Según cifras oficiales, los peruanos que se reconocen como parte de una comunidad campesina representan el 50% de la población rural y cerca del 10% de la población nacional. Estas cifras reposan en un fenómeno poco discutido fuera de la literatura especializada. Como señalara Alberto Flores Galindo en un prólogo escrito hacia 1984, en poco más de medio siglo desde el cénit de la dictadura leguiísta, el Estado peruano había “reconocido” 2,837 “comunidades campesinas”. Pero este proceso de reconocimiento oficial parecía estar acelerándose, pues el autor estimaba entonces que, para 1985, mil organizaciones más de este tipo se habrían sumado a la lista. En efecto, el Censo de Comunidades Campesinas de 2017 registra 6,682 de estas “organizaciones de interés público, con existencia legal y personería jurídica”, es decir, casi cuatro mil comunidades «nuevas» respecto de las cifras de hace sólo cuatro décadas. ¿Cómo explicar este fenómeno? Para Flores Galindo, las razones anclaban sus raíces en la historia de la «comunidad»: sin esta institución, en términos “sociales y demográficos” la más “antigua” e “importante” del país, el campo peruano resultaría “ininteligible”.
La afirmación del emblemático historiador acerca de la “antigüedad” sin parangón de la comunidad en el ámbito rural no deja de ser problemática, pues depende de lo que se entienda por “comunidad” y de si acaso se le puede concebir prescindiendo del aparato estatal que la “reconoce” y le confiere derechos colectivos, sea el Estado republicano (en el caso de la ley de consulta previa, por ejemplo) o alguno de sus antecesores. El problema se complica por la ambigüedad del término, tanto en el uso corriente como en el académico. Se le suele tomar como sinónimo de “ayllu” o «parcialidad» (o de alguna de las formas tradicionales de organizar el trabajo colectivo a partir del parentesco), de “pueblo” (en sus múltiples encarnaciones andinas: llacta, marka, reducción, doctrina, aldea, anexo y, más recientemente, distrito, centro poblado y caserío), de “común” (la expresión política colonial de los detentadores del patrimonio comunal) o de todos estos términos a la vez. Adicionalmente, la confluencia de ayllus, comunidades y pueblos no es ni necesaria ni inevitable (el riesgo es esencializar). Allí donde se produjo, esta superposición no ha sido siempre permanente, sino que las posibles combinaciones han sido muchas y variadas. Dicho de otro modo, diferentes formas de organización social, de administración del espacio y del trabajo, y de articulación con los proyectos estatales, imperiales y nacionales de turno convergen en lo que hoy se entiende por “comunidades campesinas reconocidas”. Antes que el punto de partida, entonces, la proyección y transformación de la “comunidad” en el espacio y en el tiempo es el problema precisamente a investigar.
El libro que reseñamos, el esfuerzo editorial más importante sobre este tema en los últimos años, ofrece algunas claves. Por mucho tiempo, se pensó que los pueblos del Perú andino rural —la traza regular, la iglesia, la plaza y el municipio—, así como su organización en comunidad, tenían su origen inequívoco en el gobierno del virrey Francisco de Toledo (1569-1580) y la implantación de la política de reducciones (entendida como la concentración de la población nativa dispersa). La atención brindada a Toledo —la “matriz colonial” de los pueblos andinos, en la terminología antropológica de la década de 1960— buscaba ser un corrector del paradigma anterior, el cual asumía casi sin problemas la continuidad de la “comunidad” ancestral, desde tiempos inmemoriales hasta el presente.
Aunque el impacto de la fundación de cerca de un millar de pueblos sobre un millón y medio de individuos durante el gobierno del virrey Toledo es innegable, diversos estudiosos del periodo colonial han venido matizando la impronta toledana en los últimos años. Los aportes de arqueólogos e historiadores muestran que muchos pueblos fueron refundados sobre antiguos asentamientos (algunos prehispánicos; otros, temprano coloniales, establecidos bajo la coordinación de ciertas órdenes religiosas) y muchas reducciones fueron abandonadas u ocupadas estacionalmente. Toledo aparece, así, como un hito que enlaza momentáneamente una serie de historias hasta ese momento inconexas. Como el censo de 2017 lo demuestra, sin embargo, la fundación de nuevos pueblos y anexos en el campo peruano y la organización en comunidad de sus habitantes ha continuado en realidad hasta el presente, por múltiples razones que no siempre se relacionan ni con Toledo ni con el periodo colonial. La derrota de Sendero Luminoso, el llamado boom de la gastronomía peruana, la crisis alimentaria en ciernes o los límites de la respuesta estatal al COVID-19 son ininteligibles si no se tienen en cuenta el horizonte comunitario y el paisaje concreto en el cual encuentra expresión.
