Canción sin nombre

Ivonne Sheen Viola Varotto

“Canción sin nombre” narra la historia de una mujer a quien le roban una hija recién nacida y que, en consecuencia, emprende una búsqueda para obtener justicia. El film está ambientado en la ciudad de Lima, Perú, en el año 1988. Además de la mujer, Georgina, está presente un periodista, Pedro, a quien la misma Georgina ha acudido para buscar a su hija. Aparecen también personajes secundarios como Leo, la pareja de la joven protagonista, Isa, un hombre cubano actor de teatro, Marta, una secretaria que trabaja para el periodista, además de extras que tienen la función de enmarcar el film en un contexto social, de clase y político. La historia está inspirada en hechos reales que la directora, Melina León, recupera de las narraciones de su padre, el periodista Ismael León Arias.

El film se inicia con imágenes de archivo extraídas de diarios peruanos de la época que, a modo de prólogo, funcionan de umbral a través del cual se tiene que pasar para ingresar a la narrativa de la película. La directora elige como imagen inaugural la hoz y el martillo, símbolo de las agrupaciones obreras y movimientos de trabajadores, inconfundiblemente asociada al comunismo en todo el mundo. En el Perú, desde hace varias décadas, este símbolo es sinónimo de terrorismo, debido a los acontecimientos históricos concatenados que desde la reforma agraria (1969)1 llegaron hasta el estallido del conflicto armado interno (1980-2000), además como reflejo del macartismo norteamericano, siendo el país una colonia económico-cultural de los Estados Unidos; estas ideas se institucionalizaron en el Perú en la década del mandato de Alberto Fujimori (1990 – 2000). La imagen que abre el film es entonces todo menos inocente.

A pesar del incipit, que a manera de manifiesto estaría anticipando una historia basada en la concatenación de acontecimientos históricos-partidarios o un film político, “Canción sin nombre es el retrato estereotipado de una joven mujer no limeña. Es importante señalar su procedencia geográfica porque en la Lima de 1992, así mismo como en la Lima de 2021, el lugar de origen es una información geopolítica más que solo puramente cartográfica; y eso es clarísimo ya en la primera escena del film: Georgina y su pareja Leo celebran junto a sus familias un ritual de iniciación o bautismo simbólico del danzante Leo y su futura vida juntos, haciendo uso de una serie de elementos como las hojas de coca, las prendas de danzante de tijeras, flores y aguardiente con el cual ‘tinkan’ a la tierra como ofrenda y agradecimiento a la vez.2 La inauguración del nuevo hogar funciona sobre todo a manera de anunciación de la llegada muy próxima de una hija en la vida de la joven pareja; su cotidianidad es descrita como parte de un contexto de escasez económica -una cabaña en un arenal como vivienda, la venta ambulatoria como ocupación- y en el cual queda un espacio para cierta sensualidad y alegría de Georgina antes de dar a luz, como cuando invita a bailar el tímido novio danzante o cuando sonríe bellamente en el mercado a un vecino vendedor. 

Sin embargo, la expectativa de la llegada de la niña se resuelve con la desaparición de la recién nacida pasados los primeros veinte minutos del inicio de la película. Es a partir de este acontecimiento que Georgina se hunde en la desesperación y tristeza, sentimiento ciertamente verosímil en una persona ante el robo de una hija, pero que deja de ser plausible cuando la (que creemos ser la) protagonista nunca sale  de ese estado de ánimo (la última escena del film es, irónicamente una toma en primer plano en el rostro de la mujer con los ojos cerrados, fácilmente interpretable como alusión a la imposibilidad de ver), nunca tendrá otra reacción que no sea la de acudir al personaje masculino, de clase media y profesional personificado por el periodista Pedro. Leo, pareja de Georgina y padre de su hija, solo sirve para reforzar una imagen altamente estereotipada y clasista de un hombre poco civilizado que a duras penas verbaliza (lo que el actor emite son balbuceos ininteligibles). Entonces, mientras a Leo se le pinta como inepto e irresponsable en la tarea de apoyar a su novia en la búsqueda de la hija de ambos (la directora vuelve eso todavía más extremo cuando lo hace viajar improvisadamente, sin que ese viaje encuentre un sustento lógico a lo largo del film), al mismo tiempo el periodista Pedro, sublime y cinematográfico en su continuo fumar pensativo, es develado en adelante como el verdadero -aunque no declarado- protagonista del film. Él es el héroe clasemediero de la historia, personificación de lo políticamente correcto en temas LGTBIQ+, sin que jamás deje de cumplir con la elegancia y el honor de un hombre limeño letrado, blanco y comprometido. 

