Una lectura de Retablo

María Eugenia Ulfe

Una ventana desde donde se ve la cadena de montañas de los Andes, el cielo azul intenso, la cocina de una casa de adobes. Prístino, limpio. La coloración acentúa los tonos de azul, la tierra del adobe y sus ocres. Podemos incluso reconocer que no es temporada de lluvias; brillan los ocres y el sol es intenso. Sin embargo, hay música de carnaval, hay reempujos, serpentinas y fuegos artificiales. Nos quedamos fuera del tiempo. El murmullo en quechua. Idílico. La puerta, cerúlea como el cielo, abre el espacio al taller de retablos donde aparecen Segundo (Junior Béjar) y Noé (Amiel Cayo), su padre y maestro. Padre y maestro al que Segundo mira con orgullo juvenil, mientras le enseña a moldear la mano y lo entrena para que herede su arte. Éste es el marco de Retablo, film de Álvaro Delgado Aparicio, cuya primera proyección se llevó a cabo en el Festival de Cine de Lima en 2017 y en salas nacionales e internacionales en 2019.  Retablo ha sido exhibida en Estados Unidos y España, y ha logrado varios reconocimientos, incluido el haber sido preseleccionado para los premios Oscar, Goya y Bafta, así como los Independent Spirit Awards.

El mundo y la comunidad imaginada andina emergen como una locación perfecta. La caminata hace alusión a que la comunidad queda “lejos” de la ciudad. Allí los espera una clásica familia misti que posa para el padre y el hijo,  que quedarán marcados como artistas campesinos. Éstos repasan sus detalles, tamaños, formas, trajes; se graban estos detalles en su mente y, en un juego de experticia, el padre le enseña al hijo a “mirar”, que es también aprender para luego darles vida en un magnífico retablo. El patriarca de la familia misti le encomienda un gran retablo que retrate con magnificencia a los suyos.

Los retablos o las cajas de imaginero tienen una larga tradición. Utilizados para colocar a los santos patronos del ganado, siempre tuvieron un lugar especial en las mesas rituales de las herranzas y marcaciones de animales. Pero, después del encuentro de Alicia Bustamante con Joaquín López Antay, estas cajas de imaginero pasaron a ser conocidas como retablos y a retratar escenas cotidianas y, después, momentos coyunturales de nuestra historia reciente (Ulfe, Cajones de la memoria; “Narrando historias”). Noé prepara con Segundo un retablo de varios pisos. Coloca a los santos patronos arriba con el cóndor mirando, debajo aparece la familia del patriarca misti.

El retablo es una caja que parece que alberga no solo las piezas que serán retratadas, sino que también será el escenario y la metáfora para abordar la trama del film. Ésta es una historia de secretos familiares que no deben contarse y de “cosas” que no deben hacerse por temor a la vergüenza. Por momentos, no podemos saber cuál es la temporalidad del film: nos quedamos con todas las piezas perfectamente encajadas en la cocina de Anatolia (Magaly Solier). Los sacos de tubérculos, los cuyes, la mesa, el fogón y la ventana. El paisaje ayuda a mantenernos en los Andes y sólo cuando Anatolia nombra el sachatimpu, el tiempo del miedo y del desasosiego, el espiral de acción se activa. La sola frase hace que colapse la perfección de la casa y lo idílico del lugar porque nos ancla en otra dimensión de cosas en donde la pasta de las piezas de retablo ya no puede ser de papa ni la caja, de maguey. Nos introduce en los recuerdos de desplazamientos intensos y también en cómo éstos descolocaron a artistas andinos que tuvieron que adecuarse a nuevas técnicas de creación con yeso, goma y agua, a salir de los moldes para crear con las manos y así darle un mayor protagonismo a las piezas, a sombrear los rostros y detenerse en los detalles que dieron versatilidad y veracidad a las narraciones visuales de las cajas.

