
Un diálogo entre libros
La nación radical puede leerse como el vértice de una trilogía que nace con dos libros publicados en el 2015: Imaginar la nación. Viajes en busca del “verdadero Perú” (1881-1932) e Incendiar la pradera. Un ensayo sobre la revolución. De hecho, el capítulo sobre Enrique López Albújar fue parte de Imaginar la nación. En Incendiar la pradera apareció el capítulo sobre Luis de la Puente Uceda y el MIR. Esas intersecciones no son la única razón por la cual los tres libros forman un conjunto coherente. Los une también su carácter ensayístico, su modo de hacer historia intelectual y el claro propósito de trazar la genealogía de la “nación radical”. Las diferencias entre ellos son, sobre todo, de encuadre y énfasis. Imaginar la nación examina el tropo del viaje–literal o simbólico—a la Sierra: Manuel Gonzáles Prada, Clorinda Matto, José de la Riva Agüero, Ventura García Calderón, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis E. Valcárcel son los protagonistas letrados de travesías cuyo destino final es la comprensión del Perú como entidad social e histórica. Obviamente, no todos esos viajeros eran izquierdistas que ansiaban una revolución. En contraste, Incendiar la pradera está íntegramente dedicado a trazar los recorridos y las encrucijadas de la izquierda peruana, en particular aquella que se decidió a empuñar el fusil, ya sea en las guerrillas del MIR en los 60 o con Sendero Luminoso y el MRTA en las décadas de 1980 y 1990. La nación radical absorbe, perfila y potencia los dos libros previos: el tropo del viaje a la Sierra y la anatomía del izquierdismo en el Perú convergen en este volumen sobre la comunidad intergeneracional de los inconformes con el estatus quo.
Aparte de los ya mencionados, La nación radical acoge textos que vieron primero la luz en La batalla por Puno y La voluntad encarcelada. El primer libro tiene como marco la historia regional y el segundo se ocupa del uso de las cárceles como escenarios políticos por parte del PCP-SL. Situados al interior de La nación radical, esos capítulos cobran una resonancia distinta. Así, por ejemplo, un liberal anti-racista y pro-indígena como el puneño Juan Bustamante, salvajemente asesinado por terratenientes en 1868, se convierte en ejemplo temprano de una tradición alternativa. En otra orilla, más próxima al presente, Luis de la Puente Uceda, el comandante del MIR, imaginaba en 1965 que la lucha armada partiría “de las acciones guerrilleras en ‘corto plazo’ y se convertiría en una ‘revolución agraria, serrana, campesina’” (282).
Sueños y pesadillas de la historia
Las guerrillas del 65 fueron fallidas y efímeras, pero la “nueva izquierda” que encontraría su expresión más clara en Vanguardia Revolucionaria compartió con ellas la certeza de que desde la cordillera bajaría a la Costa el gran aluvión revolucionario. Además, los jóvenes radicales de la llamada “Generación del 68” se reconocieron en la visión y la esperanza de quienes, en la década de 1920, habían impugnado el orden oligárquico: “Medio siglo después del ‘amautismo’ de Mariátegui, a un ‘neo-campesinismo vanguardista’ daría lugar aquel encuentro de la ‘ciudad letrada’ radical y el campesinado andino del país” (294). En el caso de la “nueva izquierda”, las formas del encuentro serían la producción intelectual y la organización gremial o partidaria: un ejemplo mayor de la primera es la noción de “utopía andina” y, en particular, Buscando un Inca, el muy influyente y polémico libro de Alberto Flores Galindo; la segunda se cifra en la actividad militante que, entre muchos otros casos, se manifestó en las tomas de tierras en Andahuaylas, el año 74, y en el crecimiento de la Confederación Campesina del Perú.
Otros actores que se identificaban también como seguidores de José Carlos Mariátegui, los miembros del PCP-SL, intervendrían abruptamente en la realidad peruana, desatando esa “tragedia senderista” que en el arco de La nación radical es el paradójico y fatal desenlace de la “utopía indigenista”. Aunque Rénique no ve una relación meramente lineal y causal entre la visión reivindicativa del indigenismo y el maoísmo que desde los claustros huamanguinos inició su letal “guerra popular” a inicios de los 80, establece una filiación que entiende a Sendero Luminoso no como una aberración ideológica o un accidente histórico. Esa operación crítica es indispensable, en particular cuando la reflexión sobre el sentido de Sendero Luminoso en la historia de los movimientos sociales y políticos peruanos se ve inhibida por el temor a la intimidación de quienes “terruquean” —ese neologismo ya arraigado en el discurso político peruano— a todo crítico de la democracia iliberal y el orden consagrado en la constitución fujimorista de 1993. Interesantes como son, los dos capítulos sobre Sendero en las cárceles de Canto Grande y Yanamayo tienen la limitación de ser, sobre todo, crónicas de las visitas del autor en 1990 y a principios del siglo XXI a los centros de reclusión en los que los terroristas purgaban condenas. La procedencia andina de la mayoría de los militantes senderistas y el epicentro serrano de la insurgencia son datos innegables, pero cabe preguntarse sobre los modos en que Sendero Luminoso afirma o contradice la premisa misma de la “nación radical”: ¿fue la estrategia senderista de la guerra del campo a la ciudad un avatar de esa “revolución de base indígena” que anima, según el argumento de Rénique, a la tradición contestataria peruana? Es conocido el desdén que Guzmán y sus seguidores tenían por las prácticas simbólicas andinas y el culto inflexible al marxismo como “ciencia” que caracterizaba la prédica partidaria. Y, sin embargo, un sello cultural andino (y, más específicamente, ayacuchano) marca ambiguamente a la organización que más cerca estuvo de hacer colapsar a la república criolla.