El concepto de “fuera de campo” se puede plantear como una incitación a las y los espectadores para que puedan completar la narración que se presenta visible y sonora en las películas. Es aquello que se entiende que está sucediendo pero que no se puede ver ni oír; tal vez sus consecuencias aparecerán luego. Este recurso narrativo apela a la imaginación y afianza la relación espectador-película; así se crea un pacto en el que la experiencia cinematográfica no solo se mueve en una dirección. Sin embargo, también podemos entender el “fuera de campo” como aquello que no se toma en cuenta al momento de construir una historia, las ausencias y omisiones que se pueden intuir pero que, con su falta de visibilidad y sonoridad, restan el lugar de enunciación a personajes y situaciones a los que se les habría podido conferir  una capacidad de agencia mucho más presente y concreta. En “Canción sin nombre”, se observa la segunda acepción del “fuera de campo”. La película se presenta como la lucha de una mujer indígena por recuperar a su hija robada al momento de su nacimiento. Pero la narrativa se acerca sobre todo al personaje Pedro, el periodista que colabora con la víctima, dejando en “fuera de campo” a Georgina. La construcción de los personajes funciona entonces como una fetichización del “otro” y, en este caso, a través de la representación del migrante como carente de agencia; se reafirma un estereotipo basado en el poder colonial en el que unos dominan a otros y unos tienen mejores condiciones de vida que otros.

La película acierta en su representación de la institucionalidad como una burocracia deshumanizada, fortalecida por el racismo. Sin embargo, el espacio de la película deja en “fuera de campo” los esfuerzos efectivos de Georgina por encontrar justicia más allá de la institución. Ella pide ayuda de manera desesperada e impulsiva a un periódico. Sin embargo, hay acciones que la protagonista lleva a cabo que no se logran desarrollar y que hubiesen contribuido a la construcción de un personaje con mayor determinación, perteneciente a un sector de la sociedad peruana en el que la organización colectiva se convierte en una posibilidad importante de cambio. La aparición del Comedor Popular “Club de Madres” gestionado por un grupo de mujeres es brevísima. Incluso se interrumpe el diálogo que se entabla entre las mujeres, mientras que a posteriori se infiere que es a partir de este acercamiento que Georgina logra conocer la historia de una joven mujer en su misma situación, un hallazgo que Pedro no había logrado conocer por sus propios medios. Existen algunos ejemplos en la cinematografía peruana en donde esta forma concretamente política de agrupación entre mujeres se plantea con solidez y suficiente complejidad, como Antuca de María Barea o Rosa de Dalmer Quintana. En Antuca la protagonista, gracias a los vínculos que encuentra en un sindicato de trabajadoras del hogar, decide abandonar su pueblo de origen para establecerse definitivamente en Lima, mientras que, en Rosa, es gracias a la complicidad de la protagonista con la tía que la ha criado que Rosa logra huir de un entorno de violencia extrema en su propio hogar.

En la intimidad de los personajes migrantes se escuchan pocos diálogos, muchos casi susurrados o en forma de llantos de desesperación, dos extremos que no encuentran un intermedio que nos acerque a su cotidianidad o a sus mundos interiores. Esta se tiñe, por el contrario, de continuas y excesivas fiestas: en poco más de una hora y media de película hay tres celebraciones con cantos, bailes y vestimentas típicas de la zona central del Perú. Esta acumulación de eventos  transmite la idea deformante de que la vida de estas personas es un festejo perenne. Tal vez las actividades colectivas podrían entenderse mejor si es que alcanzáramos un conocimiento más profundo del sentido que tienen para sus propias vidas, aunque no hay espacio para ello en la película, a diferencia de la vida del periodista Pedro, cuyos detalles cotidianos y pausados sí llegamos a conocer, así como su compromiso con el trabajo y la sociedad, su deseo sexual y el silencio de las mujeres que lo acompañan y sirven en el ámbito doméstico. El ejercicio de asumir y dejar en “fuera de campo” la relación que los personajes tienen con el lugar que ocupan en la sociedad y sus actividades diarias, además del trabajo precario -como otra representación simplificada de lo que significa ser migrante-, las y los reduce y objetiviza como dispositivos narrativos que reflejan ideologías dominantes en las que, una vez más, se les reduce al lugar de víctima constante. Esta atribución a dispositivos narrativos de sufrimiento e injusticia, pero nunca de cambio o resistencia, fortalecen estereotipos: las experiencias de las y los habitantes de los diversos poblados que crecieron por la migración hacia Lima redundan en la danza de tijeras o, más cínicamente, en la atribución de filiación de los jóvenes de los barrios periféricos con prácticas subversivas y violentas, como cuando Leo y su mejor amigo entran en las filas de un grupo de propaganda armada que alude a los grupos subversivos del inicio de la película.

Una de las particularidades estéticas del film es la decisión de Melina León, seguramente en diálogo con el director de fotografía, Inti Briones, de rodar en blanco y negro. La decisión sólo parece servir para enmarcar el film en una época pasada. Sin embargo, no se trata solo de una desaturación de colores, sino que el blanco y negro sirve como elemento dramático y poético a la vez; se trata de encuadres de aspecto “ensueñecido”, reducidos en 4:3, y melodías que, a partir de decisiones tomadas en el diseño sonoro, restan sonoridad a los diálogos. Podemos afirmar que la estética también tiene un valor geopolítico que remite al gusto y la representación por lo dramático o trágico, aquello que Ospina y Mayolo llamaban en 1977 “vía peligrosa de la miseria como espectáculo”, proponiendo Agarrando Pueblo como “antídoto o baño maiacovskiano para abrirle los ojos a la gente”. Con una mirada presente y desencantada podemos también afirmar que la función del cine no es la de “abrir los ojos” como si fuera una práctica adoctrinadora que se justifica cuando el cine cumple con sus fines propagandísticos (finalmente desenmascarados por perspectivas feministas y despatriarcalizantes contemporáneas y latinoamericanas). 