De esta manera, el sachatimpu irrumpe en el film para hacer que la historia salga de la caja de imaginería: que el secreto de la homosexualidad de Noé quede al descubierto y se lleve consigo el honor de la propia familia, llenándolos de vergüenza. El hijo herido huye a beber; no quiere más hacer retablos. Anatolia quiere irse porque siente que nunca recuperará su honor y el respeto de los demás. La comunidad prístina se nubla. Sólo en este sentido comprendí las imágenes de la comunidad ideal. La necesidad de mostrar el paisaje casi ideal, acentuando dicotomías y metáforas largamente arraigadas en la historia del Perú (como las trazadas por Basadre de oponer un Perú oficial a uno lejano, distante e intacto, incluso atemporal). Pero, al mismo tiempo, esta aproximación puede verse como una forma de esencializar y naturalizar la “comunidad indígena” al mostrarla casi sin polvo. Y si bien este paisaje se vuelve parte de la trama, considero este aspecto problemático porque coloca a la comunidad fuera del tiempo, del espacio y del lugar.

Hace tiempo que autores como Cornelius Castoriadis, desde la filosofía crítica, y, desde la antropología, Arjun Appadurai (Modernity at Large; The Future as a Cultural Fact) insisten en las relaciones de poder que instituyen imaginarios. Es decir, dichas relaciones de poder reproducen y fijan ciertas imágenes basadas en ideas previas y, lo que es más problemático, en ideas previamente arraigadas, como suelen ser los prejuicios. Para Castoriadis, la posibilidad de la imaginación siempre será la posibilidad de la creación, mientras que paisaje e imaginación van de la mano para Appadurai, como una  invitación para, de un lado mirar, enmarcar y reproducir ideas sobre lo que debe contener un determinado paisaje, y por otro, para mirar más allá del mismo. En ambos casos, imaginarios, paisajes e imaginación corresponden a las políticas de representación, esto es, a las preguntas básicas de quién da cuenta, de qué da cuenta y cómo da cuenta. Y también a las relaciones de poder ahí entretejidas. Es cierto que los directores de cine, como cualquier artista o creador literario, tienen libertad de creación. Sobre ese punto no hay discusión. Pero esa libertad no debería dejar de lado las responsabilidades que artistas y creadores tienen  sobre cómo ciertas imágenes reproducen o refuerzan estereotipos. El campo de la representación es amplio y siempre está imbuido de una política que connota y denota significados diferentes de la propia representación. Las imágenes son también grandes campos discursivos de debate y de reproducción de estereotipos simbólicos. Es, por supuesto, una problemática que va más allá de Retablo pero que no se desconecta del todo de los contenidos de la película, como quedó demostrado en la polémica en torno a  “La Paisana Jacinta”. No es sólo la burda manera como los creadores y guionistas  de ese programa representan a una mujer “de los Andes” ni el uso del humor como forma que subraya la sorna y la burla, sino que dicha representación quede instalada como la imagen misma de una mujer andina. Por ello, si las afiliadas de un cierto club limeño se disfrazan en Halloween de “mujer andina”, están recurriendo a esa misma imagen que vieron en la televisión y que asumen (erróneamente) como válida.

El sachatimpu desangró el campo ayacuchano, acentuando grandes transformaciones y repartiendo mucho dolor. La perfección parece encerrar en sí misma, como el cajón de retablo, un universo de cosas que no se dicen, desde la sexualidad del padre hasta la historia reciente. Pero la perfección es en sí misma una esencialización.

Retablo, dirección de Álvaro Delgado-Aparicio. Perú, 2017. Idioma: Quechua. 95 minutos. Guión de Álvaro Delgado Aparicio y Héctor Gálvez. Reparto: Junior Béjar Roca, Amiel Cayo y Magay Solier. Música de Harry Escott. Cinematografía: Mario Bassino. Edición: Eric Williams. Formato digital. Productora: Siri Producciones.

24.12.2019


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