Este texto no es una reseña de Perros y promos: memoria, violencia y afecto en el Perú posconflicto, la interesante investigación sobre reclutas del Ejército Peruano que combatieron a Sendero Luminoso realizada por Jelke Boesten y Lurgio Gavilán. Me limito a hacer unos comentarios sobre dos temas que sobresalen en las observaciones críticas hechas por María Eugenia Ulfe y en la réplica de Lurgio Gavilán. Estos dos tópicos son: (1) qué significa para la investigación social humanizar a los actores del conflicto y (2) qué tan válido es estudiar a los actores armados sin considerar sus crímenes como una parte importante de la materia. Son dos asuntos de interés para la forma en que se desarrolla la investigación académica sobre la violencia y el posconflicto y, dentro de eso, para una idea recurrente en el campo: que no se puede entender integralmente esos fenómenos sin una mirada más concreta –¿humanizada? ¿alerta a la subjetividad?– de quienes tuvieron las armas en sus manos.
El propósito de humanizar a los reclutas o soldados es mencionado, en realidad, solo dos veces en Perros y promos. En cambio, figura ostensiblemente en la réplica de Gavilán, y está claro, por lo demás, que el libro propone una mirada que rescate la complejidad de la experiencia y la identidad de los exreclutas, en oposición a la mirada que los reduce a la condición de perpetradores (o de héroes sacrificados). Pero si está claro el propósito, no lo están suficientemente las implicancias conceptuales de la mirada propuesta.
Un problema habitual en los estudios sobre posconflicto y memoria es el empleo de términos sin precisar realmente si se trata de una categoría de análisis social o de un reclamo moral. Un ejemplo sobresaliente es revictimizar. La palabra puede significar por lo menos cinco cosas distintas: que se ha vuelto a cometer una violación de derechos humanos contra la persona, que se ha reincidido en el abuso del que esta fue víctima en primer lugar, que se la ha inducido a intensificar su condición subjetiva de víctima, que se la ha hecho revivir la experiencia traumática, o que se la ha objetivado, cosificado o subordinado al reducirla a la calidad de víctima. ¿Se trata de una alegación jurídica, de un reclamo moral o de la designación de un cierto tipo de experiencia social? De más está decir que cada uno de esos posibles sentidos del término exige del investigador una teoría y un aparato demostrativo particulares.
Algo parecido sucede con el término humanizar. Este puede tener, en primer lugar, una connotación moral: la exigencia de no ver al sujeto como un monstruo, más allá de las faltas o crímenes que se le imputen. Pero el mismo término puede aludir a una operación de análisis social. En términos generales, humanizar es un concepto vecino de historizar: restituir al sujeto a su contexto, ver de dónde vino, cómo llegó a ser lo que es; es decir, no tomar a un sujeto como manifestación de una esencia sino situarlo en una experiencia en un tiempo y un espacio concretos. En el caso del que hablamos, eso significaría no entender al recluta como simple derivación de una clase –la clase soldado o militar— sino observarlo como un sujeto que viene de una trayectoria social previa. Humanizar es superar la abstracción.
Pero la operación no termina ahí. Esa concreción de la conducta del soldado puede ser buscada al menos en dos direcciones. Una de ellas consiste en recuperar los determinantes sociales de su experiencia: clase social, linaje, género, procedencia geográfica, generación, etnicidad. Son los componentes de lo que llamamos «identidad». Otra ruta distinta, pero no enemiga de la primera, es explorar su subjetividad –emociones, metas, motivaciones, miedos, expectativas, etc.—, así como su experiencia intersubjetiva, en la que sobresale, para el caso, el juego entre moral intragrupal (los promos) y moral extragrupal (los exmilitares, como grupo, frente a la vida civil).
Perros y promos presenta un triple cruce de orientaciones en la idea de humanizar. Hay un reclamo moral (más explícito aún en la réplica de Lurgio Gavilán), hay la búsqueda de una ubicación social del sujeto y hay una promesa de hurgar en la subjetividad. Estas dos últimas direcciones tienden a confluir, pero, hechas sumas y restas, el mejor fruto que se extrae de los testimonios es una muy competente recreación de la trayectoria social de los sujetos. La dimensión de la subjetividad y de la intersubjetividad aparece principalmente como un reflejo o subproducto de la vida institucional –solidaridad grupal, sensación de extrañeza hacia la vida civil–, lo cual tiene sentido tratándose de sujetos salidos de una institución totalizante, pero no lo es todo.
Esto nos lleva a la segunda cuestión: ¿el proyecto de una lectura humanizada –ahora, por oposición a deshumanizante—implica poner entre paréntesis los crímenes del sujeto observado? (Enfatizaré que no abordo esta cuestión para sugerir que los autores silencian ese tema –no veo esa intención en el libro—, sino interesándome en el razonamiento ofrecido).
Los científicos sociales hacemos cortes seccionales en la realidad. Construimos el objeto de estudio delimitándolo. Estudiamos la vida del santo sin discutir la veracidad de sus milagros. Investigamos a los asesinos de masas sin mostrar la tipicidad jurídica de sus crímenes. Eso no es solamente válido: también es necesario. Por eso, una investigación sobre los reclutas que combatieron a Sendero Luminoso puede, válidamente, no ocuparse de los crímenes cometidos. El investigador no es un fiscal ni un confesor.