Nación radical y utopía andina
La reseña de Buscando un Inca que José Luis Rénique escribió en 1988 se incluye, sin cambios, en La nación radical. Rénique dice que el ensayo histórico de Flores Galindo “responde al intento de hacer la biografía de una idea, pero, sobre todo, ‘de las pasiones y las prácticas que la han acompañado’” (385). Al interior de la cita de Rénique hay una cita de Flores Galindo. Ese detalle es sugerente. Como lector de Buscando un Inca y de La nación radical, encuentro que ambos libros son, en efecto, tanto “biografías de ideas” como de los modos en que ciertas nociones o visiones del Perú han sido sentidas, vividas y actuadas en los planos de las mentalidades y la vida política. Una precisión es necesaria: “la vuelta del Inca” y el “viaje al verdadero Perú”, los dos tropos que animan la utopía andina y la nación radical, no pueden entenderse como categorías analíticas, sino como imágenes o representaciones: calificarlas de ficciones no implica decir que son falsas. Se trata más bien de relatos orientadores o, mejor aún, de ‘mitos’, en el sentido positivo que el término tiene en Mariátegui: su función es visualizar una relación con el pasado y una proyección hacia el futuro.
La impronta del marxismo y la adhesión al socialismo han distinguido a buena parte de los intelectuales–Flores Galindo y José Luis Rénique, entre ellos–que se han identificado con las tradiciones de la utopía andina y de la nación radical o han reflexionado sobre ellas. Durante buena parte del siglo XX, el marxismo y el socialismo apuntalaban como columnas de modernidad a los componentes de la utopía andina y la nación radical. Ya no es así. Los grandes relatos de emancipación entraron en crisis antes de la caída del Muro de Berlín en 1989 y ya en los años 80 del siglo pasado eran cada vez menos quienes en el medio cultural peruano se reconocían como marxistas. Significativamente, al ocaso de las posiciones de la izquierda revolucionaria en el campo intelectual y en la multitud popular no le siguió la extinción de la utopía andina ni de la nación radical. Ambas se han reciclado de un modo imprevisto en el siglo XXI, particularmente al calor de movilizaciones y protestas contra los regímenes neoliberales en las provincias andinas. El triunfo de Pedro Castillo en las elecciones presidenciales del 2021 y las masivas luchas regionales contra el gobierno represivo de Dina Boluarte demuestran que el país sigue dividido, en gran medida, por la vieja escisión entre Lima y los Andes, que muchos creían superada por la migración serrana a las urbes costeñas y la mayor interconexión entre los mercados. El espíritu (o el espectro) de la utopía andina y el ímpetu de la nación radical se manifiestan en un nuevo avatar cuyo contenido ideológico es populista, nacionalista y anticentralista. Los portavoces del descontento pueden pasar a la caducidad o al olvido con rapidez, pero la idealización orgullosa del pasado incaico y el rechazo a las elites limeñas han probado su persistencia. Provocador y estimulante, La nación radical es un libro de historia que no huye de la actualidad peruana y encuentra en ella sus preguntas. Los ensayos que lo forman y le dan coherencia parten de una convicción firme sobre el trabajo histórico: sólo es permanente el cambio, pero no hay cambio sin continuidad. En la confluencia de esas dos certidumbres, la obra más reciente de José Luis Rénique se revela como un aporte indispensable al debate sobre la política, la sociedad y la cultura del Perú.
Créditos de la imagen central: Alejandro González Trujillo (Apu-Rimak). Portada de la revista APRA, Lima, año XIV, época III, n. 1 (15 de enero de 1946). Biblioteca Nacional del Perú. Fotografía de Natalia Majluf.
José Luis Rénique, La nación radical. De la utopía indigenista a la tragedia senderista. Lima: La Siniestra Ensayos, 2022.
23.09.2023