Nadie debería pretender “abrirle los ojos” a nadie, pero lo cierto es que el mercado es en el Perú la doctrina dominante de estas últimas tres décadas. Y hemos venido aprendiendo que su maleabilidad no tiene límites y los códigos para descifrarlo viajan también por el mundo del cine de autor, atraviesan los océanos, pasan por los festivales más independientes y a contracorriente, y llegan a una producción peruana. Sin interés por arrinconar el film, tachándolo simplonamente de film-format para Netflix o para Cannes (aunque lo es), porque si en algún momento hemos “abierto los ojos” es justamente primero para ratificar la importancia de tener un diálogo vivo y constante con el resto del mundo que pasa también (aunque no solo) por las alfombras rojas de los festivales o los diversos concursos de cine prestigiosos como los Oscars, el Festival de Cannes, el Festival Internacional de Cine de Venecia, o el Oso de Berlín; y segundo, para enfatizar la idea de que lo alterno (indie, contra, anti, post, punk, cuir, trans, etc.), aunque se ofrezca como una reacción ante el sistema capitalista, a menudo no se emancipa de este.

En una entrevista Melina León comentó lo crítico de que en un país mayoritariamente indígena, las y los protagonistas de las películas siempre hayan sido blancas y blancos. Cabe resaltar que la superación de lo colonial no solo se reduce a la tez de las protagonistas de las historias, pues el riesgo es simplemente el de caer en la “cuota” de género, racial, social. Adicionalmente, el uso del lenguaje audiovisual que evoca un postmodernismo cinematográfico aprendido, el de las diversas “croisette”, replica esteticismos interesados.3 Entonces, ¿para quiénes se hizo esta película?

El filme tiene -y cumple de manera loable- con sus pretensiones autorales cinematográficas y es un logrado producto de exportación. Cómo no reconocernos como país, el Perú, que no solo se fundó al declararse la independencia del antiguo virreinato hace 200 años, sino que se refundó al inaugurarse, hace poco más de tres décadas, el neoliberalismo más desenfrenado. Valoramos la producción de filmes como “Canción sin nombre” pero con un sentido crítico despierto, que no es ni aspiracional en un sentido nacionalista – “el orgullo del cine peruano en Cannes o en NetFlix” – ni fanático en un sentido indianista – “la canción que no tiene nombre es una canción en quechua”. Pero sí recibimos el filme como un ejercicio más para mirarnos. 


Ficha Técnica

Dirección: Melina León; Guión: Melina León, Michael J. White; Fotografía: Inti Briones; Reparto: Pamela Mendoza, Tommy Párraga, Lucio Rojas, Ruth Armas, Maykol Hernández, Bruno Odar; Productora: Co-producción Perú-Suiza-Estados Unidos, Bord Cadre Films, La Vida Misma Films, MGC, Torch Films.


Notas

  1. Para una mayor comprensión del contexto político propedéutico al conflicto armado interno, se sugiere el visionado del film Agripino (1971) de Jan Lindqvist.
  2. “El mes de agosto es concebido por los campesinos como un período de crisis, en el que apenas se percibe el aliento de la fuerza vital. Es la temporada peligrosa y depresiva que anualmente deben soportar los seres vivientes. Los agricultores expresan esta condición crítica y la tensión que se percibe en el ambiente diciendo que la Pachamama está enferma. Para que se recupere es necesario apoyarla ritualmente, hay que «tinkar» a la tierra, es decir esparcir ceremonialmente chicha o «trago» (aguardiente). O prepararle ofrendas de flores, hojas de coca, grasa de llama, etc., que se darán por recibidas cuando se quemen o se entierren en lugares determinados. A Pachamama, entonces, le habrá llegado «su comida» y recuperará sus fuerzas”. Rosa Aurora Peñalva, «Significado de los ritos del mes de agosto». Tesis de licenciatura en Antropología. Cuzco: Universidad Nacional De San Antonio de Abad, 2017, pp.14-15.
  3. La Promenade de la Croisette es un boulevard muy conocido en la ciudad de Cannes (Francia), sede de uno de los festivales de cine más reconocidos en el mundo. La expresión “la croisette” es usada coloquialmente para indicar lo que correspondería a la idea de “alfombra roja”. En la ciudad de Cannes, en la época del festival, es muy común que la Promenade de la Croisette sea meta de paseo de las y los artistas, directoras y directores, actrices y actores, bajo el foco de atención de los paparazzi.

28.03.2021


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