El libro que discutimos se inscribe en esta problemática. Se compone de quince ensayos (de ahí su inusual extensión), antecedidos por una introducción a cargo de los editores. El trabajo articula varias disciplinas y reúne, en un solo volumen, ensayos sobre temáticas que suelen seguir cauces especializados distintos: las misiones jesuíticas y las reducciones toledanas, instituciones hermanadas por la “doble necesidad” de “proteger” y “explotar” a las poblaciones nativas (18). Se echa de menos, sin embargo, un esfuerzo metódico que ponga a estas dos historiografías en conversación y no sólo una al lado de otra, para avanzar así hacia una nueva síntesis. La organización del libro transporta a los lectores, con marchas y contramarchas, desde la costa norte del actual Perú hasta las selvas de Paraguay y el sur de Chile, y permite cubrir un área extensa. Se trata, sin embargo, de puntos sin mayor conexión, pues no media una explicación metodológica o epistemológica de por qué este tipo de organización de los textos de norte a sur contribuiría a la comprensión del tema (nótese, además, que la suma de regiones bajo estudio no tiene un correlato directo en el periodo colonial). Recae en los lectores, asimismo, el trabajo de identificar los ejes temáticos y puntos de contacto que van aflorando de la lectura paciente de un volumen de casi setecientas páginas.
El aporte central de la colección es echar luces sobre la formación y el desarrollo de misiones y reducciones “sobre el terreno” (28). Sin descuidar el andamiaje ideológico detrás de estos proyectos, esta perspectiva presta especial atención a las instancias, agentes y particularidades locales, así como al carácter “negociado” de estos asentamientos (32; Steven Wernke hizo famosa esta formulación en su libro de 2013). A pesar de su pesada carga ideológica y del deseo de las altas instancias de la Iglesia católica y de la monarquía hispánica de que se ajustasen a patrones “civilizatorios” preestablecidos, reducciones y misiones presentaron altas dosis de improvisación y de adaptación a las condiciones locales, además de seguir derroteros históricos propios y no pocas veces insospechados. En muchos casos, se “indianizaron” (en la terminología de los editores), es decir, se acomodaron a patrones prehispánicos y misionales pretoledanos de uso del espacio y organización del poder (32).
En este tipo de publicaciones colectivas, atar los cabos sueltos es tarea de los editores. En su ensayo introductorio, Rosas y Saito ofrecen en cambio un repertorio conciso de distintos temas abordados en la historiografía pasada sobre reducciones y misiones, tales como “trasfondo ideológico”, “población y migración” “urbanismo y arquitectura”, “colectividad e identidad” y “etnología”, mezclando así diversos niveles y herramientas de análisis. El recuento bibliográfico resultante (18-25) es de utilidad para estudiantes y quizás para un público no especializado que quiera aventurarse en un tema monumental. Este repaso—no es propiamente un balance—se encuentra, eso sí, algo disociado de la nueva historiografía sobre las reducciones, de la cual las contribuciones más saltantes del libro son un notable ejemplo. Parte de la explicación para esta paradoja quizás resida en que, aunque el libro fue impreso en el año 2017, diversos pasajes (148, 188, 262) sugieren que los textos fueron preparados entre 2010 y 2014, como resultado de una serie de simposios y conferencias organizados por las dos instituciones que auspician la publicación. Así, salvo Elizabeth Penry, cuyo trabajo (en el inglés original) vio la luz en 2019, varios autores incluidos en la compilación publicaron sus aportes más importantes sobre las reducciones precisamente en el lapso que media entre los inicios de esta colaboración institucional y la publicación del libro.
Volviendo a la introducción, una de las limitaciones del enfoque historiográfico ensayado allí es que procede por acumulación, es decir, es de carácter aditivo antes que analítico. A la usual declaración de que la historiografía no le ha dado “la atención que se merece” al tema entre manos (18) le sigue el resumen telegráfico de obras pasadas, con las inevitables repeticiones que este tipo de enumeración acarrea. Del importante trabajo de 2012 de Jeremy Mumford, en muchos sentidos iniciador de las nuevas perspectivas reunidas en el libro, se dice simplemente que presenta una “interpretación innovadora” (20) pero no se explica en qué consiste. Quizá debió ser, junto con el libro antes citado de Wernke y otros textos clave como el de Thomas Abercrombie de 1998, el punto de partida de un análisis generativo—cómo una idea lleva a otra—antes que enumerativo—una lista de temas o de enfoques disciplinarios. Este laconismo es hasta cierto punto inevitable en el tipo de revisión historiográfica planteado por los editores. Quizás hubiese sido deseable una articulación diferente de la literatura y de las diversas problemáticas que encarna, una que sentase las bases conceptuales de los debates vigentes y resaltase el vacío que esta colección de ensayos busca llenar.