Pero hay algo más que decir, algo que no hace tan sencillo el corte mencionado. Y es que cuando se trata de la humanidad o de la subjetividad de quien ha participado en un ciclo de violencia atroz resulta ineludible considerar precisamente ese elemento de la subjetividad –de la identidad social, en general– que son las orientaciones de valor o la conciencia moral, como algo distinto de los determinantes de clase, género, generación u otros. ¿Por qué? Porque, justamente, lo que tiene de particular esa experiencia, eso que la convierte en un tema de investigación, es la convivencia con el horror. Ese es el problema, no solo del individuo sino del proceso de violencia en general. Si no es a eso, ¿a qué se puede referir el reclamo ya mencionado de comprender al sujeto para comprender mejor el proceso?
Lo cierto es que, sin saber siquiera que existe un código penal, todos los sujetos poseen o participan de ciertas orientaciones de valor. Cabe hablar, figuradamente, de los tabúes que inhiben al sujeto de cometer atrocidades. Parte de la subjetividad –de la humanidad del sujeto humanizado– son esas ideas, representaciones, retazos de sentido común, que impiden a alguien «matar con sus propias manos» o que hacen insufrible para el habitante urbano de clase media degollar a un ave de corral para preparar el almuerzo.
Y ahí es donde la investigación sobre la subjetividad –la humanidad– del combatiente contiene un problema interesante: ¿de qué manera la socialización secundaria en la institución militar desactivó esas orientaciones de valor? ¿qué ha sucedido con ellas? ¿en qué se transformaron durante la violencia y después de ella? Para explicar la conducta atroz de sujetos ordinarios existe, por ejemplo, la respuesta centrada en la presión de grupo, que somete al individuo apelando a su necesidad de pertenencia. Existe también la respuesta del cálculo racional: se trata de matar o morir; desobedecer la orden de matar o violar es exponerse a sanciones severas y hasta a la muerte o el estupro. Pero la investigación sobre la subjetividad reclama otras respuestas. Por ejemplo, la CVR señaló al racismo como un dispositivo cultural que alentó la atrocidad. ¿Hay algo de eso –lo que a su vez plantearía preguntas sobre institucionalidad y producción de nuevas identidades, dada la etnicidad típica de los sujetos investigados? Las respuestas pueden ser otras. No es el punto decisivo aquí. El punto es que, en una investigación como la comentada, el fermento mental y afectivo de donde nacen los crímenes es parte indisociable de la identidad poliédrica que se analiza. Viene a la mente la investigación de Gonzalo Portocarrero sobre el sujeto senderista —Razones de sangre–;1 ahí se emprende tempranamente la tarea de humanizar al sujeto senderista, pero poniendo en foco la crueldad extrema –figuradamente, inhumana– de sus conductas. La crueldad y la indiferencia hacia la crueldad son un elemento del problema que hace interesante y necesaria la investigación. Como también lo es, por ejemplo, la forma en que los exreclutas dan razón de las crueldades de las que fueron perpetradores –y, en otras ocasiones, víctimas–. La insistencia en el poder aplastante de la institución para empujarlos a la brutalidad, ¿es un discurso de negación, en el sentido en el que Stanley Cohen habla de una “negación de la implicación”, es decir, no negación de los hechos ni de su significado sino de la responsabilidad personal en ellos?2 Y, si es así, ¿de qué elementos se compone ese negacionismo y cómo se compagina eso, que habla de una identidad heterónoma (normada desde el exterior), con la otra forma de identidad buscada por los reclutas, es decir, una identidad autónoma que procura recomponer una existencia? ¿No será la superación del negacionismo una necesidad del mismo sujeto para poder abrir nuevos y mejores proyectos de vida?
Todo lo dicho, desde luego, no desestima el interés ni las contribuciones de Perros y promos a la comprensión de la violencia; si acaso, lo comentado resalta uno de los méritos que distinguen a una investigación social relevante, que es el de provocar nuevas preguntas.
Crédito de la imagen: Efectivos del Ejército acompañan a los esposos Ramón Laura Yauli y Concepción Lahuana, quienes declararon haber sido reclutados a la fuerza por Sendero Luminoso. La Mar, Ayacucho, junio de 1985. Foto: Abilio Arroyo / Revista Caretas. En Yuyanapaq. Para recordar. Relato visual del conflicto armado interno en el Perú, 1980-2000. 3ra. ed. Lima: PUCP, 2015, p. 22.
Notas
- Portocarrero, Gonzalo (1998). Razones de sangre. Aproximaciones a la violencia política. Lima, Fondo editorial PUCP.
- Cohen distingue entre tres formas de negacionismo: literal (negación de los hechos), interpretativa (negación del significado de los hechos) e “implicatoria” (negación de la responsabilidad, no necesariamente penal, respecto de los hechos). Cohen, Stanley (2001). States of Denial. Knowing about Atrocities and Suffering. Cambridge, Polity Press.
07.12.2024