Tupa Amaro y el Bicentenario

José Carlos de la Puente

La negación de la llamada “Gran Rebelión” y el silenciamiento de sus principales protagonistas y objetivos no necesitaron siquiera que la guerra llegase a su fin. La tergiversación de las causas y demandas del alzamiento empezó mientras se desarrollaban los vertiginosos acontecimientos que inauguraron la dramática década de 1780 en ese rincón del imperio español llamado el Alto Perú. Como lo demostrara también Sinclair Thomson, este soslayo de lo ocurrido durante el gran alzamiento se extendió con pocas excepciones por doscientos años, hasta las últimas décadas del siglo XX, cuando la heroica figura de Tupa Amaro se entronizó en el imaginario nacional. Aunque otros han escrito y escribirán más largo y tendido sobre el asunto, doble parece haber sido el legado de la apoteosis que del líder rebelde hiciera el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada en ese entonces. Por un lado, la insurrección andina, al menos en sus rasgos más generales, se volvió piedra angular del discurso y la iconografía nacionalista y reformista promovidos desde el Estado y la sociedad. Por otro, ese discurso se sostendría en altas dosis de imaginación y en la idealización del personaje y de su tiempo, hasta convertirlos más en instrumento de propaganda y movilización que en vehículo para el conocimiento de un periodo tan complejo y convulsionado. El propio José Gabriel Tupa Amaro no se hubiese reconocido en esa idealización.

No menos ideológica e igual de dañina es la continua pauperización de la Gran Rebelión y de sus múltiples y contradictorios significados en el marco de la celebración del Bicentenario de la Independencia. Las comisiones del Congreso y de la Presidencia del Consejo de Ministros no han logrado romper con la tendencia inaugurada hace cuatro décadas, acentuando más bien el desplazamiento de José Gabriel Tupa Amaro desde el mundo imperfecto y caótico de la historia hacia el terreno en apariencia menos problemático del mito y de la fantasía, pero privándolo también de toda relevancia para la comprensión del presente que vivimos y del pasado de donde venimos. El del Bicentenario es un Tupa Amaro domesticado e inofensivo, a pesar de que el personaje de carne y hueso fue una de las caras visibles de una constelación de alzamientos que se llevó la vida de unas cien mil personas.  Es más, reducidos a su rol como “líderes indígenas que influyeron en la gesta emancipadora”, Tupa Amaro y su esposa Micaela Bastidas emergen desde estas celebraciones en su mayoría vacuas como seres unidimensionales, obsesionados con liberarnos de España, aunque no quede claro ni por qué ni en qué medida. Sus motivaciones se asumen obvias. Las de sus adherentes y detractores, también. Sus retratos, inventados en el siglo pasado, arrastran una pesada y contradictoria carga: la de sintetizar un sinfín de levantamientos con poca o nula coordinación entre sí, con intereses y objetivos a menudo encontrados e irreconciliables, liderados en su mayoría por comuneros enfrentados a sus caciques y ocurridos a lo largo de seis décadas en un vastísimo territorio que es hoy parte fundamental de Perú y Bolivia (aunque su ecos y ramificaciones se sintieron en partes tan lejanas como Haití).

Este empobrecimiento del discurso público sólo es posible si se vacía a estos personajes de todo contenido real para, tufillo aristocratizante mediante, convertirlos en arquetipo de virtudes cívicas y morales que se asumen atemporales. A pesar de la coyuntura tan propicia para renovar el viejo paradigma, nada nuevo se ha producido desde el Gobierno que nos permita comprender mejor a la pareja y su convulsionado tiempo. En términos historiográficos, la administración actual se quedó en 1980. Como máximo aporte, se ha reeditado una serie de documentos recopilados hace casi cincuenta años, un lapso incluso mayor que el que media entre el nacimiento de José Gabriel en Surimana y su brutal ejecución en la plaza de Cuzco en 1781. Aún más grave, la unidimensionalidad de Bastidas y Tupa Amaro se viene repitiendo como un mantra en homenajes y conmemoraciones que propugnan fomentar la “identidad nacional” y la “memoria histórica”, aunque sólo contribuyen a la deshumanización de sus actores, su alienación de la historia y su reducción al absurdo. En un exceso de frivolidad, la página oficial Bicentenario Perú 2021 propone celebrar en el Día del Amor a “Túpac y Micaela”, una pareja “que se apoyó en los momentos más difíciles y que luchó unida hasta la muerte”.