Aunque el libro cuenta con varias contribuciones excelentes, es quizá el ensayo de Elizabeth Penry el que muestra con mayor elegancia y textura histórica cómo los enfoques han dado un giro respecto de estudios que abordaban el problema sólo desde el paradigma de la imposición vertical y la resistencia. Los ejemplos reunidos por Penry muestran que, mucho después de la visita de Toledo (1570-1575), algunos campesinos del Alto Perú seguían solicitando la fundación de nuevos pueblos—a veces con la anuencia de virreyes, corregidores y sacerdotes; a veces, en oposición a ellos—y que, en algunos casos, se redujeron a sí mismos, separándose de sus pueblos de origen y fundando nuevos pueblos sin la intervención de autoridad real o eclesiástica alguna (pero sí con la protección de alguna advocación). Muchos de esos pueblos existen hoy.
La idea de “reducir” emerge, así, tal como la presenta Parker Van Valkenburgh en su contribución, no sólo como una política imperial sino como un “discurso universalista”, compartido por dominantes y dominados, “que asumió una diversidad de formas materiales en distintas áreas del imperio” (224). Se anuncia aquí una tensión interesante pues, si bien para Penry la propagación de reducciones luego de la visita general se explica por la defensa de la tierra y la protección contra la explotación que el gobierno municipal comunitario ofrecía, para Van Valkenburgh la autorreducción reforzó también una visión hegemónica del paisaje en los Andes.
Éste es el camino por donde más se ha avanzado en la última década y es el aporte central del libro (a pesar de la premisa del subtítulo). Reducciones es una colección de ensayos a tener en cuenta para comprender el (re)establecimiento de los asentamientos nucleados (reducciones y, en menor medida, misiones) que servirían de escenario principal para el desarrollo de la organización comunitaria municipal predominante entre los llamados pueblos de indios. Aunque, en su conjunto, el libro no proponga necesariamente una perspectiva propia, se trata de un compendio de las principales perspectivas sobre el tema. Las premisas ideológicas que sustentaron los esfuerzos de reducción del siglo XVI están bien explicadas, sobre todo en los capítulos iniciales.
Sin desmedro del capítulo de Wernke y de algunos de los dedicados a las reducciones jesuíticas, el poder explicativo y la claridad conceptual de la compilación son menores cuando se trata de comprender en qué consistía la organización comunal de estos pueblos (que no es lo mismo que la organización en ayllu o la distribución del trabajo de acuerdo a unidades decimales, bajo las reglas del parentesco). Parece ausente también una reflexión más aguda acerca de qué era propiamente lo que la institución comunal articulaba con el Estado colonial (una serie de intereses en torno a relaciones sociales de producción y reproducción que se tejían entre unidades familiares, linajes y ayllus que actuaban sobre un territorio). Quizás esto responda, al menos en parte, a la manera en que los estados mismos “ven” la comunidad, su principal interfaz para interactuar con la población campesina. Al menos desde época toledana, esa mirada se ha agotado allí, en “lo comunal”, sin querer (o poder) ver más abajo. Flores Galindo era también, hasta cierto punto, presa de esta limitación. Como lo demuestran el análisis de Penry y el reconocimiento oficial de más de 6,600 comunidades en el último siglo, sin embargo, tras la proliferación de pueblos, gobiernos municipales, instituciones y mecanismos comunales existe una serie de agentes y procesos importantísimos que, no por ser “invisibles” para el Estado, tendrían que ser invisibilizados.
Saito, Akira y Claudia Rosas Lauro, eds. Reducciones: la concentración forzada de las poblaciones indígenas en el virreinato del Perú. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú y Museo Nacional de Etnología de Japón, 2017, 678 pp.
Crédito de la imagen: Manuscripts and Archives Division, The New York Public Library. «Gobierno del Perú, …» New York Public Library Digital Collections. Accessed August 13, 2020. http://digitalcollections.nypl.org/items/487d21a0-2601-0130-a73a-58d385a7b928
30.08.2020