No puedo en esta nota ofrecer un antídoto lo suficientemente fuerte como para contrarrestar el letargo intelectual producto de esta dosis certera de amnesia colectiva. Sólo puedo relatar tres episodios que quizá contribuyan a despertar un diálogo pendiente que les devuelva a personajes tan importantes algo de su humanidad, con sus aciertos y desaciertos pero, sobre todo, con sus extraordinarias tensiones y contradicciones. Sólo entre ellas florece la interpretación histórica.

El primero es en realidad una cadena de sucesos y acciones judiciales ocurridos antes y después de la Gran Rebelión. En su investigación sobre las comunidades rurales de Canas y Canchis y Quispicanchis—el epicentro de la fase “cuzqueña” del alzamiento—Ward Stavig demuestra que los conflictos por tierras recrudecieron en las décadas anteriores a la rebelión, en gran parte motivados por el crecimiento de la población, el despojo sistemático y las pesadas cargas fiscales. El pago del tributo y otras imposiciones dependían del codiciado acceso a la tierra. Combinadas con el reparto de mercaderías y el trabajo forzado, configuraron una situación de crisis de la que José Gabriel Tupa Amaro se haría eco durante la insurrección. En pocas palabras, a muchos campesinos se les hizo imposible afrontar sus obligaciones por carecer de tierras suficientes o por haberlas perdido, situación que terminó empujándolos hacia la violencia como única alternativa. Ahora bien, para las familias de la comunidad de San Juan Camayna, así como para muchas otras, la situación se había vuelto insostenible mucho antes de que estallara la insurrección, aunque no necesariamente a causa de los españoles. En 1705, y a pesar de la ofensiva legal de Bartolomé Tupa Amaro (tío abuelo de José Gabriel), los habitantes de Camayna lograron retener los campos que habían venido usando por mucho tiempo. Sin embargo, la viuda de Bartolomé los despojaría de las tierras poco tiempo después, con el apoyo del cura y del corregidor de Canas y Canchis. Los caciques Tupa Amaro gozaban de un acceso privilegiado a los poderes locales (de los que en realidad eran parte). Al menos seis familias tuvieron que abandonar el pueblo por no tener cómo sustentarse. José Noguera y Marcos Tupa Amaro—tíos del líder rebelde—y en la siguiente generación el propio José Gabriel, quien criticaría acremente a corregidores y curas por estos y otros abusos, se beneficiarían de estas tierras hasta el estallido de la rebelión. En 1787, y con la familia del cacique prácticamente aniquilada, los comuneros de Camayna regresaron del forzado exilio y lograron recuperarlas. Los Tupa Amaro no comerían más de su pobreza.

Micaela Bastidas criticó estas mismas exacciones de los corregidores en su esquiva confesión, ofrecida bajo durísimas circunstancias ante el juez Mata Linares entre abril y mayo de 1781. Durante el interrogatorio, ella intentó justificar sus acciones durante la Gran Rebelión, confesando que seguía las órdenes de José Gabriel porque “su marido la trataba siempre con rigor”. ¿Cómo entender sus declaraciones? Puede parecer que, en un momento así de álgido, Bastidas se jugaba todas sus cartas y que, con estas declaraciones, buscaba mitigar la pena y evitar la terrible sentencia de muerte que le esperaba por el delito de lesa majestad. Una vez más, el trabajo de Stavig (lamentablemente sin traducción al castellano) aporta el contexto histórico y nos ayuda a pensar estos datos. De acuerdo con Stavig, la violencia doméstica en Canas y Canchis y Quispicanchis “era un aspecto normalmente tolerado del matrimonio, aunque se ejercía dentro de límites personales y culturales”. Luego de reconstruir una serie de casos flagrantes de abuso, Stavig vuelve a la carga: “mientras este tipo de violencia se mantuviese contenida dentro de los límites personales y culturales, la mayoría de los esposos aceptaba los hematomas como parte de la vida en pareja”. Ad portas de la ejecución, el abogado de Bastidas respondió a los cargos esgrimidos en contra de ella, argumentando que había sido “tan maltratada” por José Gabriel “en el tiempo que maridablemente vivieron”. El mismo abogado, quien proponía conmutar la pena de muerte por la de destierro, confeccionó un cuestionario a ser respondido por el propio cacique de Tungasuca, Surimana y Pampamarca. La segunda pregunta buscaba establecer lo siguiente: “Ítem, cómo es verdad que en el tiempo de su consorcio, cuando le ordenaban algunas cosas caseras, aun las más inferiores, no ejecutándolas en el momento la maltrataba de palabra y obra, y aún las más veces saliendo de los límites que le eran permitidos, a saber, el castigo con azotes en superior número, colgándola en una de las vigas de la casa; y cuando le perdonaba esta sevicia, con palos, bofetadas y patadas la corregía”. Desde la cárcel, José Gabriel respondió a estas acusaciones el 9 de mayo de 1781: “A la segunda [pregunta] dijo que es cierto que antes del alzamiento, algunas veces dio azotes, bofetadas y palos a su mujer; pero que después no lo ha hecho”.

Concluyo con dos escenas que tomo del libro de Charles Walker. La primera se produjo en noviembre de 1780, a pocos días del ajusticiamiento del corregidor Arriaga. Los rebeldes establecieron su base de operaciones en Tungasuca, donde Micaela y José Gabriel tenían una casa, y desde donde aquélla despachaba en una serie de asuntos vitales para el alzamiento. El mercedario Juan de Ríos fue hecho prisionero cuando se dirigía desde Arequipa hacia Cuzco, y fue llevado a Tungasuca. Enterada de que Ríos era un sacerdote, Micaela lo invitó a casa. En su descripción del encuentro, durante el cual (según él) Bastidas le aseguró que se mantenían leales a la Iglesia y sólo se oponían al mal gobierno, Ríos mencionó un detalle que lo impresionó, dada su naturaleza inaudita en un entorno rural y empobrecido como Tungasuca. El sacerdote fue conducido a la presencia de Micaela Bastidas por un portero mestizo, ataviado galanamente de rojo y azul y con sable en mano para la ocasión. El detalle puede parecer nimio pero no debería pasar desapercibido. Es tan importante para ponderar el mundo que imaginaban los líderes rebeldes para sí y para otros como los más famosos bandos, cartas y proclamas. La segunda escena, de similares características, ocurrió por esas mismas fechas. Al saberse prisionero de Tupa Amaro, quien con engaños lo llevó a su casa en Tungasuca, donde ordenó a sus asistentes que lo redujesen por la fuerza, Don Bernardo de la Madrid estalló en cólera. Para De la Madrid, dueño del obraje de Pomacanchi, el hallarse a merced “de un criado mío que me servía de arriero para conducir mis cargas a Potosí”, es decir José Gabriel, resultaba una inversión inconcebible del orden social. Los días en cautiverio lo ayudarían a resignarse a su suerte. De la Madrid terminó por acostumbrarse a “servir con humildad y anhelo así al rebelde como a su mujer, haciendo del negro más humilde; y cuando la india [Micaela Bastidas] salía a oír misa la llevaba de la mano, y el quitasol en la otra parte para que no la ofendiesen los rayos del sol”. En la nueva sociedad que se anunciaba, y lamentablemente para De la Madrid, algunas viejas jerarquías estarían por fin de cabeza, aunque  seguirían siendo jerarquías, al fin y al cabo. El mundo que pariría la revolución seguiría siendo un mundo habitado por quienes cargan el quitasol y quienes disfrutan de la sombra que proyecta.

Difícilmente podríamos pensar estos episodios desde el paradigma trivial y obsoleto que parece estar emanando de las celebraciones del Bicentenario, territorio estéril para la crítica y la interpretación de un proceso tan polifacético como la llamada “Gran Rebelión”. Desde ese discurso celebratorio, parecerían más bien tergiversaciones de un mundo interior, personal y familiar que se asume perfecto y eterno. Esta inercia intelectual amenaza con condenar a Micaela Bastidas, a José Gabriel Tupa Amaro y a tantos otros personajes de la coyuntura independentista a la banalidad del autómata que lucha por una idea determinada de antemano, sin contexto, sin circunstancias, sin contramarchas; en suma, sin historia. Paradójicamente, cuanto menos sepamos sobre ellos—lo que equivale a decir que cuanto más podamos destejer el largo camino avanzado hasta ahora—mejor desempeñarán el triste papel que se les ha asignado. Urge, entonces, y en el tiempo que resta, abrir los libros de historia y no tenerle miedo a la verdad.

Crédito fotográfico: Muncipalidad Provincial del Cusco

18.06.2020


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